En la parábola del hijo pródigo, el hijo menor, habiendo perdido su vida, reconoció que debía volver a la casa de su padre porque de otro modo quedaba literalmente en “la nada”. Entonces preparó un discurso: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser hijo tuyo. Trátame como a uno de tus siervos». Lo tenía todo arreglado para cuando se encontrara con él. Regresaría sin condiciones, sin privilegios. Esto era lo justo. Abandonaría su condición de hijo para ser un jornalero. Mientras que al llegar, su padre lo abraza lleno de alegría, ni siquiera le deja que termine de decir lo que traía preparado cuando ya está llamando a todo el mundo para hacer fiesta por su reencuentro. Así, todo lo que tenía preparado, todo su proyecto de cómo debían ser las cosas se vino abajo. No se esperaba, no se imaginaba este amor infinito. Este hijo pródigo somos tú y yo que pensamos saber gestionar la vida y también los errores, la debilidad y el olvido. Mientras que Dios, que nos conoce muy bien, de nuevo nos salió al encuentro con creatividad regalándonos este último Año de la Misericordia a través del Papa Francisco. No me imaginaba al empezar el año cuán necesario era volver a reconocer mi condición de mendiga, mi necesidad infinita a la cual solo puede responder un amor infinito, desproporcionado, realmente sin medida.
Los gestos propuestos para el año fueron sin duda pedagógicos para entender cómo Dios entra en nuestra realidad humana, haciéndose partícipe de nuestra finitud para mostrarnos su misericordia infinita. Las puertas santas, los doce meses, la indulgencia plenaria fueron un reclamo a volver a centrar la mirada en Él.
En diferentes momentos del año surgió la iniciativa con varios grupos de amigos de realizar la peregrinación hacia la Puerta Santa. Lo primero que reconocí en este gesto fue la unidad entre nosotros y la unidad con toda la Iglesia al seguir la propuesta del Papa Francisco. Con el pasar de los días fue siendo más evidente la necesidad de pedir sinceramente por los errores que he cometido en la vida, por mi pequeñez. Surgió también la posibilidad y la necesidad de pedir por los difuntos y entonces estar en unidad también con la Iglesia celeste. Recientemente, en una peregrinación que hicimos a la Virgen de Chiquinquirá, viendo el cuadro renovado, fue una sorpresa entender que en ciertos momentos de la historia Dios se hace presente de manera potente para decirnos que está cercano a nosotros, pero mejor aún, que este es el mismo método que usa todos los días: se pliega a nuestra historia, al tiempo y al espacio, para estar con nosotros en hechos reales y concretos.
Este año también fue la posibilidad de vivir las obras de misericordia, espirituales y corporales, no como una lista de cosas por hacer en un esfuerzo titánico por ser mejores, sino más bien estando atenta a cómo el Señor abraza todas nuestras circunstancias en el transcurrir mismo de la vida: en las oraciones que se me pedían acompañando en situaciones dolorosas como el fallecimiento de un ser querido, en la alegría por los hijos de los amigos recién nacidos, en tener paciencia con aquellas personas con las cuales me es difícil relacionarme, en la visita a familiares enfermos, en la enseñanza en la universidad, al hablar con amigos y por gracia dar un buen consejo, encontrar a personas y fundaciones con las cuales yo podía colaborar con alguna ayuda. A veces uno piensa que no tiene nada y luego viviendo el día a día se da cuenta que cada momento es ocasión para que obre la misericordia de Dios a través de nosotros. Qué ternura la del Señor que se hace visible para nosotros y para los demás en estos signos.
Las circunstancias políticas y sociales del país también han sido ocasión privilegiada para vivir este año de la misericordia. No sin dolor, nos vemos enfrentados a una realidad donde las posiciones ideológicas nos dividen. Para mí es cada vez más urgente aprender a entrar en un encuentro con el otro para dialogar sinceramente, queriendo conocerlo y queriendo compartir la vida.
Estoy muy agradecida de haber tenido este año de la misericordia porque al terminar no se agota su belleza, no se cierra como si ya pudiésemos pasar a otro tema sino que en cambio nos pone en camino para vivir con esta intensidad las tareas y los desafíos del momento histórico que vivimos. El logo del Año de la misericordia reflejaba muy bien la posición justa que necesitamos para enfrentarnos a este mundo que ha cambiado. Cristo nos carga en sus hombros y funde sus ojos con los nuestros, y por esta certeza nos lanzamos a anunciarlo al mundo con esperanza y alegría.
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