Es poco conocida la historia de la Comunidad de CL en Venezuela, donde el primer encuentro se remonta a 1988: tres jovencísimas universitarias de la andina ciudad de Mérida quedan fascinadas por el encuentro experimentado en sus vacaciones italianas. Ha sido un inicio lleno de ricas vicisitudes; mientras tanto, un arquitecto de la misma ciudad es llamado sorpresivamente por monjas trapenses que han fundado en Humocaro, para que reconduzca el proyecto de lo que será su abadía. Es también 1988. En tres años, finalizada la primera etapa del monasterio las hermanas, provenientes del monasterio italiano de Vitorchiano, lo invitan a “un evento cultural en Italia”. Algo muy grande ha despertado en su corazón esta nueva amistad con las monjas y obedece. Recibe previamente en Mérida al Padre Filippo Santoro, hoy obispo en Brasil, y por su intermedio entabla relación con el grupo de universitarios que en su ciudad se reconoce como Comunión y Liberación. El día de San Bernardo de 1991 el arquitecto, quien firma esta introducción, viaja a Roma y de ahí a Rímini: “Antigone ritornata e il vecchio immigrato, tra gente di palazzo e nuovi distintivi” queda como un hito en su vida, hecha desde entonces una con el Movimiento. Entre quienes insisten en su viaje está Madre Cristiana Piccardo, Abadesa de Vitorchiano.
En 1993 recibimos al Padre Leonardo Grasso: una nueva etapa verificaría la dimensión misionera del carisma y la extendería por todo el país, pero la pertenencia a aquel encuentro con las hermanas no terminaría ya más.
En la Semana Santa de este año los universitarios del CLU visitaron Humocaro en un gesto que también quedó registrado en la revista Huellas. En esa ocasión tuvieron un encuentro con Madre Cristiana, con quien ya desde enero habíamos pedido otro para nuestra comunidad merideña. El 18 de abril llegamos a ese rincón de la cordillera para escuchar a la Madre, como corazón de nuestro viaje de dos días. Conocíamos de siempre el caluroso, único, sentido de acogida que te recibe en la Abadía, el inconfundible sello del carisma cisterciense, tan cercano a don Giussani, que esta fundación lleva consigo, la belleza de la liturgia y el paisaje en que se desenvuelve, conocemos el don que el Señor ha dado a esta monja, requerida en todo el mundo, y sin embargo su afable y sencilla presencia tanto como su conciso y fundamental testimonio resultaron arrolladores para cada uno de nosotros. Retornamos llenos de gratitud, enamorados de tanta belleza.
Hemos solicitado el permiso de Madre Cristiana y de Madre Paola Pavoletti, actual Abadesa de Nuestra Señora de Coromoto en Humocaro para compartir sin más las palabras que, una vez más nos reclaman la preferencia de que somos objeto desde que seguimos el llamado de Cristo, heridos por el hambre de infinito.
Bernardo Moncada
DEUS CHARITAS EST -
Encuentro con la Madre Cristiana Piccardo, abadesa fundadora de la trapa de Humocaro
"El amor es la esencia misma de Dios, es el sentido de la creación y de la historia, es la luz que da bondad y belleza a la existencia del ser humano. Al mismo tiempo, el amor es, por decirlo así, ‘el estilo’ de Dios y del creyente, es el comportamiento de quien, respondiendo al amor de Dios, plantea su propia vida como don de sí a Dios y al prójimo.”
Benedicto XVI
“Dios hizo presencia entre los hombres como don absoluto de Sí mismo”
Luigi Giussani
Y dice don Gius que es don conmovido, así pues, conmoción: Dios se conmueve y nosotros debemos imitar a Dios en esto. Esa es la “moral”, Amor según la modalidad de Cristo; afirmación del otro hasta dar la vida. Hablaré pues del SERVICIO como expresión completa de nuestro amor.
¿Qué significa ser siervo? Servir no es solo hacer “cosas”, servir es una actitud profunda del corazón. Es una elección que refleja la verdadera calidad de la conversión cristiana, de la vida cristiana, de nuestro retorno al Padre.
Dietrich Bonhoeffer (4 de febrero de 1906–9 de abril de 1945) tiene un amplio estudio sobre la dimensión del servicio en la experiencia cristiana. Lo cito largamente porque aún siendo un protestante luterano Bonhoeffer ha sabido captar la enseñanza evangélica de una forma muy conmovedora. Su pensamiento es original y vale la pena escuchar este santo protestante.
