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Huellas N.7, Julio/Agosto 2000

BREVES

Cartas

a cargo de María Pérez

SIERRA LEONA
Mujer, ¡no llores! (una paternidad de la que aprendemos)
Hoy, Abu Bakar ha venido a saludarme triunfante. Abu Bakar es hombre de pocas palabras, y las pocas que dice son difíciles de entender para quien no tenga el oído acostumbrado a sus síncopas, aspiraciones y abreviaturas. Hoy no necesitaba palabras. Enseñaba a todos su carné rojo. «Something (algo)...», esa palabra bastaba entre Abu y yo. Llevábamos ya mucho tiempo hablando y toda nuestra conversación giraba en torno a esa palabra... «Tengo que hacer algo útil (something)... aún tengo que organizar algo...». Abu Bakar era consciente de haberse pasado toda la vida organizando nada... él... de dieciocho años, con nueve años en la selva, siete de combatiente y quién sabe cuántas crueldades sobre la conciencia... al final había organizado algo bueno. Cuando llegó a nosotros, no me miraba a la cara, jamás sonreía. Oscuro, tétrico, escondía algo que yo no conseguía descifrar. Un buen día, ya no pudo más. La despreocupación de sus compañeros le había hecho sufrir demasiado. Él, cerrado en sí mismo, casi portador de muerte, sacó todo su dolor. Había sido un portador de muerte y llevaba consigo un recuerdo macabro, una calavera, el recuerdo de un bautismo de sangre y la atadura a alguien, del cual, aún en la distancia, parecía no conseguir desligarse. Sería muy largo contar su sufrimiento y su purificación. Cada noche venía antes de acostarse... «Rezemos para que no venga a molestarme durante el sueño»... y por la mañana, «Rezemos porque pueda terminar el día sin que me haga daño». De vez en cuando, Abu se serenaba. Lo ayudaba la presencia de una chica de la que se había enamorado en la selva. Le había acompañado en sus adversidades y durante la fuga.
También le había imitado empuñando el fusil, protegido cuando se drogaba, acompañado en las peregrinaciones de selva en selva. Hasta sabía usar el kalashnicov, y su comportamiento, su modo de hablar era el del “comando”; todos lo sabían y todos la temían. ¡Cómo la habían empobrecido siete años de brutalidades! Su rápido y profundo cambio me impresionó todavía más que el de Abu, su hombre. Me di cuenta un día cuando la oí regañar a unos chicos ruidosos: «Di pa dae pan sleep... du ya» (¡el abuelo está durmiendo... por favor!). Desde que vino a trabajar conmigo el padre Chema, mucho más joven que yo, me convertí para todos en “el abuelo”, al que había que reverenciar y proteger. Cuando las pedradas se ensañaban, en aquellos tres o cuatro días de enfrentamientos a hoja de cuchillo, a palos bien provistos de puntas de clavo, a cócteles molotov preparados por los más pequeños y lanzados por los más grandes, me decían: «Abuelo, no te quedes aquí... nos ocupamos nosotros... métete dentro, ¡que si te pilla una piedra!». «Abuelo, piénsalo bien, eres viejo... que si te mueres... ¡qué vamos a hacer nosotros!». Y yo les hacía los cuernos con los dedos: «Os bendeciré a todos y os enterraré bajo la entrada de la cancela, y así me oiréis pasar». Conociendo su capacidad para la ironía, sabiendo que siempre están dispuestos a hacerme alguna, teniéndoles siempre alrededor, ruidosos y a menudo discutiendo, comprendí lo grande que era su sufrimiento, su terror, en aquellos días de mediados de mayo. Estaban silenciosos, todo lo contrario que cuando discutían. Notaban la presencia de los rebeldes a las puertas de Freetown y tenían miedo. Miedo de los rebeldes que les hubieran tratado como a desertores, miedo de los civiles que les verían siempre