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Huellas N.7, Julio/Agosto 2000

JUBILEO

Pablo: en Roma, encadenado por Él

Paola Ronconi

El que hasta el día anterior había sido el más implacable de los perseguidores fue elegido tres años después de la Resurrección para convertir a los gentiles. El Apóstol de las gentes en la capital del imperio


«Os recomiendo a Febe, nuestra hermana. Saludad a Prisca y Áquila, colaboradores míos en Cristo Jesús y a la Iglesia que se reúne en su casa. Saludad a mi querido Epéneto, María, Andrónico y Junia, Ampliato, Urbano, Estaquio, Apeles, Aristóbulo, Herodión, Narciso, Trifena y Trifosa, Pérside, Rufo y su madre, Asíncrito, Flegonta, Hermes, Patrobas, , Hermas y a los hermanos que están con ellos. Saludad a Filólogo y a Julia, a Nereo y a su hermana, lo mismo que a Olimpas y a todos los santos que están con ellos». Así escribía Pablo, en el 57-58, desde Corinto a los cristianos de Roma. «Ansío veros, a fin de comunicaros algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, para sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la común fe: la vuestra y la mía» (Rom 1,11-12). Nunca había pasado a la capital del imperio, por lo que no conocía en persona a toda esa gente. A muchos quizás los había conocido en otros sitios, a otros los conocía por su fama (Rom 1,8), quizás gracias a Prisca y Áquila, los cónyuges con los que había estado mucho tiempo en Corintio y con los que siempre había permanecido en contacto.
Quizás precisamente alguno de ellos había recorrido un largo trecho de la vía Appia para recibirlo cuando llegó encadenado a Roma, presumiblemente algún día del año 60. Unos tres años antes, un grupo de judíos le había acusado en Jerusalén de haber hablado contra la ley mosaica. Pero Pablo apeló a su ciudadanía romana, para ser juzgado por el César. Tenía que ser trasladado a Roma, después de dos años de prisión en Cesárea. De aquí, a su vez, zarpó hacia Italia junto a Lucas (que describe estos desplazamientos en los Hch 27-28), otros prisioneros y el centurión Julio, de la corte Augusta. Un viaje marítimo decididamente aventurero, si se tiene en cuenta que tocaron Sidón, Chipre, Mira en Licia, Gnido, Creta, donde debieron detenerse por la llegada de una estación poco propicia para la navegación. Volvieron a partir, pero naufragaron en Malta, donde permanecieron cuatro meses. Después, Siracusa, Regio y finalmente Pozzuoli, puerto de llegada para alcanzar Roma. El viaje continuó por tierra y en la vía Appia (todavía la calle consular, en parte, de piedra lávica basáltica, que unía Roma con el sur de Italia), a la altura del foro Appio (a unos 50 kms de Roma), le salió al encuentro un grupo de cristianos, avisados de su llegada. Más adelante aún, en la zona denominada Tres Tabernas, se unieron otros al grupo (Hch 28, 25). El Apóstol de las gentes, el gran navegante, cuya fama había dado la vuelta al imperio, llega así, encadenado, a la Roma imperial y pagana.
Caminando hoy por la ciudad, los signos del paso de Pablo son muy evidentes, pero este año jubilar se facilitan más gracias a la exposición «Pedro y Pablo. La historia, el culto, la memoria en los primeros siglos», que se exhibe en el Palacio de la Cancillería de Roma, hasta el 10 de diciembre de 2000.