Empieza afirmando que fácilmente pasa en las comunidades cristianas lo que pasó en la comunidad de los apóstoles. Lucas cuenta: «Un día comenzaron a discutir sobre cuál de ellos era el más grande» (9,46). Parece – insiste Bonhoeffer - que no exista una comunidad en la cual no aflore este mismo pensamiento, ¿quién vale más? y las personas empiezan a estudiarse, a juzgarse, a clasificarse. Hay personas sencillas, otras complicadas, unas dotadas, otras pobres, personas sociables y afables, otras introvertidas y ásperas y puede nacer la misma pregunta: ¿cuál es la mejor? La antigua sabiduría de los salmos lo subraya: ¿Quién eres tú para juzgar al prójimo?... Te sientas a hablar contra tu hermano, deshonras al hijo de tu madre: esto haces, ¿y me voy a callar? ¿Crees que soy como tú? Te acusaré, te lo echaré en cara. (Sl. 49, 20). Dios no me ha dado a mi hermano, a mi amigo, para que lo domine y lo configure según mi criterio, sino para que en él encuentre al Señor y el camino seguro de mi conversión. La fuerza o la debilidad, la vitalidad o la inercia, la locuacidad o la taciturnidad, la infinita gama de diferencias que constituye una comunidad no justifican mi queja o mi defensa sino me piden un servicio, el gran servicio de la acogida sin pretensión y sin prejuicio.
Quien quiere servir es necesario que, antes de todo, tenga una opinión humilde de sí mismo: En el respeto, estimen a los otros como más dignos… No busquen la grandeza, sino más bien lo humilde. No confíen en su propia sabiduría (Romanos 12, 10-16). Sólo quien tiene la consciencia de su debilidad y de su pecado tiene una justa opinión de sí mismo y si tiene una justa opinión de sí mismo tiene una mirada transparente de verdad y amor sobre los demás. San Pablo no titubea en decir de sí mismo: Esto es muy cierto y todos lo pueden creer: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales el más grande soy yo (1ª Timoteo 1, 15). A este punto tiene que llegar la humildad si queremos servir.
El primer servicio que debemos ofrecer a todos es el servicio de la escucha. El amor por Dios empieza por el escucha de su palabra y, análogamente, el amor por el hermano empieza con escucharlo. Muchas veces pensamos que lo más importante sea ofrecer una palabra pero escuchar es mucho más importante que hablar. Quien no sabe escuchar a su hermano no sabe tampoco escuchar a Dios, y también con Dios no hará otra cosa que hablar. Y aquí empieza la muerte de la vida espiritual pues todo se reduce a un cuchicheo devocional y poco atento al gran silencio de Dios. Eso no significa que no tenemos que pedir: estar delante de Dios con nuestra petición, con un corazón mendigo, es un acto de fe tan grande que toca la esencia de la vida mística. Pero hay ciertos cuchicheos devocionales que llenan el silencio sólo de palabras sin comprometer el corazón y esto revela una opacidad profunda a la escucha de la Palabra de Dios y por consiguiente de la palabra del hermano. Hay un silencio interior que es profundidad de acogida en el cual la Palabra pone raíces y florece en caridad. Hay también una forma de escucha distraída e impaciente que sólo espera que el otro se calle para que podamos hablar nosotros o librarnos de él. Antes o después esto se reflejará también en nuestra escucha de Dios. Y no se trata de las famosas distracciones que son muchas veces fruto de cansancio y debilidad sino de un mal mucho más grave: la indiferencia o mejor la distancia del corazón.
El otro servicio es la disponibilidad. Normalmente la falta de disponibilidad revela que damos una excesiva importancia a lo que tenemos entre manos, a nuestro trabajo, a nuestras ocupaciones y a nuestros criterios. Quien está disponible al servicio del hermano estará también disponible a la llegada del Señor aún imprevisible, aún quizás dolorosa, aún en la muerte. La parábola del buen samaritano es tremendamente indicativa. Pasa un sacerdote tan ocupado en la lectura de su biblia que no ve la víctima y un levita que da un gran rodeo para no ver y no perder tiempo como si fuéramos dueños de nuestro tiempo y capaces de llenarlo con nuestras decisiones sin permitir a Dios llenar nuestro tiempo con Sus decisiones, Su presencia y Su cruz. Nosotras – monjas - ponemos nuestro tiempo en las manos de Dios y de quien lo representa con un voto de obediencia y eso nos hace libres para vivir aquella disponibilidad incondicional que es la gran alegría de nuestra vida y la gran riqueza de nuestra experiencia monástica. Para ustedes es distinta la experiencia pero el contenido esencial es lo mismo.