como a rebeldes. Puesto que sabían dónde se encontraba su “boss” (jefe, ndt), ellos, que presumiblemente le habrían protegido llevándole entre las filas de los rebeldes en el caso de que entrasen en Freetown, pero al menos salvándole del linchamiento, les dije: «Entiendo vuestra angustia. Si queréis, si así os sentís más seguros, volved con vuestro jefe. Después veremos qué se puede hacer». Ninguno se fue. Habían roto con las armas. De hecho, dos de ellos a los que habíamos reunido con sus padres, fueron hechos prisioneros por los rebeldes, que los volvieron a armar y a vestir con los monos del ejército. A la primera ocasión, se deshicieron de las armas y de los uniformes y, evitando los bloqueos que los rebeldes habían rehabilitado, volvieron con nosotros a San Miguel. Fueron días de horror para tres muchachas, la menor de trece años. Llevaban las letras RUF (Frente Unido Revolucionario) tatuadas con cuchillo en el pecho. «¿Por qué os han tatuado?». «Se lo hacían a todo el que intentaba huir». Buscaban la forma de borrar ese tatuaje, que las delataba y las ponía en peligro. Estaban dispuestas a cualquier sufrimiento con tal de lograr su intento. Usaban una sustancia ácida que producía una semilla local y, aplicándosela repetida y dolorosamente, se hicieron una herida parecida a una profunda quemadura. «Todavía se ve», decía la más pequeña observando la herida de la amiga. «Mañana lo quemaremos un poco más». ¡Cuánto sufrimiento! Teníamos nuestro plan de emergencia. Nuestra habitación da a la playa. Pusimos lo más a mano posible la barcaza que habíamos construido para pescar. Si los rebeldes se lanzasen sobre nosotros, habríamos embarcado una cincuentena de los más pequeños y a los que les costaba andar porque estaban heridos. Un buen número habría conseguido escapar con los pocos y desvencijados medios de transporte de los que disponíamos. Los mayores lo habrían hecho a pie. Todos sabían cómo liar su atillo. Ávidos y esperanzados, se esperaba que la situación acabase en lo mejor. «¡Evacuad! ¡Están bajando por la colina!». Así nos advirtió la radio por la que manteníamos nuestras únicas comunicaciones. Habían malinterpretado algunos fusilazos entre “amigos”. No podíamos hacer caso de cada rumor. Los nervios de los niños habrían estallado. No era fácil transportar a más de 150 muchachos. ¿Y después? ¿Dónde habríamos podido encontrar los dos sacos de arroz que normalmente necesitábamos para quitarles el hambre? Así, permanecimos conteniendo la respiración durante el día y con los oídos bien abiertos de noche. Gracias a Dios y a ochocientos paracaidistas ingleses, el peligro pasó y pudimos incluso reanudar la escuela y todas las actividades cotidianas. Hasta yo respiré porque podría llevar a cabo un plan de trabajo que me debía llevar al exterior. Durante la crisis, todos los extranjeros habían seguido el orden de evacuación que dictaron las embajadas. En San Miguel sabíamos bien que no podíamos marcharnos. La elección de permanecer, pues, no fue difícil. Abandonar a 153 chicos amenazados tanto por los rebeldes como por la población local habría sido un acto que implicaba una responsabilidad moral tal que no te habría dejado volver a dormir si hubiese pasado algo grave. La elección había sido tomada desde el principio. Todos lo sabían y nadie vino a pedirnos que nos fuésemos. «¿Tenías miedo?», me ha preguntado estos días un chiquillo desde un banco de clase. «Mucho». «Y ¿qué hiciste?». «No te lo digo, pero te lo puedes imaginar... visitas continuas». «¿A la iglesia?». «También, pero no sólo... a menudo a un lugar mucho más humilde».
Padre Pepi Berton