Arresto domiciliario
Aunque prisionero, Pablo obtiene el permiso de «permanecer en casa particular con un soldado que le custodiara» (Hch 28,16); se trataba de una custodia militaris (arresto domiciliario, como diríamos hoy). Buscó una “casa en alquiler” y encontró un vasto local en un granero del barrio hoy llamado Régola, al este de Tevere, a la altura del recodo de la Isla Tiberina (donde probablemente trabajaba su amigo y médico Lucas). Esa zona de Roma, estaba poblada sobre todo por judíos y entre ella y el Trastevere se encontraba la más nutrida concentración de artesanos del cuero. También Pablo era de la profesión: de hecho, como había aprendido en la escuela de Gamaliel, en Jerusalén, fabricaba cortinas de piel ya en Corinto, cuando estuvo hospedado en casa de Prisca y Áquila, también artesanos del cuero.
Nada más instalarse, quiso ver a los jueces de la ciudad, para explicarles los motivos de las acusaciones de Palestina: «Hermanos, yo sin haber hecho nada contra el pueblo y contra las costumbres de los padres, fui apresado en Jerusalén y entregado en manos de los romanos. Me vi forzado a apelar al César, sin pretender con eso acusar a los de mi nación». Los jueces acogieron con benevolencia sus palabras y un día «vinieron en mayor número a donde se hospedaba; él les iba exponiendo el Reino de Dios, dando testimonio e intentando persuadirles acerca de Jesús, basándose en la ley de Moisés y en los profetas, desde la mañana hasta la tarde. Unos creían por sus palabras y otros en cambio permanecían incrédulos» (Hch 28,23-25).
Pronto Pablo se convirtió en un punto de referencia notable para la pequeña comunidad romana; pudo gozar de una cierta libertad de acción, si, como nos dice Lucas, «permaneció dos años enteros en una casa que había alquilado y recibía a todos los que acudían a él, predicaba el Reino de Dios y enseñaba lo referente al Señor Jesucristo» (Hechos 28,30-31).
Quizás, precisamente en la casa de Régola, conoció a Onésimo (el esclavo que Pablo encomendó a su amigo Filemón en la carta que le envió) y escribió la carta a los Filipenses, a los Colosenses y a los Efesios. Hoy, la Iglesia de san Pablo en Régola (detrás del ministerio de Gracia y Justicia) recuerda el lugar de la primera estancia del apóstol en Roma, donde vivió y sobre todo enseñó, como lo indica un escrito situado a la entrada del oratorio adyacente: DIVI PAULI APOSTOLI HOSPITIUM ET SCHOLA.

La segunda casa
Nada más terminar los dos años de custodia (el proceso contra él no llegó a producirse; quizás porque sus acusadores no afrontaron el viaje de Jerusalén a Roma), Pablo cambió de lugar: fue alojado en Aventino, de nuevo en casa de sus amigos Áquila y Prisca.
Siendo judíos, habían sido expulsados de Roma por el emperador Claudio, en el 49-50; permanecieron un tiempo en Corinto, siguieron a Pablo en sus viajes hasta Éfeso, y después volvieron a Roma hacía el 58. Su casa se convirtió pronto en una domus ecclesia, un lugar de encuentro y oración para toda la comunidad cristiana de Roma. Habían hospedado también a Pedro y, atendiendo a la iconografía sacra, fue precisamente él quien bautizó a la noble romana Prisca (o Priscila), mientras que Áquila se convirtió en un segundo momento. Hoy, en aquel lugar de Aventino, donde ya en el siglo V se testimonia un titulos Priscae (una inscripción en recuerdo de Prisca), se levanta la iglesia de Santa Prisca.
Pablo no se quedó mucho tiempo con sus dos amigos. Volvió a emprender el camino. ¿Se iría a España como hubiese querido? No podemos saberlo con seguridad (Rm 15, 24).
Sin embargo, la segunda carta a Timoteo nos deja entender que acabó por segunda vez en la cárcel a causa de la fe, de nuevo en Roma. Era el año 64 y gobernaba Nerón. La Domus Aurea, la inmensa residencia del Emperador en la colina Oppio, estaba levantándose sobre las ruinas de ese desastre que dio el pretexto para encarcelar al grupúsculo de los cristianos y, en particular, a sus jefes: el incendio de Roma. Nada más fácil que Pablo acabara junto con Pedro en las mazmorras de la cárcel Mamertina, bajo la acusación de conjura en contra del Estado.
«No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor y de mí, su prisionero», «Este ha sido mi Evangelio, por el que sufro hasta llevar cadenas, como un malhechor» (2Tm 1, 8; 2, 9), escribió a Timoteo. Comprendió que había llegado al final de su vida: «Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe». En un momento tan duro lo asaltó la tristeza de la soledad: «Demas me ha abandonado y se ha marchado a Tesalónica; Crescente a Galacia; Tito a Dalmacia» (2Tm 4, 10). Alguien le hizo mucho daño: «Alejandro, el herrero, me ha hecho mucho mal. El Señor le retribuirá según sus obras. Tú también guárdate de él, pues se ha opuesto tenazmente a nuestra predicación» (2Tm 4, 14-15), y la nostalgia de los amigos es fuerte: «Apresúrate a venir a mí cuanto antes» le dijo al amigo Timoteo, «el único que está conmigo es Lucas».

