Desde octubre del año pasado trabajo como Associate Protection Officer para la agencia de la ONU dedicada a los refugiados (ACNUR) en una localidad situada en la Colombia noroccidental, casi en la frontera con Panamá, en la llamada región del Urabá. Esta ha sido, y lo sigue siendo, una de las zonas más martirizadas por el conflicto armado interno que ha golpeado al país durante los últimos sesenta años, víctima de un gran abandono por parte del Estado y bajo el control de grupos armados fuera de la ley.
La paz todavía parece muy lejana aquí, en el fin del mundo, en las comunidades indígenas descendientes de africanos cuyo trabajo les supone pasar horas y horas en canoa o a lomos de mulas por la selva, donde muchas veces se encuentran grupos armados que las fuerzas públicas atacan con bombardeos aéreos. Pero el pasado 24 de junio se firmó un acuerdo de paz. Como decía el hashtag, #ElUltimoDiaDeLaGuerra, ¿de verdad habría llegado ese día?
Lo que se firmó a finales de junio fue uno de los seis acuerdos centrales de las negociaciones del proceso de paz que se han desarrollado en La Habana durante los últimos cuatro años entre el gobierno de la República de Colombia y los representantes del grupo armado ilegal más antiguo del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC). El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, y el comandante de las FARC, Timoleón Jiménez, alias Rodrigo Londoño, aunque más conocido como "Timochenko", firmaron un «acuerdo bilateral y definitivo para el alto el fuego, el fin de las hostilidades y el desarme de la guerrilla de las FARC y del Gobierno nacional». Aunque no es la última palabra, marca un importante paso adelante hacia el final del conflicto más longevo en América Latina, una guerra que ha ensangrentado por el país durante medio siglo, causando seis millones de víctimas.
El acuerdo prevé la instalación estable de campamentos de las FARC en todo el territorio donde, bajo la supervisión de una misión especial de paz de la ONU, los guerrilleros dejen las armas, que luego se utilizarán para construir monumentos en memoria de los muertos de estas décadas. Los acuerdos en la agenda de las negociaciones de La Habana, que de momento son solo un boceto, se refieren al desarrollo agrario, la participación política de las FARC y de las víctimas del conflicto, la solución al problema de la droga y los cultivos ilegales, y por último la validación de los acuerdos con un referéndum en el que participarán todos los colombianos.
No deja de interpelarme todo lo que sucede en este país que me acoge desde hace diez meses. Me preocupa la paz de la que hablan todos los telediarios. Movida por la curiosidad de comprender mejor este lugar, desde que llegué, he leído y estudiado la historia de este conflicto armado. Trabajando diariamente con desplazados "internos" que han tenido que abandonar sus casas, su tierra, después de haber sufrido violaciones terribles de sus derechos humanos, he comprendido que lo que han sufrido es infinito. Tan infinito como su sentimiento de injusticia. Y también he comprendido que no puedo resolverlo yo, por mucha pasión que le ponga.
Pero la paz de La Habana no es distinta de la que veo en mi trabajo e intento construir, por ejemplo con Marco o Ana, los jóvenes líderes de la comunidad indígena y afro respectivamente, que para huir del reclutamiento forzoso por parte de los grupos armados decidieron poner en pie una Escuela Interétnica de Liderazgo Juvenil, donde por primera vez negros e indígenas, enemigos durante años, ahora comparten juntos la necesidad de conocer cuáles son sus derechos en estas tierras, donde habitan desde hace siglos, y unirse frente a la amenaza del mal, del odio y de la muerte.
Esta unidad que prevalece sobre el conflicto es de lo que habla el manifiesto que CL Colombia publicó hace unos días, donde se afirma, citando al Papa, que para vivir la unidad «es necesario que encuentre espacio en nosotros la experiencia elemental de que el otro es un bien para la realización de nuestra persona y no un obstáculo». La mejor manera de estar unidos y dialogar no es hablar y discutir, sino construir juntos.
Interpelada por la firma del acuerdo, sentí la necesidad de leer todos los documentos de La Habana para entender de qué paz se está hablando. Hay ciertas preguntas que no me abandonan. ¿Cómo puede una simple firma sanar el corazón de los que han sufrido tanto? ¿Se puede perdonar y aceptar a quién ha matado y cometido las torturas más atroces? ¿Los guerrilleros podrán reintegrarse realmente después de todo el mal que han cometido? ¿El acuerdo implica la impunidad? Etcétera...
Preguntas demasiado grandes para respuestas superficiales e insuficientes que no puedo darme sola. Ninguna firma ni acuerdo puede dar respuesta ni sentido al dolor que esta guerra ha causado y sigue causando. Pero, como dice el manifiesto, no estamos condenados al dolor: hay una esperanza. «Nuestra esperanza está puesta en la mirada de un hombre que hace dos mil años se dirigió de esta manera a una prostituta y desafió a los jueces que deseaban lapidarla: es la mirada de la misericordia introducida en la historia por Cristo».
De la paz, de este desesperado intento de poner fin al mal, yo tengo necesidad todos los días. ¿Estoy dispuesta a perdonar al colega con el que no comparto el punto de vista? ¿Estoy dispuesta a acoger al otro, tan distinto a mí, y aprender lo que tiene que enseñarme? ¿Estoy definida por los errores que cometo a diario? Necesito la paz, necesito a Alguien que ponga fin al mal, a mi mal. Necesito una mirada de ternura y misericordia hacia mí misma y hacia mi nada.
La fuente de la verdadera paz ni siquiera es la firma de un acuerdo, sino la mirada de la misericordia de Jesús, que me cambia a mí y al mundo entero.
Chiara, Apartadó (Colombia)
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