“Tiempo de reflexión” o Semana Mayor, son definiciones eufemísticas que leemos en la prensa frecuentemente cuando se habla de la Semana Santa. Hasta sin darse cuenta, el articulista o el reportero se pliegan a la escrupulosa evasión de la palabra “santa”, y de las tradicionales actitudes de estos momentos. Es un pecado político llamar abiertamente a la conversión o siquiera mencionar lo religioso, en la difusión de una mentalidad que exige restringir la fe –y más específicamente la fe cristiana– a la penumbra de capillas u oratorios privados. Callamos.
Pero la Semana Santa no fue hecha para pasar bajo la mesa; conmemora la exposición declarada, desprovista de mundana prudencia, del Señor como desafío al poder. Desde los episodios de Lázaro revivido y los mercaderes expulsados del templo, Jesús supo que su aprehensión y comparecencia ante jueces amañados y verdugos sedientos de sangre serían un hecho. Para espanto de sus discípulos subió a Jerusalén, donde la aparente popularidad en su recibimiento ni por un instante le engañó. El Hijo del Hombre sabía del cáliz amargo que le esperaba y sus amigos conocían el peligro al que se exponía yendo a la pascua judía. Sin ese trago amargo de nada hubiera servido que Dios se tomase la molestia de hacerse hombre. «Si el grano de trigo no cae por tierra y muere no da frutos» (Juan 12), había dicho con intensa gravedad a sus discípulos. La Semana Santa no es tiempo de cobardes, conmemora la suprema valentía y preludia la suprema alegría: la Resurrección.
Por ello, aunque son días de memoria y penitencia, no es tiempo de encerrarse, mucho menos momento de discreción pusilánime: todo lo contrario. Semana Santa no puede ser un tiempo que nos presente solamente la opción de la diversión inconsciente, de la embriaguez y el hedonismo en las playas, o el ceño fruncido en el secreto de los ritos parroquiales. Es un tiempo de misión y apostolado, va mucho más allá de hacer de “buenos muchachos”.
Y la cruz ocupa lugar preeminente en estos días. El camino asciende a la montaña y la montaña es el Gólgota, la colina de la calavera, donde está por consumarse siempre el sacrificio de Dios Hijo. Está allá al final del camino pero la encontramos a diario y en todos lugares: es la cola para proveerse mezquinamente de lo que nuestro hogar necesita, es el acoso propagandístico a que se somete al pueblo con recursos que son de todos nosotros, es el miedo a la inseguridad o el desasosiego de haber perdido a alguien en la voraz estadística de la violencia, es la enfermedad o el fracaso, son los disgustos en la familia o el trabajo, es saber cuántos han tenido que dejar su tierra o cuántos languidecen en mazmorras por haber expresado su opinión, es dolor por los nuevos mártires que caen a miles en Oriente Medio, la cruz no solo está en el Gólgota ni en el Viernes Santo: somos un pueblo persistentemente en la cruz, somos Dimas y Gestas, ladrones a los costados del Crucificado.
Por ello es necesario que participemos en la calle, que expresemos nuestra solidaridad con Cristo que padece y con sus involuntarios compañeros de cruz. Queramos o no reconocerlo allí estamos también nosotros, sobre todo en países como el nuestro, donde la realidad nos llama a poner los pies sobre la tierra. El Vía Crucis está en toda la ciudad y es todo un pueblo quien lleva el pesado leño, como Jesús. La cruz es siempre un escándalo, el más público escándalo.
Con la semana que inicia el Domingo de Ramos culmina la Cuaresma, un tiempo fuerte de llamado a la conversión, es decir a la conciencia, a tomarnos en serio nuestra vida y a tomar en serio lo que Dios ha hecho y sigue haciendo por nosotros. La Semana Santa y la Pascua a que ésta abre camino son mucho más que sucesión de ritos y menos aún tiempo para la inconsciencia festiva. Participemos de corazón y pidamos adoptar la actitud que este momento necesita de nosotros en Venezuela y en el mundo.
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