Tengo el orgullo de ser hija y nuera de cubanos exilados en EEUU. Vivo en Miami con cientos de miles de cubanos exilados y cubanos-americanos como yo. Durante los días que siguieron a la muerte de Fidel Castro, leyendo lo que mis amigos y familiares escribían en Facebook me enteré de muchas barbaridades que ellos vivieron bajo el régimen impuesto por los Castro. Es difícil explicar cómo me afectó la noticia. Es un sentimiento extraño. Aunque muchos han salido a la calle para celebrarlo, yo he llorado más que celebrado.
Su muerte, junto a las historias que he leído recientemente, me han hecho recordar la gran pérdida que los cubanos han vivido. No estoy hablando de pérdidas materiales, aunque muchos lo perdieron todo, sino del vacío que infunde en el desterrado el tener que dejar atrás casi todo lo que consideraba importante en su vida. Muchos cubanos han perdido sus vidas brutalmente y sin razón justificada. Casi todos los exilados perdieron relaciones con amistades y familiares, muchos de los cuales permanecían engañados por las promesas de la Revolución. Padres, hijos, hermanos que, en muchos casos, no pudieron volver a ver a sus seres queridos. Unos dejaron sus negocios, otros la posibilidad de ejercer sus carreras. Perdieron la posibilidad de hablar su propia lengua en su propio país. Abandonaron su tierra natal para comenzar una vida nueva como extranjeros en otro país. Renunciaron a la posibilidad de vivir en el país que amaban, su patria. Perdieron la oportunidad de mostrar a sus hijos y nietos los lugares donde habían vivido, la escuela donde se educaron y la iglesia donde se casaron. Perdieron su derecho a vivir sus vidas en la cultura que conocían y amaban. De esta realidad venían mis lágrimas.
Aunque yo no soy una cubana exiliada, yo también he perdido mucho. Nunca he tenido la oportunidad de conocer el país natal de mis padres y abuelos. Nunca he visto dónde se criaron. Nunca he visto las fincas sembradas de caña de azúcar que el régimen de Fidel Castro le confiscó a mi abuelo materno. Tampoco he visto las residencias que construyó mi abuelo paterno, que era arquitecto. La triste realidad es que yo probablemente nunca vea estas cosas porque ya no existen. Mis lágrimas también vienen de esta realidad. La Cuba de mis padres y mis abuelos ya no existe. Solo existe en sus memorias. La muerte de Fidel Castro no puede restaurar esa Cuba, ni pone fin a la opresión de los que todavía viven allá. Su muerte solo es el final del hombre que causó tanta miseria y lágrimas al pueblo cubano.
Con su muerte se cierra un capítulo muy triste y muy largo de la historia de los cubanos. Este es el punto donde mis lágrimas empiezan a ceder y entra la esperanza. No creo que el cambio llegue de un día a otro. Tal vez Cuba tarde años en recobrar su libertad. No sé qué va a pasar. Le pido a Dios que este cambio traiga la esperanza a todos los cubanos. Esperanza a los exiliados de poder ver un cambio en su Cuba antes de morir. Esperanza a los que viven en Cuba de que se acerca el momento en que van a normalizar sus vidas. Esperanza para mí y mis hijos de que algún día podamos conocer lo que queda de esa Cuba sobre la que tanto he oído hablar desde mi niñez. Esperanza de que podamos viajar a Cuba con mis padres y mis suegros.
Yo nací en Chicago y he vivido casi toda mi vida en Miami, pero he tenido la oportunidad de viajar por el mundo durante los últimos años. Siempre me preguntan de dónde soy porque no entienden de dónde viene mi acento. Siempre empiezo diciendo orgullosamente que soy americana. Pero siempre tengo la necesidad de seguir con la frase “de padres cubanos”. ¿De dónde me viene esa necesidad? Viene del orgullo que siento de ser parte de un pueblo que ha sobrevivido y prosperado a pesar de la brutalidad con la que se ha enfrentado. Gente que tuvo que huir y reconstruir sus vidas en un país donde apenas hablaban el idioma. Empezaron sin nada y vinieron con la disposición de trabajar duro por sus familias. Así lo hicieron y prosperaron. Es un pueblo que creó una vida nueva de la nada. Un pueblo que, sin perder su cultura y tradiciones, logró adaptarse e integrarse en la cultura del país que los acogió y prosperó contundentemente en su nuevo hogar.
No sé si veremos algún cambio en el futuro cercano, pero sí estoy segura de una cosa: aunque Fidel Castro y su régimen les robó posesiones y bienestar personal a los cubanos, no les pudo robar su deseo de libertad, porque ese deseo viene de un lugar muy profundo dentro de cada persona. Es un deseo universal. Esta historia del pueblo cubano me ha convencido de que nuestras vidas nunca están en las manos de otras personas. Solo está en las manos del Creador, quien siempre camina con nosotros. Estoy orgullosa de ser americana. Y sí, tengo el orgullo de ser cubana-americana. Pero por encima de todo soy cristiana y mi fe me da esperanza y me sostiene cuando las circunstancias no van como yo quisiera. Por eso sigo pidiéndole a Dios por el pueblo cubano y por todos los oprimidos del mundo, para que encuentren la libertad que sus corazones anhelan. También le pido al Señor por los que vivimos en libertad, para que podamos entender y sepamos apreciar lo que es la libertad, y de dónde viene.
Miriam, Miami (EEUU)
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