Hay otro servicio que se llama sostén moral «Ayúdense mutuamente a llevar sus cargas y así cumplirán la Ley de Cristo. Si uno se considera algo, siendo que no es nada, se engaña». (Gálatas 6,2) Llevar no es soportar. El peso del hombre es tan gravoso que Dios tuvo que sucumbir sobre la cruz para cargarlo. Dios ha verdaderamente llevado en peso de los hombres hasta el extremo sufrimiento en el cuerpo de Cristo. Lo ha llevado como una madre lleva a su niño, como un pastor lleva sobre sus espaldas el cordero perdido. Cristo se ha doblado bajo el peso de los hombres, pero ha quedado con ellos y su ley de amor que redime se cumplió en la cruz: eran nuestras dolencias las que él llevaba, eran nuestros dolores los que le pesaban… Él soportó el castigo que nos trae la paz (Isaías 53). Si no logramos llevar el peso los unos de los otros no podemos hablar de comunión. Pero ¿qué es el peso? Ninguna idea de martirio. Llevar el peso es sobre todo respetar la libertad del otro, no depreciar su límite, no quejarse del distinto que a veces nos estorba, no poner condiciones a la confianza, no herir la esperanza: el amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta (1ª Cor. 13,7)
Jesús escogió la condición de siervo. El hijo pródigo de la célebre narración evangélica escoge la mínima condición para recuperar su lugar en la casa del Padre. Pero quien se hace siervo llega a ser hijo.
Hay una página de Antonio Socci en su libro “El secreto de Padre Pío” que explica profundamente esta dimensión del «siervo» que Jesús escoge para definir su persona y su misión: «Uno solo se ha puesto todos nuestros dolores y nuestras culpas sobre sus espaldas. El evangelio contiene algunos detalles impresionantes que a veces se nos escapan. Cuando Jesús, durante la última cena, a un cierto momento se levanta, toma el agua, una toalla y se arrodilla para lavar los pies a sus discípulos, hace seguramente un gesto que asombra y desconcierta porque era un gesto que estaba reservado a los esclavos. Es algo inmenso. Él que es Dios declara de sí mismo: “No vine para ser servido sino para servir”. Es algo que da vértigo y revela un Dios loco de amor. Joseph Ratzinger en su “Jesús de Nazaret” pone de relieve el mismo detalle. Jesús para hacer este gesto del lavatorio de los pies se arrodilla. Dios omnipotente se arrodilla delante de mí, de ti, de cada uno de nosotros. Se arrodilla. No solamente se ha hecho hombre para salvarnos, no solo ha querido sufrir toda forma de dolor y por último la muerte, expiando por nosotros, sino que se ha humillado hasta el punto de arrodillarse delante de cada uno de nosotros… para mendigar el amor de cada ser humano… Entonces ¿qué es el hombre a los ojos de Dios? ¿Cuánto vale cada uno de nosotros para ser considerado así por el Creador? Tampoco a los ángeles Dios ha hecho esto. Pero, lo ha hecho para cada ser humano, sea el más pequeño que aún vive en el seno de su madre como para el pobre más despreciado que vive en los basureros de Bombay. El único Dios, el Creador, se arrodilla delante de él y le lava los pies. ¿Quién podrá jamás despreciar un ser humano? Jesús se arrodilla también delante de Judas, delante de aquel que dentro de poco lo habría vendido. Y cuando Judas llegará al Getsemaní, Jesús lo llamará “Amigo mío”, palabras con las cuales Jesús quería que Judas pudiera recordar más tarde su amor de predilección y no dejarse vencer por el desespero. Cristo hasta el último deseó salvarlo».
Este es el camino de Jesús, tan plenamente Hijo como para ser plenamente siervo. Ser siervo es su identidad, su misión y su grandeza. Y este es el camino de conversión de todo hombre cuando el hambre de infinito se hace herida, cuando la reflexión se hace petición, cuando la petición se hace deseo, cuando el deseo se hace camino y abraza el humilde pedido de ser hijo. Y siempre quien abraza el servicio, quien escoge ser siervo, llegará a ser hijo.
Abadía Nuestra Señora de Coromoto. Humocaro. Encuentro con la Comunidad de Mérida 18 de abril de 2010, tercer domingo de Pascua
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