Llegué a Costa Rica a finales de febrero. El director de mi tesis me envió a San José para trabajar un tiempo en el ACNUR, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, en busca de material útil para mis estudios sobre el sistema de protección de los refugiados en América Latina.
Y justamente ahora que ya me siento “en casa”, debo irme. Ahora que las cosas empiezan a funcionar, ahora que las relaciones se intensifican, ahora que domino el español, ahora que vivir aquí me divierte y me gusta, ahora que estoy aprendiendo a conocer a este pueblo... ¿por qué tengo que irme? ¿Qué sentido tiene venir hasta aquí, conocer a gente que no me gustaría dejar, para después marcharse? ¿No habría sido mejor quedarse en casa? No. Ha valido la pena. Y también vale la pena este sacrificio que supone irse ahora. Tenía que venir hasta aquí para aprender cosas sagradas, para aprender a aceptar a personas completamente diferentes a mí pero que tienen el mismo corazón que yo, que me ponen nerviosa pero a las que dos segundos después miro igual que yo soy mirada en cada instante. Tenía que venir hasta aquí para aprender a amar según una medida que no es mía. Ha sucedido un hecho, entre todos los demás. Últimamente todo me molestaba, no soportaba ni el sonido del español... Después de pasar unos días así, me di cuenta de que no estaba contenta, pero también me di cuenta de otra cosa. Todas las mañanas recibía un sms de Patricia, una amiga italiana que vive aquí: «Buenos días, que tengas un buen día. Un abrazo». Esto me hacía respirar. ¿Pero por qué? Porque yo deseo mirar a todos como ella: a los costarricenses y al mundo entero.
Fue así como me sorprendí a mí misma mirando con ternura a Sandra, la señora de cincuenta años con la que vivo. Sucedió inesperadamente una tarde. Se puso a hablarme de su vida, me dijo cosas que nunca había dicho a nadie, yo la escuchaba y la iba conociendo mejor. La quise. Y todo porque estuve disponible y atenta, no pendiente de mis proyectos sobre cómo deberían ser las cosas o las personas. Mi medida fue barrida y dejó paso a la medida de Cristo. Yo no decidí venir aquí ni conocer a esta gente. Sólo seguí los hechos que sucedían en mi vida. Ahora estoy segura de que cada minuto que vivo es para darlo a Aquel que hace mi vida ahora, en este lugar perdido. A pesar de la mentalidad y la cultura de esta gente, mi necesidad de estar con ellos nunca ha disminuido, de hecho siempre ha ido a más. La comunidad del movimiento me ha acompañado, cada día era para mí como el aire que respiro. Necesitaba estar con ellos, aunque sólo fueran cinco minutos, aunque estuviera cansada y aunque llegar a cualquier lugar fuera largo y difícil con esos autobuses de la primera guerra mundial. Me he descubierto a mí misma como una pregunta viviente, una necesidad viva. Todo, hasta las plantas, me hablaba.
Esta pregunta ha cambiado mi modo de mirar a las personas, como mi compañero en ACNUR, un italiano cínico y reservado. Nunca hablaba con nadie y mantenía las distancias, pero cuando vio que yo era «más libre», empezó a hacerme miles de preguntas. Un día incluso me dio las gracias, «porque –me dijo– he entendido que se puede vivir de un modo distinto, sin avergonzarse de lo que uno es». Llegamos a hablar de Dios, de mi vida entera, del movimiento.
Una última cosa: la Escuela de Comunidad. De repente todo es distinto para mí, yo estaba acostumbrada a hacer la Escuela con ciento cincuenta personas en Milán; aquí somos quince. Y todo me sorprende: las cosas “ya sabidas” se han convertido en una novedad. Un día, por ejemplo, llegaron tres chicos nuevos... ¡Qué alegría! Cuando en Milán llegaba uno nuevo, ni siquiera lo miraba a la cara.
Maria Chiara (San José)
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