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Huellas N.7, Julio/Agosto 2000

VIDA

«Me has preparado un cuerpo, de la Iglesia ¡he aquí que vengo!»

Joseph Ratzinger

Homilía del cardenal Joseph Ratzinger con ocasión de las ordenaciones sacerdotales de Juan Luis Barge y Matteo Stoduto, y de diáconos de Alessandro Camilli, Martino De Carli, Mario Grignani, Wojciech Janusiewicz, Silvano Lo Presti, José Medina y Giuseppe Tamburini. 24 de junio, catedral de la diócesis de Porto Santa Rufina, La Storta, Roma


Queridos hermanos en el sacerdocio, queridos ordenandos, queridos hermanos y hermanas, en este día de nuestra celebración coinciden dos fiestas de la Iglesia que nos ayudan a comprender la realidad, el acontecimiento de este día: la fiesta del precursor del Señor, Juan Bautista, y la gran fiesta eucarística de la Iglesia, el Corpus Christi.
San Juan se autodefinió como «voz», voz que llama a la penitencia, que llama a la conversión, voz que invita a preparar los caminos por los que podrá después entrar Cristo, el rey y salvador. Los padres de la Iglesia conjugaron esta autodefinición del precursor como voz con el título más profundo de Cristo que aparece en el cuarto evangelio: Cristo - nos dice san Juan evangelista - es el Logos, la Palabra, la autoexpresión creadora del Padre. Cristo es la Palabra y san Juan es la voz que sirve para que sea perceptible, para que sea accesible, para que esté presente en nuestro mundo esta Palabra eterna que se ha hecho carne. Podemos decir que san Juan, siendo la voz para esta Palabra, vive una vida de servicio, una vida no para sí mismo, sino de autodonación, una vida que se da por otro.
San Juan es la voz de la Palabra. Reflexionando sobre este nexo entre voz y Palabra podemos comprender, en primer lugar, que la existencia para el servicio, la existencia diaconal, no es algo transitorio, no es algo temporal en la vida, en el sacramento de la ordenación: es una dimensión permanente, también para los sacerdotes, para los obispos, para el Papa, porque Cristo mismo ha seguido siendo diácono y san Juan, su precursor, es totalmente voz para otro, no vive para sí mismo, sino para otro. Estar al servicio, ser servidor, ser diácono, es una dimensión fundamental del sacramento del orden y vosotros, que recibiréis hoy este orden, entráis así en una profunda comunión con la historia de Cristo, prefigurada y vivida con antelación por el Precursor. Juan es voz, es diácono, está al servicio de otro. Podemos así comprender también que el ministerio de la palabra no es sólo una función, sino una realidad existencial y esencial en la vida del diácono, del sacerdote. Podemos ser voz de la Palabra sólo si nuestra vida está impregnada por la Palabra, sólo si vivimos nuestra vida en la Palabra. Los padres griegos decían que nuestra existencia tenía que ser una existencia para la Palabra y de la Palabra. En otros términos, las palabras que nosotros podemos pronunciar convencen sólo si nuestra misma vida es Palabra, si está alimentada por la Palabra, si vive de la Palabra.

Sobre su pecho
Pensemos en la historia conmovedora de la Última Cena, en la que san Juan nos cuenta que el discípulo amado se había recostado sobre el pecho del Señor. Este pasaje nos lleva a pensar en el comienzo del Evangelio donde se dice que el Hijo viene del seno del Padre, está en el pecho del Padre y por tanto nos hace ver al Padre. Estar al servicio de la Palabra presupone estar en relación profunda con Aquél que es la Palabra, estar sobre el pecho del Hijo del mismo modo que Él está sobre el pecho del Padre, beber de su corazón la Palabra, vivir cerca de su corazón, del cual se bebe la Palabra de la vida. San Pablo nos dice lo mismo con otros términos, diciendo que debemos tener los mismos sentimientos de Cristo. ¿Cuáles son los sentimientos de Cristo? San Pablo responde: se humilló hasta la cruz. Y precisamente humillándose ha superado la soberbia de Adán, la soberbia que destruye a la humanidad. En la humildad de esta bajada hasta la muerte ha transformado la miseria humana, perdiéndose se ha convertido realmente en dominador del cielo y de la tierra. Y aquí escuchamos la palabra del Señor: sólo el que se pierde se encuentra verdaderamente; quien quiera guardar su vida para sí mismo la pierde y quien pierde su vida la encuentra. Perder la vida es el gran movimiento del amor, que es el movimiento del diácono, el movimiento de san Juan Bautista y finalmente el dinamismo de Cristo mismo. Entremos en estos sentimientos de Cristo y aprendamos así la Palabra para convertirnos con nuestra propia vida en palabra de Cristo y de la Vida.
Llegamos así a la otra fiesta que celebramos en este día: la fiesta del Corpus Christi. Es una fiesta nacida en la Edad Media, y quizá por eso los reformadores del siglo XVI, y un poco también los reformadores de la liturgia de nuestro siglo, la han despreciado en un cierto sentido: algo medieval no puede ser - se decía y se dice - algo grande, profundo. Preguntémonos entonces: ¿aporta verdaderamente esta fiesta algo nuevo a la gran tradición eucarística precedente? La novedad aparecida en el siglo XIII es el culto de la adoración eucarística: al nacer esta fiesta comienza el uso de la custodia, de las procesiones, del sagrario, y también el silencioso coloquio frente al sagrario en el que encontramos verdaderamente al Señor, vemos su presencia, escuchamos su palabra, sentimos que está presente. Según los reformadores del siglo de la Reforma, todo esto era un paso equivocado, era un grave error, porque la eucaristía, bajo las especies del pan y del vino, habría sido creada para ser comida, no para ser mirada; el Señor habría querido sólo la celebración de la cena y la comunión en la celebración.

