En el fondo, ¿qué diferencia hay entre Jesús que le dice a Zaqueo: “baja de ese árbol porque hoy me quedo en tu casa” y don Julián Carrón que dice: “ok, del 18 al 21 de enero estaré en Puerto Rico”? Sorpresa y maravilla: ¿de verdad Carrón dijo que sí a nuestra invitación? ¿Cuatro días en nuestra pequeña isla del Caribe? ¿En nuestra casa? ¡Simplemente increíble! Y de hecho nos damos cuenta rápidamente de que lo que está en juego es la fe: cada uno de nosotros es desafiado para reconocer en esta visita el signo de una preferencia, la ternura de Jesús que quiere venir personalmente a estar con nosotros, para darnos el abrazo del que todos somos concientes o inconscientes mendigos.
Carrón llega y sorprende a todos: un hombre sencillo y libre en cualquier situación, ya se trate de jugar al tenis en la playa o pasear por el Viejo San Juan; dar una conferencia para 500 personas o dialogar entre amigos alrededor a una mesa frente al mar. Él está ahí, totalmente presente. Por cuatro días aquel “vivir intensamente lo real”, la “observación completa, apasionada e insistente de los hechos, de los acontecimientos reales” de la que habla El Sentido Religioso, es un espectáculo constante delante de nuestros ojos. Cristo se revela en lo que acontece. Mirándolo es evidente que para él es así: por eso no quita la mirada, ni siquiera un momento, de lo que le viene al encuentro en el instante presente.
La mañana de la conferencia en la Pontificia Universalidad Católica de Puerto Rico en Ponce (con el título “Realidad, razón, libertad: las raíces del Sentido Religioso”) fue bastante divertido observar cómo muchos que llegaron desprevenidos trataban de buscar desesperadamente una hoja, un pedacito de papel cualquiera en el que poder fijar algunas de aquellas palabras tan nuevas, tan sorprendentemente distintas de las que se esperaban, y al mismo tiempo tan humanas, tan correspondientes al corazón. Por una hora reina el silencio intenso, atento, a la escucha: no son sólo palabras, sino algo que acontece. Y aconteciendo, el corazón se despierta, reencuentra deseos olvidados, vuelve a sentir nostalgias adormecidas por el paso del tiempo, se abre a posibilidades impensadas. Al final, en los rostros de todos (obispos, políticos, directores de seminarios y seminaristas, estudiantes y profesores, sacerdotes y catequistas, profesionales y amas de casa) hay una luz y una alegría nuevas, como si un viento repentino se hubiera llevado de golpe las nubes grises de “lo ya conocido”, de un cristianismo rutinario, un poco triste y sofocante.
Lo mismo sucede por la tarde en San Juan, en la asamblea de la Escuela de Comunidad: respuestas más simples y claras que las mismas preguntas, la impresión de que todo es mucho menos complicado de lo que nosotros nos afanamos viviendo cada día: simple como bajar de un árbol y abrir la puerta de casa. Después la tensión se convierte en diálogos espontáneo alrededor de la mesa en una cena llena de un gozo contenido pero intenso, una gratitud que no sabe cómo expresarse pero que se palpa en el aire: y entonces llegan algunos cantos puertorriqueños, para decirle a Carrón lo que no se podría llegar a decir con las propias palabras.
“Habla como un hombre, como uno de nosotros, no como un cura o un obispo”, comenta Tati. Y prosigue: “En su humanidad se me ha hecho familiar la humanidad de Cristo”. Y Carlos, su marido, desde hace poco jubilado, ex director para América Latina de la Pfizer: “He pasado toda mi vida programando y organizando, siempre proyectado hacia el futuro. Y no logro pensar en mi vida de otra manera. Y sin embargo ahora me doy cuenta, mirando y escuchando a Carrón, que viviendo así me pierdo lo mejor de la vida, me pierdo lo que acontece en el presente”. “Carrón mira a las cosas y goza de una manera que yo no conozco, como si viera algo que yo no veo: quisiera tener la misma libertad”, dice Génesis, estudiante de psicología. Y Natalia, otra universitaria: “Me fascina la posibilidad de poder hacer la misma experiencia de Juan y Andrés, que mirando hablar a Cristo eran finalmente ellos mismos, mejor, eran más ellos mismos de lo que podían llegar a ser con el esfuerzo de sus propias ideas y proyectos”. También uno como Hugo, que dice no haber vivido ninguna emoción particular en estos días, tiene que reconocer que el “día después, en clase, me sorprendí a mí mismo diciendo y haciendo cosas que nunca antes había dicho y hecho. Por honestidad debo reconocer que no hay ninguna otra explicación para esta novedad que el encuentro con Carrón”. Aura, loca de gozo, por una preferencia tan deseada como imprevista, me llama por teléfono y no puede acallar un grito: “¡Qué bello, qué felicidad seguir a Jesús!”.
“Fue un gesto del Misterio que interpela mi libertad”, es la conclusión de José Francisco: una conclusión que no cierra, sino que reclama a todos nosotros a la verdadera responsabilidad, la que nos ha sido testimoniada en estos días, que no está hecha ni de bonitos recuerdos ni de buenos propósitos, sino de la continua “conversión del yo al acontecimiento presente”.
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