Vacaciones
Hace tres años una compañera me invitó a que hiciera el papel de Calígula en una representación que organizaba el profesor Zaffaroni, pues yo hacía teatro. Pasado algún tiempo, entré en una depresión que me obligó a retirarme de la universidad, mis amigos me dieron la espalda cuando más los necesitaba. Perdí un poco la confianza en Dios y sentía que no valía nada. Un día decidí llamar por teléfono a aquel profesor que me había invitado hacía tres años a unas reuniones en que se juntaban a leer un libro, hablar y compartir. Me sentía demasiado solo y comencé a ir asistir de nuevo. Me recibieron muy bien, y hasta me invitaban a cenar juntos, ver películas en el cine y conocer a otras personas. Empecé verdaderamente a experimentar cambios en mi vida. En una de estas reuniones o mejor dicho, escuela de comunidad, se habló de unas vacaciones que pasaríamos juntos en una de las montañas de mi Puerto Rico. Yo estaba preparado para ello. Al fin llegó el día esperado; había personas que nunca había conocido, incluso un joven que venía de California a compartir con nosotros en las vacaciones: Guido Piccarolo. Duraron 3 días y 3 noches, pero me parecieron eternas. El día de la llegada, luego de la cena nos conocimos todos y fuimos a la cancha a jugar diferentes juegos y cantamos muchas canciones dirigidas por Raffaello con su guitarra. Al día siguiente nos levantamos temprano y nos fuimos a caminar por una montaña muy alta; para llegar a la cima teníamos que cruzar 3 veces un río, y todos nos quitábamos los zapatos y ¡al agua! Al volver tuvimos una pequeña reunión con Guido, que nos contó cómo había conocido a esta comunidad de amigos. Fue tan hermoso su testimonio que yo me vi retratado y fue allí cuando pude ver claramente por qué CL había llegado a mi vida. Otro día nos fuimos a la playa; allí un grupo subimos a ver un lado del mar y, ante el hermoso paisaje que se habría delante de nuestros ojos, rezamos el Ángelus en honor a tanta belleza. Durante la fiesta de esa noche, para la que se nos había pedido que preparásemos alguna actuación, pronuncié un monólogo que trataba de mi vida y de cómo conocí CL. El domingo fuimos a la iglesia temprano; después acompañé a Daniel al aeropuerto a llevar a Guido de regreso a California. Para mí era como si conociera a este amigo de muchos años y tan solo lo había conocido unos días atrás. Nunca había tenido unas vacaciones como estas. Me sentía junto a mis seres queridos; no sentí preocupaciones de ninguna clase durante todo este tiempo. Me di cuenta de que hemos sido creados unos para los otros, que lo que el Creador ha hecho lo hizo para mí y para ellos. No tengo palabras para describir lo que sentí, la alegría de mi corazón por estas personas, el deseo de que el mundo entero tuviera y sintiera lo mismo. Todo fue posible gracias a ese Hombre del que tanto recibimos, pero a quien pocos conocen.
Puerto Rico

