Amigo de Su Santidad Francisco y del cardenal Parolin, y meticuloso organizador de las dos visitas del San Juan Pablo II a Venezuela, Monseñor Baltazar Porras Cardozo se mantiene como autoridad de primer orden en el episcopado del país. Caraqueño proveniente de familias de la región andina, la mano buena del destino le devolvió a estas tierras cuando su padre y maestro de vida eclesiástica, Monseñor Miguel Antonio Salas, lo recibió como su obispo auxiliar. Desde entonces su formación salmantina de teólogo e historiador se conformó a una existencia que alterna el podio de la vida académica, las vías terrosas de los pueblitos en la vasta arquidiócesis que abarca Trujillo, Barinas, Táchira y Mérida, y el debate político, donde también se mueve con propiedad contundente, siempre girando en torno a una apasionada vida de fe y celo pastoral. Desde sus inicios como prelado parece haber presentido el llamado del Papa Francisco “hacia las periferias de la vida”.
A sus 39 años, inusitadamente joven para su cargo, el novel obispo sintonizó rápidamente con la vida estudiantil de esta a veces turbulenta ciudad universitaria. Desde entonces ha mostrado sensibilidad y prudencia para la vida pública, en la cual sabe orientarnos con lucidez más que notable en estos tiempos. No obstante la evidente animadversión que le fuera profesada por el extinto presidente Hugo Chávez Frías, y por muchos de sus seguidores, así como las honestas críticas emitidas por el arzobispo sobre la gestión presidencial, quedará para la historia el momento cuando Baltazar Porras Cardozo aceptó de buen grado acompañar a Chávez en su temporal salida del poder, al darse los sucesos de 2002. Aún no se conocen detalles de aquel intenso encuentro, velados por la ponderación del prelado, quien entonces presidía la Conferencia Episcopal Venezolana, y sirvió como garante de la vida del que por un día había perdido la arrogancia del poder.
Como pastor, Monseñor Porras ha incitado la expansión de numerosos movimientos eclesiales en su diócesis. Desde 1988 un pequeño grupo de universitarios merideños se adhirió a la experiencia de Comunión y Liberación con su beneplácito y apoyo. Desde 1991, cuando fue consagrado arzobispo, se sumó al empeño por que la diócesis recibiera un sacerdote del movimiento, con la dicha de anunciar personalmente en 1993, concelebrando en la catedral con los padres Filippo Santoro y Leonardo Grasso, la venida de este último, quien traería el definitivo impulso educativo del carisma para que la presencia de Cristo a través del camino de don Giussani se esparciera a toda Venezuela. Desde entonces Monseñor Porras ha participado sistemática y entusiastamente en no pocos de los gestos de sus cielinos de Mérida. Presentó con nosotros El sentido religioso, cuando en el auditorio de la facultad de ingeniería se celebró este evento público, y en el foro “Vivir la universidad” dio testimonio de su experiencia vital de joven estudiante, de seminarista y de sucesor de los apóstoles, compartiendo generosamente las vivencias de una humanidad disponible y exponiendo su vivaz curiosidad. Nunca se niega Monseñor Porras a enaltecer y bendecir nuestros eventos.
Un laico en el Palacio Arzobispal
Poco ducho en el ambiente eclesiástico, mi encuentro con Comunión y Liberación me llevó a traspasar el umbral de ese centro de vida clerical que es el despacho de nuestros obispos. De la mano de don Filippo Santoro, y luego Massimo Cenci, Virgilio Resi y Giuliano Frigeni, las visitas a Monseñor Porras se hicieron frecuentes. Experimenta uno de inmediato su simpatía por el movimiento y su genuina curiosidad por nuestros gestos. Un corazón como el de este arzobispo simplifica el ambiente del imponente palacio manierista. En 2004, cuando Giancarlo Cesana me sugirió preparar una muestra sobre la arquitectura de la evangelización en el suroeste de los Estados Unidos, acudí a Baltazar Porras, el erudito, el investigador, y encontré esa constante actitud de afable acogida, lejana de la cortesía palaciega. Me abrió su biblioteca en una muestra más de esta amistad y los primeros acercamientos a escritos sobre aquel vasto y rico tema los hice con sus libros.
En 2007, siendo miembro de una comunidad relativamente pequeña como la que vive el movimiento en Mérida acepté la responsabilidad de presidir el Consejo de Laicos de la arquidiócesis que Monseñor Porras me fió. Hay que maravillarse ante la riqueza de la vida eclesial con que múltiples movimientos y asociaciones animan la Iglesia local, en realidad sigilosa y por ende poco conocida, e igualmente desarma todo prejuicio la amplitud y el afecto con que Monseñor Porras interactúa frente a cada carisma. La palabra “Libertad” ha sido, en aquella experiencia a su lado, una contraseña que desbarata todo preconcepto clericalista y allana las diferencias que plagan lo que debería ser siempre comunión franca y abierta por encima de diferenciar en procederes y expresiones.
Hombre de fe y razón
La mayor familiaridad que se experimenta entre nuestro carisma y este pastor es la sólida unión de razón y fe. Puede decirse sin temor a exagerar que Mérida es privilegiada teniendo como arzobispo a un permanente estudioso de la historia, observador de la política, un pensador incansable, un eclesiástico completo que deja ver en numerosos escritos y en sus homilías el sustento racional para una fe sin resquicios que le acerca continuamente a su pueblo. La pasión por el devenir histórico es equilibrada por el esencial llamado de Cristo a la sensatez y la humildad, lo cual sustenta en sus cartas pastorales pertinencia y equidad, providenciales en la crispante confusión y polarización que vive Venezuela.
Como laico agradezco la paternidad de Monseñor Porras, un pastor que sabe ver en el hermano –eclesiástico o no– el rostro de Cristo. No pocas veces ha hecho patente cuánto estima nuestra compañía en su arzobispado; ha sido motivo de sincera alegría ayudar en su servicio a Cristo y compartir la ocasión en que su pueblo, con honda afición, le manifiesta tanta gratitud.
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