Al día siguiente de las elecciones presidenciales en México, la conciencia de que lo esencial no es transformar las estructuras sociales u organizar más iniciativas exitosas, sino que cada persona tome conciencia de quién es, de verdad, porque sólo así podrá ser verdaderamente libre de cualquier resultado electoral, libre del poder.
Aunque todavía no contamos con los últimos resultados oficiales del proceso electoral, ya las tendencias nos indican cómo quedará seguramente el panorama político. Frente a esto, las distintas voces no se han dejado de escuchar, por un lado los triunfalistas que se regocijan porque ha salido victoriosa su preferencia, por el otro lado y de forma abrumadora, los que se lamentan de muy diversas formas porque su opción política no obtuvo el resultado que deseaban. Estos lamentos van desde un arrogante “no me importa”, “qué más se podía esperar de este pueblo”, hasta las más floridas maldiciones y las descalificaciones más absurdas.
Me duele profundamente ver a tantas personas desmoralizadas, porque pienso que, además, su desmoralización es inútil y una ilusión, algo así como “morir de sed junto a la fuente”.
Mirando la forma en que se ha afrontado este asunto, salen a relucir con absoluta claridad y evidencia los elementos que integran la autoconciencia de cada uno. Y nuestra consistencia está en nuestra autoconciencia. Nuevamente con estos acontecimientos se presenta con toda urgencia la necesidad de ser razonables hasta el fondo, porque lo que está en juego es nuestra consistencia, lo que somos, lo que está en juego en último término soy yo.
De manera sarcástica y con humor negro, leí este mensaje: “lo importante no es cambiar de amo, sino dejar de ser perro”. Me parece que acerca la cuestión a su justo lugar. Vi cómo se pone, muchas veces inconscientemente, una esperanza mesiánica en los candidatos, en los partidos y en el sistema político, y considero que no hay nada más falso que eso. Es necesario que la persona asuma su verdadero protagonismo, que no consiste en gritar más fuerte o en apretar los músculos, sino en tomar verdadera conciencia de quién es uno mismo. El verdadero trabajo, el más fundamental no está en transformar las estructuras sociales o en organizar más iniciativas exitosas, sino en que la persona llegue a tomar conciencia de quién es, de verdad, porque sólo así podrá ser verdaderamente libre y no estar sujeta al poder, tal y como estos procesos electorales han dejado ver.
¿Cómo hacer para tomar conciencia auténtica de sí? Benedicto XVI, en la homilía que pronunció en Guanajuato en el mes de marzo pasado, nos dijo: “(…) cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo”. Y en su discurso de bienvenida a su llegada a nuestro México: “Este país, este Continente, está llamado a vivir la esperanza en Dios como una convicción profunda, convirtiéndola en una actitud del corazón y en un compromiso concreto de caminar juntos hacia un mundo mejor”.
Nuestra esperanza no reside en los políticos ni en sus programas, sino en Cristo, que nos ha enseñado fehacientemente que toda la realidad es positiva. No se trata de replegarse en la fe y en la piedad, como diciendo: “la realidad es mala, fea, recemos para que no lo sea tanto”. La fe no es un refugio ante la amenaza de una realidad terrible. ¿Qué fe sería una así? Se trata, más bien, de usar la fe como una “hipótesis de trabajo” capaz de dar al mundo y al cosmos su auténtico sentido. La fe como un instrumento de trabajo. La fe es un detonante potentísimo, el más fuerte que existe, capaz de lanzar a la persona al mundo, a dialogar con él para construir.
Personalmente estoy muy entusiasmado, porque esta circunstancia me ofrece la posibilidad de un protagonismo mayor, de retomar conciencia de quién soy, de a quién pertenezco, de volver a afirmar qué es lo que me determina y cuál es mi consistencia, es decir, de vivir una vida más plena, no porque las circunstancias me sean favorables, sino porque puedo reconocer qué soy yo. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si se pierde a sí mismo?”(Lc 9,25).
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