Ha terminado la visita del Papa Francisco en nuestra tierra, el “asombro” es lo que ha dominado estas jornadas. De su presencia entre nosotros, nos ha dado su persona, con sencillez, misericordia y audacia. Hemos “encontrado” una humanidad excepcional, el Papa no ha venido a señalar culpables (como muchos deseaban), ni a desaparecer el mal que nos aqueja, tampoco a darnos un proyecto de nación. Ha sido más sencillo, como hace dos mil años, ha venido a mostrarnos qué es lo que necesita todo hombre para vivir libre y alegre en cualquier circunstancia, el abandono a su Padre Dios y a su Madre la Virgen María de Guadalupe; nos ha enseñado a mirarla en silencio, solo en este abandono se puede entender quién es Cristo, su atractivo vencedor es la certeza de no estar solo y por lo tanto entrar en la realidad con confianza y valentía.
Un aspecto interesante de su visita fue hacernos ver las ramas verdes de este árbol llamado México, apreciando y abrazando los testimonios que, desde las periferias más lastimadas y olvidadas de nuestro país, nos han compartido varios hermanos y hermanas mexicanos. Dichas periferias son por las que, para muchos, México es un árbol ya podrido; por la impunidad, corrupción, desigualdad y violencia, el Papa nos ha dicho de nuevo: «¡Miren! Es posible, está alcance de todos».
Para mí hay dos cosas que, con su visita, he vuelto a agradecer en mi vida. La primera el encuentro con don Giussani y el seguimiento ahora a Julián Carrón, porque gracias a ello he vivido estas jornadas con una necesidad y una tensión a seguirle, con todas las implicaciones que esto supone. La segunda, la Escuela de comunidad, pues es la ayuda concreta para entender que para hacer mío algo que me asombra necesito de una compañía, de un lugar donde se me enseña a mirar y juzgar la realidad.
Oliverio, México
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