Ha sido impresionante ver de pronto la capacidad que tiene este hombre para mover a gente de todo tipo, raza y religión. El lunes por la mañana, en Guayaquil -la segunda gran ciudad visitada por el Papa en Ecuador, aparte de Quito-, en todos los rincones la gente se preparaba para el gran evento y se respiraba en el ambiente que algo grande iba a suceder, pero mucho más grande que un concierto, más aún que el último golpe de Estado, cuando pocas horas antes la ciudad era un hervidero. Luego llegó, y con él sus palabras: qué sorprendente capacidad para comprenderlo todo, la sociedad, la educación, la política, el medio ambiente, la historia de este país, la familia, las relaciones sociales... Y por último, grandioso, su discurso a los religiosos sobre la preferencia del Señor por cada uno de nosotros.
Han sido muchas las cosas que nos han llamado la atención de sus intervenciones, pero para mí la más grande ha sido ver con mis propios ojos que existe realmente un hombre así. Así de humano y en cierto modo así de divino al mismo tiempo. No era solo lo que decía, sino sus gestos, su forma de acoger y abrazar a todos y a cada uno (en medio de la multitud, todos se sentían abrazados por el Papa, incluso los que por diversos motivos no consiguieron verlo de cerca), la alegría de su rostro. Y al mismo tiempo, su humildad al pedirnos todas las veces que rezáramos por él, al dejarse interpelar y tocar. Como el último día, cuando nos dijo que se había preguntado, pensando y rezando, de dónde venía la religiosidad de este pueblo, y dejó a un lado el discurso que llevaba preparado. Esa forma suya de no tener miedo a poner delante todas las tentaciones y descentramientos que sufrimos. Una verdadera presencia, humana y divina, que te hace preguntarte por el origen de un hombre así, y desear ser como él.
Luego está lo que ha pasado entre nosotros esos tres días. Éramos treinta, entre jóvenes y adultos, los que pasamos la noche previa a la misa en el Parque del Bicentenario durmiendo en sacos bajo la lluvia. El entusiasmo, sobre todo en los más jóvenes, de aventurarse en esa espera nocturna hacía evidente el deseo de darlo todo por el Papa presente entre nosotros, y con las dificultades objetivas que supuso el temporal (solo teníamos dos tiendas), para mí fue impresionante ver el cuidado y atención entre nosotros para ayudarnos, tanto a la hora de dormir y comer algo, como en los cantos y en la oración. Y el deseo de volver a vernos la noche siguiente, entre nosotros y también con los que no habían podido participar en la vigilia, para contarnos lo que habíamos vivido. He visto una nueva y extraña unidad que me ha hecho recordar lo que hemos estudiado en la Escuela de comunidad sobre los primeros discípulos, que estaban juntos y compartían la vida por Él, que seguía estando presente. Pienso en lo que el mismo Papa nos dijo al llegar, refiriéndose al Chimborazo (el volcán más alto de Ecuador, y el punto más cercano al cielo): la Iglesia es como la luna, que no tiene luz en sí pero goza del reflejo de la luz del sol que es Cristo. Esto es exactamente lo que yo he visto: un pequeño pueblo que se descubre unido de una forma distinta y más humana, solo por el reflejo de la presencia de aquel a quien el Señor ha elegido como sucesor.
Nos preparamos para esos días con la carta de Julián Carrón antes de la Audiencia del 7 de marzo. Desde su llegada a Ecuador, lo que más me preocupaba era comprender el significado de esas palabras: «¡Qué sencillez hace falta para reconocer y aceptar que la vida de cada uno de nosotros depende del vínculo con un hombre, en el que Cristo testimonia su perenne verdad en el hoy de cada momento histórico!». Lo que me llevo a casa de estos días vividos en presencia del Papa es que, igual que los primeros que le siguieron, también para nosotros es posible hoy la misma experiencia, vivir el vínculo con un hombre en el que Cristo se hace presente más que en cualquier otro, para que la vida sea más vida.
Algunos periódicos, refiriéndose a la situación política de Ecuador, que es un poco confusa, comentaban cosas como estas: «Después de este sueño de la visita del Papa Francisco, vuelta a la realidad». Me doy cada vez más cuenta de que la verdadera realidad es la que hemos vivido con el Papa, sin la cual la otra solo sería sofocante, incapaz de despertar interés o pasión. Algunos amigos lo comentábamos después: no se trata tanto de poner en práctica las palabras del Papa, ni mucho menos de considerarlas un paréntesis, sino de seguirle, y de seguir a quien nos ha enseñado a amarle. Muchos iban a escucharle, pero pocos se quedaron con Él. ¡Qué don tan misterioso se nos ha hecho, y qué gratitud!
Stefania, Quito (Ecuador)
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