Ojos de niño
Queridísimo don Giussani: Nuestra hija mayor, Matilde, alumna de enseñanza primaria, ha escrito esta redacción a la vuelta de una salida de estudios con el colegio.
«La penúltima noche de nuestra convivencia en Riva del Garda fuimos a la orilla del lago después de la cena. Allí nos sentamos en la grava y el profesor de música nos invitó a cantar. Era una noche sin luna, pero con muchas estrellas. Ante nosotros se extendía un brazo de tierra rocosa, alrededor de la cual se enredaba el agua, un agua clara con los reflejos de las barcas amarradas al muelle y de las estrellas. En el brazo de tierra, un poco escondido entre las rocas, se erguía un Santuario dedicado a la Virgen. Sobre un alto montículo, la roca iluminada del Castillo se alzaba pequeña y gris. Yo miraba el espectáculo y pensaba: “jamás veré algo tan bonito como esto”. Entonces me sentí pequeña, y durante un instante sentí miedo. La luz del Santuario resplandecía, como para ayudar a las estrellas a iluminar la tierra. Sentada en las piedras, cantaba y las miraba, contenta por haber tenido la suerte de ver un espectáculo tan hermoso. Gracias a esta experiencia he comprendido que la naturaleza y las cosas bonitas son muchas y grandes, y no sólo lo son las cuatro cosas que me divierte hacer. He entendido que si uno sabe mirar lo entiende todo, todo se hace hermoso, incluso las cosas que antes no te interesaban y te parecían de niños. Y encuentras más hermoso hasta hacer los deberes, ayudar a mamá o a papá en las tareas de casa, e incluso se hace más bonito ir al colegio. Basta saber mirar, como las estrellas, que con sus grandes ojos, miran asombradas lo que hay a su alrededor».
Luciano y Eugenia, Cernusco