La condena
Esta vez se celebró el juicio. Pablo fue condenado por Lesa majestad. La pena era la decapitación que había de ejecutarse en un lugar cercano a la vía Ostense llamada Ad aquas salvias. Algunas fuentes antiguas afirman que Pablo fue degollado el mismo día del martirio de Pedro, 37 años después de la pasión del Señor (Jerónimo, De viris illustribus), es decir, en el año 67, el último año del reinado de Nerón. Una pequeña capilla ahora destruida en la vía Ostense, recordaba el lugar donde Pablo y Pedro se despidieron abrazándose por última vez antes de ser ajusticiados. Hoy sólo queda una lápida.
Según la tradición, en el momento de la decapitación su cabeza rebotó tres veces en el suelo haciendo manar milagrosamente tres fuentes. De allí viene el nombre del lugar: Las tres Fuentes. En el siglo IV y V se edificó en la iglesia de San Pablo ad Tres Fontes que en su interior tenía señaladas las tres fuentes en tres niveles distintos del terreno.
Después del martirio, el cuerpo de Pablo se trasladó en seguida a un cementerio para personas de clase media (desde esclavos hasta militares) que se encontraba en la vía Ostense y allí fue sepultado. Probablemente se construyó un pequeño monumento sobre su tumba al que alude también Eusebio de Cesárea en su Historia eclesiástica, al hablar del presbítero Gaio que, para rebatir a un hereje que presumía de tumbas ilustres en Asia Menor, declara: «Yo puedo mostrarte los trofeos de los apóstoles. Si quieres ir al Vaticano o a la vía Ostia, encontrarás los trofeos de los que fundaron nuestra iglesia». Por “trofeos” se entendía “tumbas gloriosas en señal de victoria”, tomando este término del lenguaje militar.

La devoción
Los cristianos empezaron a hacerse sepultar cerca de su tumba y de la de Pedro. Más tarde sus huesos se recogieron en una urna de bronce por voluntad de Constantino. Sobre esa urna se erigió una basílica que a lo largo de los siglos sufriría numerosas modificaciones. La actual basílica de San Pablo extramuros custodia todavía bajo el altar de Arnolfo di Cambio el sepulcro del apóstol. Resulta muy curioso que hasta hoy todavía no se haya abierto la urna (como ha ocurrido, en cambio, en el caso de los restos de san Pedro, encontrados debajo del Vaticano). Sin embargo, a raíz de algunas excavaciones realizadas, sabemos que sobre la urna se dispuso una lápida (que se remonta según algunos a la época de Constantino y según otros, al siglo V) con la inscripción PAULO APOSTOLO MART (a Pablo apóstol y mártir). A través de tres agujeros los fieles podían acercar sus objetos directamente a la tumba de Pablo.
Algunas fuentes antiguas atestiguan que los huesos de Pablo, junto con los de Pedro, se trasladaron durante unos cuarenta años debido a la persecución del año 258 decretada por el emperador Valentiano. Para defender estas reliquias sagradas los cristianos las trasladaron a un cementerio en la vía Appia llamado Ad catacumbas (de ahí el nombre de “catacumbas”). En este mismo lugar el emperador Majencio y su sucesor Constantino mandaron construir una basílica (la Memoria Apostolorum, hoy San Sebastián en honor del oficial romano que fue martirizado). Entrando, a la derecha, se encuentra una lápida del papa Dámaso (366-384), que reza: «los santos [Pedro y Pablo] moraron aquí en el pasado»; en los locales bajo el altar, recientemente descubiertos, tenía lugar la celebración y los banquetes en honor de los difuntos según la costumbre pagana. Muchas inscripciones que se pueden ver todavía hoy atestiguan la devoción de los primeros cristianos por los dos apóstoles: «Pedro y Pablo, rogad por Vittore», «Pedro y Pablo, proteged a vuestros siervos». En el siglo V, el papa Sixto III pidió a una comunidad monástica que se instalase aquí, con el fin de asegurar la oración ininterrumpida en uno de los lugares más queridos para la memoria cristiana.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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