Acababa de volver de la granja cuando los enfermeros de la Clínica San Ricardo Pampuri me avisaron de que esa mañana habían ingresado a una niña de cuatro años llamada Laura. Llegué corriendo a la habitación de la niña y me quedé paralizado, mientras los ojos se me llenaban de lágrimas. Laura estaba allí, en una cama enorme, que parecía que se la iba a tragar. Yo no era capaz de articular palabras, sólo la miraba. Miraba su precioso rostro, enmarcado por una larga y espesa melena recogida en dos trenzas que le daban un aire de muñeca. Con los ojos cerrados, la máscara de oxígeno para respirar, una sonda que a través de su nariz bajaba al estómago y otra para la orina. Yo la miraba, la miraba y mi corazón parecía hacerse pedazos. ¿Por qué tanto dolor? ¿Por qué tanto dolor inocente? ¿Por qué una niña tan martirizada? ¿Qué culpa tiene? ¿Qué culpas está pagando? Preguntas inevitables y dramáticas que me atormentaban como un cuchillo punzante.
Allí estaba Laura, totalmente rendida. No puede moverse en absoluto, sus músculos están atrofiados, calla, sus ojos son inexpresivos, sus pies inmóviles. Una terrible enfermedad se abatió sobre ella unos meses después de nacer y desde entonces parece estar condenada a no recuperarse nunca. Eso es lo que dicen los médicos, pero no nosotros que creemos en los milagros. Creemos en la oración, en la intercesión de la Virgen y de los santos. Esa pequeña nunca ha conocido la alegría de sus coetáneos, vivaces, llenos de curiosidad y preguntas. Nunca ha sabido qué significa correr, jugar, hablar, gritar, llorar, porque hasta su llanto parece más bien un gemido, un imperceptible grito de auxilio. Laura, esta «pequeña y blanca hostia» (como llamaba Emmanuel Mounier a su hija pequeña, reducida al estado vegetal) que en la soledad de una cama blanca se inmola inocentemente, inconscientemente, como sacrificio de expiación y salvación por todos nosotros, pecadores que vivimos en este valle de lágrimas. Laura es el crucifijo de nuestra Casa Divina Providencia, es el Cristo en la cruz que derrama su sangre para purificarnos de nuestro mal.
Al lado de la pequeña Laura, día y noche, desde hace cuatro años, su joven madre, Fanny, madre de otros cuatro hijos. La miro, parece la Dolorosa a los pies de la cruz. Su rostro pálido, sufriente, sus ojos negros y brillantes, todo en ella manifiesta un dolor infinito, como infinito es su dolor por su hijita. No se separa un instante de ella. Para Laura es el médico, la enfermera, el auxiliar… la madre. ¡La Madre! No existe otra imagen que exprese más perfectamente lo que es la maternidad. Ella es la Madre, porque sólo una madre puede soportar un calvario así durante cuatro años seguidos. Sólo la Madre nos permite conmovernos al mirarla, al contemplar en ella toda la belleza y la ternura de Dios.
Siempre la veo sentada al lado de la cama: reza, borda, limpia y asea a su hija. Una gran discreción, el silencio como compañero y el corazón lleno de Cristo. Cuando el médico le pide: «Señora, descanse un poco», ella responde: «Doctor, no puedo».
En una ocasión me detuve diez minutos junto a la cama de Laura mientras su madre trataba inútilmente de calmar a su hijita. Aproveché esos valiosos momentos para hablar con su vecina, Filipa, una madre de treinta años, enferma de cáncer; y con Amada, también ella afectada por la misma enfermedad. Entonces llegó su compañera de habitación, Ignacia, con la cabeza desnuda como una bola por culpa de la quimioterapia. Las madres del hospital que todavía se pueden mover estaban todas allí, por los gemidos de la pequeña Laura. Gemidos que no sólo hacían que su propio dolor pasara a un segundo plano, sino que provocaban en ellas conmoción y cientos de preguntas. El dolor de un inocente siempre es un tormento, un dolor que ofende a la razón, que puede llegar incluso a derrumbarla.
En ese momento, todos, sin mirarnos a la cara, nos preguntábamos el mismo «porqué», todos queríamos encontrar una explicación, una razón. Pero a pesar del intento de comprender con la inteligencia, nos dábamos cuenta de que racionalmente no existe una explicación. La mirada, como por un impulso inmediato que suscita la rabia delante de estas cosas, se me quedó fija en el cuadro con la imagen de la Virgen de la Paz. Me quedé mirándola mientras mi silenciosa y «enfadada» oración surgía impetuosa desde lo más profundo de mi ser. En este abandono orante hacia aquel rostro, una vez más pude vislumbrar la respuesta, porque Ella fue la primera que tocó con sus propias manos la dramática realidad del dolor inocente, el dolor de su Hijo. Ese hijo, única respuesta a las desesperadas preguntas del hombre. Al dolor inocente Dios no responde con una teoría sino con un hecho: el hecho de la Encarnación de su Hijo.
Por eso, sólo reconociendo este hecho es posible aceptar el drama del dolor. Aceptar, no comprender, porque la razón rechaza el dolor, siendo la razón, por naturaleza, búsqueda y deseo de felicidad. La fe permite aceptar el dolor y lo trasfigura en un bien, como la madre de Laura nos testimonia diariamente, y con ella Filipa, Amada, Ignacia, Reinalda… como testimonia la compañía que aquella noche en vela que nos reunió en la misma habitación junto a la pequeña Laura, compartiendo su sufrimiento. Una compañía para la cual el dolor ha sido motivo inmediato de encuentro, pero a la que sólo dio un sentido el reconocer a Cristo que nos permite caminar en este valle de lágrimas.
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