Alimento nuevo
Pero llegados a este punto debemos preguntarnos qué es la comunión y cómo podemos comer este pan, comer al Señor mismo. Lo que comemos en la comunión no es un trozo de materia; este alimento es un alimento completamente distinto: es el Hijo de Dios hecho hombre. Comer este nuevo alimento no es, por tanto, comer cualquier cosa, sino que es un encuentro de mi “yo” con el “yo” del Hijo de Dios, es una comunión de corazón a corazón. La comunión eucarística no es algo exterior: la comunión con el Hijo de Dios que se da en la hostia es un encuentro con el Hijo de Dios y por eso comulgar es adorar.
Podemos recibirlo sólo adorando, abriendo toda nuestra existencia a su presencia, abriéndonos para que Él sea la fuerza de nuestra vida. Lo describe san Agustín cuando habla de sus visiones, en las que ha escuchado al Señor eucarístico decirle: «Este es un alimento distinto, tú no debes asimilarme a mí, sino que debes ser asimilado por mí». Por tanto, comulgar es adorar. La adoración no es incompatible con la comunión, es la profundidad de la comunión, y sólo adorando entramos verdaderamente en comunión con Cristo. Con la adoración la comunión con Cristo se hace infinitamente más profunda. Conocemos la bendición que ha traído la adoración silenciosa en nuestras iglesias, sabemos que los mayores santos de la caridad se han alimentado de la adoración de Cristo presente, porque adorándole han aprendido su amor, han comido y bebido su amor hasta el final y se han convertido ellos mismos en amor viviente. Podemos comulgar bien sólo si la comunión se extiende, se hace más profunda, se concreta en una adoración que recibe realmente el misterio de esta presencia.
Sin embargo, la adoración, que forma parte del misterio eucarístico y es dimensión íntima de la comunión, tiene también una conexión más profunda con el misterio de la voluntad del Señor. Debemos preguntarnos: ¿cómo es posible que Jesús se haga alimento, que podamos comer a Jesús? Sólo es posible porque en el acto del amor hasta el final en la cruz y en la resurrección se ha transformado de “ser viviente” en “Espíritu dador de vida”, como dice san Pablo. En la cruz, en la autodonación, en la resurrección, se ha convertido en Espíritu dador de vida, y así es sacramento para nosotros. Esta donación que lo hace alimento, Espíritu dador de vida, es adoración.

Transformación del mundo
La eucaristía no es por tanto una cena en la que se distribuye algo, sino que es presencia de esta transformación en Espíritu dador de vida, es presencia de este dinamismo de acceso hacia el Padre. Es el Señor el que abre la puerta, como dice la carta a los Hebreos; sólo entrando en este camino de transformación del Señor, sólo entrando en este gran acto de la adoración en el que el mundo se transformará en amor, podemos participar bien en el misterio eucarístico. El misterio eucarístico tiene este cumplimiento: no sólo la transformación del pan y del vino, sino nuestra misma transformación y la del mundo en hostia viviente. Y si nosotros, sacerdotes, en el momento de la consagración pronunciamos las palabras del Señor - «Este es mi cuerpo, esta es mi sangre» -, si el Señor nos presta su boca para expresar estas palabras de conversión del pan y del vino, entonces nos decimos estas palabras a nosotros mismos y al mundo y pedimos para que el Señor nos transforme y nos convirtamos nosotros mismos en adoración, en hostia viviente. Santo Tomás dice que el contenido último de la eucaristía es la charitas, es el amor. La presencia del Señor sirve para transformarnos, para transformar el mundo en adoración, es decir, en un acto de amor y glorificación de Dios.
Por último, quisiera mencionar el comienzo de la vida de Jesús tal como se describe en la carta a los Hebreos. Esta carta nos dice que la encarnación se realiza en un diálogo entre Padre e Hijo. El Hijo dice: «Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has preparado un cuerpo. Entonces dije: ¡He aquí que vengo!». En estas palabras se resume toda la vida de Jesús: es la palabra de la encarnación y la de la crucifixión unidas. “Me has dado un cuerpo, ¡he aquí que vengo!”. Es la palabra sacerdotal, es la vida de Cristo. Y si nosotros aceptamos la ordenación al sacerdocio, entremos en esta palabra, queridos amigos, digamos también nosotros en este momento: «Un cuerpo me has preparado, ¡he aquí que vengo!; no quiero dar algo, una parte u otra; un cuerpo me has preparado, quiero darme a mí mismo: ¡he aquí que vengo!».
En este momento pedimos por vosotros, queridos hermanos todos, para que toda vuestra vida se sitúe en esta palabra y podáis ser así verdaderos diáconos, verdaderos sacerdotes de Cristo. Un cuerpo me has preparado, me has dado a mí mismo, ¡he aquí que vengo!

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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