Pertenecer a un pueblo
Publicamos una carta enviada a algunos amigos de «Rusia cristiana».
Queridas Giovanna, Delfina, Maria Rita y hermanas: Os deseo a todos lo mejor en la más hermosa de las fiestas, la luminosa Resurrección de Cristo, y me urge comunicaros algo que se agita en mi interior desde hace poco tiempo y que deseo compartir con vosotros de forma especial. Incluso si las palabras que don Giussani pronunció durante el encuentro con el Papa el 30 de mayo de 1998, «Cristo mendigo del corazón del hombre y el corazón del hombre mendigo de Cristo», fuesen las únicas que hubiese dicho, me bastarían ya para ser feliz por pertenecer a este pueblo. En él somos llamados y movidos hacia la unidad por amor al destino de cada uno de nosotros. Y cuando esta relación apasionada con la realidad se hace especialmente difícil, cuando parece que no se consigue responder a las necesidades de la gente, al grito y el llanto de su corazón, aun entonces se sigue estando alegre como siempre, es más, como nunca (porque cada instante es irrepetible). Reconocer que nuestra razón nos descubre las razones para creer es una confirmación importante para todos nosotros. Entonces las dificultades no son ya un obstáculo y la realidad se convierte en camino hacia la Verdad. Gracias por vuestro afecto y por el camino que estáis haciendo junto a mí. Siento vuestros corazones cercanos al mío.
Rusia

La gracia
Querido don Giussani: Este año he participado por primera vez en los ejercicios de la Fraternidad. Durante el viaje estaba muy emocionado por el gran deseo que tenía de verte. Tengo 36 años y conocí el movimiento a los 15, pero jamás te he visto ni conocido personalmente. Así, con todo el arrojo que me ha sido posible me he adherido, pero tenía en la cabeza mi propio proyecto, mi sueño: conocerte. Cuando llegué a Rímini, poco a poco me di cuenta de que todo me hablaba de ti porque tenía ante mis ojos la grandeza de lo que ha nacido de tu “sí”. Además me ha conmovido ver en torno a mí los rostros de todas las personas que, discreta pero incesantemente, el Señor me ha puesto cerca en estos 20 años. Mi amigo de GS con el que estudiaba música, mi profesor de religión, don Enzo, que cuando me vio volver, tras años de abandono por mi parte, abrió de par en par los brazos diciendo: «¡No me puedo creer que estés aquí!», y me abrazó. Viendo todos aquellos rostros es como si todo se llenase de significado. Lo más hermoso ha sido experimentar de nuevo, después de 20 años, aquel encuentro; verificar que Jesús no estaba relegado a los recuerdos nostálgicos de GS, sino que estaba aquí, ahora más fuerte que nunca, para aferrarme y acompañarme en mi camino hacia el destino. Al final, tú apareciste en la pantalla, y cuando te vi, lleno de esa esperanza, de esa certeza, mi corazón se deshizo en lágrimas; eran lágrimas de alegría, porque viéndote tuve claro lo que nos habían dicho: «el misterio ha entrado en nuestra vida a través de una carnalidad, a través del “sí” de María». Como santo Tomás, quería tocarte y verte; pero el Señor me ha dado mucho más: la gracia de tocar con la mano lo que el espíritu ha hecho posible a través de ti.
Carla, Forlí

Sobre el conocimiento
En la pared de mi “despacho” tengo una cita de Ramón y Cajal. Un compañero que pasaba por aquí la leyó y le dije: «¿Te ha gustado?», él respondió: «No demasiado, porque si impregnamos las cosas de emoción y simpatía no podemos ser objetivos». Yo le dije simplemente: «Es lo único que nos diferencia de las máquinas». ¡Ya ves qué triste!, en lo científico la mentalidad común es ésta: si reconocemos la belleza de las cosas perderemos la objetividad, es decir, la investigación quedará falseada.
Javier, Madrid

