Son las 11.30 de la mañana de un viernes cualquiera; en el salón Boggio del liceo científico Alessandro Volta de Bogotá hay 75 alumnos entre los 14 y 18 años, que durante dos horas escuchan completamente atentos… Y luego hay quien todavía se atreve a decir que los jóvenes de hoy no están interesados, no escuchan durante más de 10 minutos consecutivos...
Esteban nunca puede callar ni quedarse quieto. Ahora se queda en silencio durante dos horas, respetando a los amigos que escuchan atentos. Y escucha él también aunque luego se eche un sueñito. Hamachi no hace sino dibujar cuando la profesora dicta clase. Ahora, en cambio, se queda concentrado escuchando por dos horas, sin la urgencia de hacer otra cosa. Anamaría a menudo duerme en su pupitre, pero ahora se queda pendiente de lo que escucha sin sombra de aburrimiento en el rostro.
En la mesa de ponencia está Franco Nembrini, un profesor como yo, un hombre que cuenta cómo su vida cambió a raíz del encuentro con algunos grandes hombres y la lectura de sus obras. La primera a los 11 años: la Divina Comedia… «En aquel momento entendí que yo estaba dentro del libro y que este libro estaba dentro de mí; la misma experiencia, la del autor y la mía. Y me pregunté: ¿cómo puede Dante saberlo todo de mí?».
En fin… de todo esto nace la vida: un encuentro que te devuelve a ti mismo, te devuelve tu propio deseo cuando pensabas que estabas solo y perdido.
De este mismo instante nacen los encuentros más bellos de la vida con gente que ni sabías que existía, hasta los últimos que se vuelven los primeros en cuanto capaces de hacerte renacer el mismo deseo: el músico estonio, el chico ruso, el dibujante de comics, o el escultor genial de la bella estatua de Dante que se encuentra de nuevo a Beatriz… A lo largo del camino, rostros de gente que desea como yo “reencontrar a Beatriz”.
Como los muchachos, que llenos de preguntas y de rebeldía estuvieron inmóviles, fijos por dos horas delante de este hombre, yo también quedé asombrada por este sencillo y extraordinario movimiento de ellos, que es el mío.
Algunos luego se presentaron en la noche al acto sobre educación organizado en el auditorio del Volta para sus padres y profesores: es impresionante ver de nuevo a los mismos muchachos tan interesados, que llegan a gastar las horas del viernes en la noche para escuchar nuevamente al mismo profesor. La sala está repleta de 350 adultos en espera de sentirse acompañados en este difícil trabajo educativo.
El ejemplo de Zaqueo da risa a todos, pero al mismo tiempo aclara los términos en juego: «Normalmente si un padre está en la calle con su hijo y ve en un árbol a Zaqueo –lo peor de la sociedad, un delincuente, una porquería total…– ¿qué hace? Le tapa los ojos al hijo diciéndole que debe seguir derecho y no voltearse a mirar por aquel lado. ¿Qué gana? Además del hecho de que el hijo quedará curioso de saber qué hay sobre ese árbol tan interesante, de todas maneras tendrá la idea de que su papá es un débil y que no logra hacer nada en contra del mal, está derrotado por el mal del mundo. Sería diferente si el padre le dijera: “Hijo mío, quédate un momento aquí; tu papá debe hacer algo”, y se acercara al árbol diciéndole a Zaqueo: “¡Baja del árbol porque esta noche voy a comer a tu casa!”. Regresando a donde el hijo luego le dijera: “Hijo mío, ¡hemos ganado una cena gratis!”. El hijo tendrá de esta manera una percepción muy clara del hecho de que no hay mal en el mundo que su padre no pueda ganar y que la realidad al final es un bien para mí; luego entenderá también la conveniencia suprema del cristianismo (¡también la cena gratis!); además no quedará en él ninguna curiosidad de subir al árbol para ver qué hay allí, porque ya no habrá nada ni nadie interesante, en cuanto Zaqueo haya bajado para ir a preparar la comida». Sonríen mucho las personas del público después de este ejemplo final y salen lentamente del salón contentas por esta bella velada, que atestigua muy bien lo necesario que es ser hijos para poder ser padres.
Nembrini termina diciendo que los hijos tienen una sola necesidad, la de ser constantemente perdonados, perdonados por ser amados, amados y por ende perdonados. La única cosa que en el fondo un educador debe hacer es amar y acompañar, para comunicar al otro que la vida es bella.
Al final no bastan los libros organizados para la venta: la gente al salir quiere un libro como si pudiera de esta manera llevarse un poco de la experiencia recién vivida de sentirse abrazada y al mismo tiempo corregida.
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