El estudio
Cuando estudio disfruto realmente; entender las cosas, resolver problemas, arriesgar hipótesis con mis profesores, todo esto da mucha satisfacción. Sin embargo, cada vez que tengo que sentarme delante de un libro tengo que poner en juego toda mi libertad. Que el estudio no sea automático es algo bueno, porque implica que tenga que preguntarme si vale la pena hacerlo y por qué. En los últimos días del curso me he dado cuenta de que tener las razones muy claras no es suficiente, no garantiza mi adhesión. He experimentado una debilidad frente a la distracción y un consiguiente dolor por no ser capaz de hacer el bien que quiero. Yo sola no puedo nada, y la fidelidad, la seriedad, no son capacidades mías. Una vez, en Messina, un amigo nos preguntó qué tenía que ver el estudio con Cristo, con lo que nos decíamos, y nosotros no supimos contestar. Entonces, nos invitó a que hiciéramos un trabajo estudiando. En el encuentro siguiente, nos descubrimos todos con las mismas preguntas, sobre todo los de ciencias. Un poeta puede hablar de los deseos de su corazón, pero lo que tiene que ver Cristo con la relación entre ácido sulfúrico y sosa... aquí ¿cómo se reconoce? ¿en qué consiste el trabajo? Entonces Lirio, nuestro amigo, dijo que el trabajo era personal y que a esto no podía contestar él por nosotros; no se trataba de estar buscando en cada página del libro algo que pudiese contestar a la pregunta, sino de estudiar a fondo y hacer un juicio, ver qué es lo que corresponde, y siempre empezar el estudio pidiendo que el Señor se manifestase. Por lo que a mí respecta, me di cuenta de que el estudio me corresponde porque es conocer un poquito más la realidad, es saciar un poco mi sed de conocimiento. En la química reconozco un orden, una regularidad en las estructuras, una lógica en los procesos, que no puede dejar de asombrarme. Admitir que el caos haya engendrado el orden me parece una hipótesis bastante irrazonable; tiene que existir Alguien que haya guiado las contingencias. Estudiando a fondo empecé a disfrutar más; a través de las preguntas que me surgían emprendí relaciones preciosas con muchos profesores: podía reconocer los nexos entre una asignatura y las demás; conociendo más era más capaz de hacer hipótesis o contar lo que me gustaba con ejemplos que pudieran entender también los que no estudiaban químicas, y ¡llegué también a disfrutar de los exámenes!
Giovanna, U.A.M. Madrid

Sé de quién soy
Las circunstancias que el Señor nos da son para que descubramos quién es Él. Todo comenzó con la visita de dos amigos en una noche de invierno. Vinieron personalmente a mi casa a comunicarme que tenía un cáncer linfático. El diagnóstico era severo y el camino que se avecinaba, largo y tortuoso. Dios me acompaña siempre; ¡Qué cierto es! Luego, la visita de otros tres amigos sacerdotes que me trajeron el sacramento de la Unción de enfermos; la sencilla y tenaz oración de tantos amigos y sus hijos... Han sido una sucesión de acontecimientos; como si quisiera mostrarnos su Gloria de una manera rotunda. ¡Cómo no vamos a estar agradecidos!, es tan grande lo que Él ha hecho en mi vida continuamente que esta noticia no la podía ver como un mal. ¿Qué querrá de mí? Seguro que es para el bien del mundo. Un dolor así para ti y los tuyos debe ser horrible si estás solo, pero si el Señor está contigo... En seguida Belén (mi mujer) y yo fuimos reconociendo el privilegio y la gracia que suponía para nuestra familia. Dios siempre da lo que nos conviene. Nuestro pensamiento fue: «Aquí estoy, Señor, hágase tu voluntad». La experiencia de su Presencia, el bien de cada día que ha transcurrido, no nos los puede quitar nadie. Es algo que hemos recibido, y para siempre. Le pertenecemos un poquito más; o mejor, tenemos un poquito más de conciencia de que le pertenecemos y, por tanto, de que nos pertenecemos. La oportunidad de mirar la realidad en su significado último, la cercanía real, realísima, de tantos amigos que con su fidelidad han ido, ciclo tras ciclo, semana tras semana, acompañándonos de una forma sobrecogedora, forman ya parte inseparable de nuestra historia vocacional. En ningún momento, ni cuando supimos la gravedad del asunto, ni cuando la fatiga y el sufrimiento dibujaban - aparentemente - la escena de nuestra casa, ha aparecido en nuestros corazones la queja o el resentimiento. «Lo que vivimos es un misterio, pero no es malo», nos recordábamos. Recuerdo especialmente, inmediatamente después de conocer la noticia, la llamada de un amigo: «Vosotros dais la vida por el movimiento. El movimiento es vuestra casa; disponed de ella según vuestra necesidad». Toda nuestra amistad es para la realización de mi persona, ¡qué impresión! En los momentos más cansados y dolorosos los amigos me han ayudado a ofrecer. Podría describir muchas escenas. Fundamentalmente queda un poso de gratitud hacia el Misterio, el único que nos aguarda cada día, que cuida y sostiene amorosamente a cada ser humano. No sé qué será de mí mañana. Pero sí sé de quién soy, y que en las circunstancias que vivo se asoma discretamente, pero con todo su poder, la ternura rebosante de Aquél que nos hace en cada instante. ¡Si Tú estás conmigo, no tengo miedo a nada!
Juan Ramón, Madrid

Como un hijo con su padre
Querido don Gius: ¡Es verdaderamente conmovedor que el Misterio se identifque y salga a mi encuentro de un modo familiar y amigo, a través de tu humanidad! Al igual que los discípulos hace dos mil años, al verte y oirte en los ejercicios, yo también he dicho: ¡éstas son palabras de vida eterna! ¡Participando en los ejercicios, todo lo que ha sucedido durante el año, ha vuelto a ser amigo porque lo reconozco como Su modo de obrar en mi!
Este último mes, he tenido que estar en silencio por una enfermedad en las cuerdas vocales. Antes de irme a casa de mis tíos (para estar sólo y no hablar, porque estando con gente es muy difícil estar callado), me dijo Javier esta frase de san Cipriano: «Cuando crece el Verbo, callan las palabras». Y un amiga me comentó: «Que crezca el Verbo quiere decir que las cosas son; que “la vita c’è e c’è Cristo”; por tanto, la realidad habla y señala discretamente a Aquel que la hace, porque todo en la vida pide la eternidad». Misteriosamente, he entrado en estos días de la mano de estas dos personas y de lo que me dijeron; ellos han sido la “mano” bondadosa de Jesús que hace de la vida un trabajo fructífero. La fatiga que ha supuesto estar en silencio durante un mes ha sido para poseer. ¡Qué distinto es vivir la vida como un huérfano, a vivirla como un hijo! Los días, que transcurrían con bastante orden, han ido desvelendo muchas cosas que me gustaría contarte. La primera, que la unidad con los otros dos sacerdotes con los que vivo en una casa del Studium Christi no es un añadido a mi vida sino algo esencial. No está a merced de nuestra debilidad e imperfección: es un dato. No podía hacer nada, sin acordarme de Bernabé y Jorge, que tenían que realizar el trabajo que me correspondía a mí. Tenía el deseo de contribuir y ser útil ofreciendo lo que tenía entre manos. La segunda, a quién pertenezco. Me he sorprendido estos días, reconociendo la cantidad de personas que tejían mi conciencia. Personas y momentos de personas dadas por Cristo que despiertan en mí una simpatía sin freno. Y es este amor por mí lo que ha generado la amistad con ellas. Ayudado nuevamente por ti, he reconocido que pertenezco no a ellos, sino a la unidad con ellos. Siendo el mayor sacrificio no poder participar físicamente en los gestos, la unidad con ellos no sólo no ha disminuido sino que ha crecido, al responderLe en el lugar donde Él me quería en ese momento. La tercera, que persona y misión coínciden. Los sábados y los domingos venían a comer mis tíos, y casi siempre invitaban a amigos (nos juntábamos a comer entre 20 y 25 personas). La mayoría de ellos son grandes empresarios, abogados o médicos, que aparentemente lo tienen todo porque les va bien en la vida, y sin embargo, decían con sorpresa: «Tu sobrino da paz; cuando estamos aquí, participamos de su alegría... »; o el deseo de lo guardeses, que me conocen desde hace 25 años, de que me quedara a vivir allí. ¡Verdaderamente uno lleva consigo lo que le ha sucedido! Se me ha hecho evidente que es Él quien obra, el que actúa, (yo no podía hablar, sólo estaba presente), pero quiere hacerlo a través de nuestra humanidad. Repetía contigo: «No me siento digno de lo haces por mi, Tú que amas tanto a uno como yo... pero si Tú quieres, tómame». La cuarta, como decías en los ejercicios, «¿cómo puede esperar un hombre que lo tiene todo en sus manos, pero no tiene el perdón?». La necesidad del perdón, de esta Presencia que me regenera, se me ha hecho cotidianamente imprescindible para no sucumbir a la desesperanza que se introduce en la vida por la imperfección de cada acto y por la debilidad que en el silencio se hace más clamorosa. He tenido una ocasión privilegiada para el diálogo con Cristo. Es verdad que el protagonista de la historia es el mendigo, alguien que por pedir lo recibe todo, porque Él es todo, y si le dices: «Ven, manifiéstate», viene y se manifiesta. El día antes de irme y el primer día que pude hablar, me confesé. Confesé este amor más grande que mi debilidad y mi pecado. Un amor que regenera de raíz y hace nuevas a las personas y a las cosas. Por último, aunque parezca un poco banal, he aprendido a cocinar un poco mejor. Uno de mis tíos hace la comida todos los sábados y domingos, y la hace fenomenal. Aprendió de su madre. Yo he hecho de “pinche” todos estos días, y me ha conmovido ver cómo afirma a cada persona que viene a comer cuidando hasta el último detalle la “materia prima”. La trata como a algo vivo. No sólo he aprendido cómo hay que cocinar los platos, sino también la humanidad que hay detrás. Viéndole cocinar, me he acordado de Carras y también del Señor, porque cada comida se convertía en la ocasión de compartir la vida. Mi corazón está agradecido y alegre porque Cristo vive y vence. Lo he experimetado en a través de la gratuidad y del interés de mis tíos por mi. Y por Cristo, que discretamente y con cortesía se hacía presente a través de lo que sucedía. He ofrecido alegremente este tiempo por ti y por el pueblo que ha nacido de ti, por mi familia y por la gente que el Señor me ha encomendado en la Parroquia, para que Cristo sea cada día más todo en todos. Como me escribiste con ocasión de mi ordenación diaconal, «¡Affidandoti a Maria nella passione per Suo Figlio!». En comunión, tu hijo.
Emilio, Madrid

Incredulidad
Mi hermana ha renunciado a abortar. Ayer por la noche me dijo por teléfono que la habíamos convencido e iba a tener el bebé. El sábado, cuando fui a su casa al mediodía, no tenía la intención de convencerla; sólo quería entender las verdaderas razones de su decisión. El ginecólogo le había diagnosticado un embarazo doloroso y el riesgo de perder un riñón. Salí convencidísmo de que no cambiaría jamás de idea: lo único que me quedaba por hacer era rezar por que sucediese el milagro. Estoy seguro de que no tengo ningún mérito en su cambio de decisión, porque era verdaderamente inamovible y no quería atenerse a razones. Aún rezando, no di jamás crédito hasta el fondo a la posibilidad de que el milagro pudiese suceder realmente. Ahora, aparte de estar algo avergonzado por no habérmelo creído, estoy asombrado y no sé qué pensar: hasta don Silvano me decía: «Si no creemos nosotros, que somos cristianos, en la posibilidad de los milagros, ¿quién debería creer? Reza y muéstrate misericordioso hacia ella» Debo decir que en la práctica no hecho ninguna de las dos cosas, porque rezaba sin creer y no me sentía precisamente misericordioso.
Max, Buccinasco

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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