Alessandra, a la que todos llaman Iaia, conoció el cristianismo gracias a sus padres, día a día, en su casa de Bolzano. De su madre, maestra de primaria, aprendió que cada hombre tiene su destino. Le bastaba con mirarla cómo corregía deberes hasta tarde o cómo hablaba de sus alumnos: «Tenía la certeza de que cada uno de ellos había nacido para algo bueno». De su padre aprendió a ver la belleza. «En primer lugar la de mi madre, como hombre enamorado, y luego de la vida, de la naturaleza, sobre todo de la montaña, y de la cocina. De este modo, juntos me enseñaron estos dos aspectos del cristianismo: que tenemos un destino y que este destino está hecho de belleza».
Los padres de Iaia venían de la experiencia scout. «Al casarse se dieron cuenta de que para ellos aquella experiencia no era suficiente para sostener la vida de una familia. Buscaban mucho». Tanto que fundaron una cooperativa para irse a vivir con otras parejas jóvenes con niños. «Pero sentían que algo faltaba». Cuando se enteraron de que un sacerdote de Milán se reunía con familias para hacer un camino de fe, fueron para allá. Alessandra estaba en primaria. Una vez al mes, cargaban a toda la prole en el coche a las cinco de la mañana, aunque nevara, y se iban a Milán. «Las reuniones eran en un salón. Los pequeños andábamos por ahí con una piruleta o un bocadillo, y los grandes se sentaban a escuchar. Don Giussani me daba miedo, me asustaba su voz, así que yo siempre estaba con la mirada baja… Pero me acuerdo de que, de vez en cuando me fijaba en mis padres y veía la alegría en su cara. Se cruzaban unas miradas preciosas mientras le escuchaban. Ni siquiera el día de su aniversario se miraban así».
Iaia prácticamente nació dentro del movimiento. Pero solo cuando estaba en el liceo lo eligió personalmente para sí misma. Iba a una escuela estatal, muy politizada. «Tenía muchos amigos de izquierda y les adoraba. Me unía a ellos una amistad fascinante, humanamente espléndida. Pero cuando me fijaba en ellos me daba cuenta de que lo que había encontrado con CL también era la respuesta a su sed, que expresaban y vivían de forma tan dramática en la política y en el estudio».
Lo que cuenta en el video por los 60 años del movimiento es un hecho que sucedió años después, cuando estudiaba Letras en la Universidad Católica de Milán. Iba a hacer la caritativa a la sede del movimiento y un día estaba allí, limpiando los baños, «con la mano dentro del water», y por atrás oyó la voz de don Giussani: «Bambina, niña, ruega a María poder servir a la Iglesia con la misma humildad y la misma alegría que lo estás haciendo ahora». Se quedó de piedra, ni siquiera levantó la cabeza. Pero rezó. De rodillas, tal como estaba, allí mismo. «Recé un Ave María: “Haz” que se cumpla lo que ha dicho”».
Después de más de treinta años, nos cuenta cómo aquella petición ha sido respondida. «Las palabras de don Giussani fueron definitivas. Me abrieron un horizonte y simplificaron mi manera de mirar al futuro». Futuro que se fue desvelando poco a poco, de un modo sencillo: «Las cosas sucedían y yo decía sí». Incluso cuando iban en una dirección que no era la prevista.
Optó por hacer una tesis que suponía un gran trabajo, sobre la Filología de Dante, porque quería quedarse en la universidad. Pero mientras tanto, le propusieron trabajar en la secretaría internacional de CL, donde conoció a su novio, Bolívar, chileno. «Además, en el 84, con motivo del aniversario del movimiento, Juan Pablo II nos hizo la famosa invitación. Bolívar y yo nos miramos». En aquel momento decidieron irse a Chile, lo que implicaba la dictadura militar de Pinochet y una economía atrasada cincuenta años. Al año siguiente se produciría un violento terremoto que cambiaría la geografía del país, dejándolo en ruinas.
Por aquel entonces, una tarde, tomando un té en casa de una mujer chilena, encontraron una carta que hablaba de una escuela italiana en Chile. «Bolívar había estudiado Filosofía, una garantía para pasar hambre. Pero aun así cuando se graduó nos casamos y nos fuimos. La idea era estar allí tres años. Han pasado 28 y no hemos vuelto». Con todo el sufrimiento de sus padres. «Estaban muy preocupados, pero se fiaron de don Giussani y me dejaron marchar». Antes pasaron un año viviendo a distancia. Bolívar volvió a Chile mientras Iaia terminaba sus estudios en Italia. «Fue don Giussani quien nos invitó a hacerlo así. Nosotros no lo entendíamos, pero esa distancia fue la verificación más hermosa, pacífica y segura de nuestra relación».
Al llegar a Chile, Iaia se volvió a enamorar de todo por segunda vez, ante el sencillo espectáculo de ver nacer allí el movimiento. «Lo he visto nacer en su esencia». En las cenas con amigos en su casa. «Aquí el carisma siempre se ha vivido alrededor de una mesa», dice entre risas: «Hoy las cenas de Navidad son de más de trescientas personas...». Al principio eran pocos, ni siquiera tenían mesa, comían sentados en cojines que echaban en el suelo y usaban cajones que ponían del revés para apoyar las cosas. Iaia no paraba de cocinar y Bolívar no paraba de invitar a amigos. Los primeros fueron los que compartían con él su compromiso político. A los 23 años ya era dirigente de la Democracia cristiana juvenil chilena.
Los padres de Iaia pudieron amar la gran distancia solo cuando vieron lo que había allí. «Ellos también pudieron tocar, por segunda vez, el inicio». Vinieron cuando nació su tercer nieto (Bolívar y ella tienen cinco hijos): «Desde aquel momento, mi padre y mi madre aceptaron la distancia como una riqueza también para ellos». ¿Y tú? «En 28 años, yo nunca he tenido un momento de nostalgia. Echo de menos la liquirizia, la mozzarella. Pero nunca he sentido el vacío. Es imposible, gracias al espectáculo que veo aquí cada día». Incluso dentro de los problemas y de los embates de la realidad.
Cuando llegó iba a dar clase en un centro de enseñanza superior, pero en la primera entrevista le dijeron que tenía una mirada maternal y la colocaron en primaria. También le asignaron la tarea de ser el punto de referencia del centro en la relación con los padres. Ella quería dedicarse a la literatura, pero se encontró dando clase de geografía e historia. Hoy todavía tiene algunas horas de clase, pero su principal responsabilidad es el servicio técnico-pedagógico de la escuela Vittorio Montiglio, que comprende desde la guardería hasta el liceo científico: 1.200 alumnos.
Es un instituto italiano fundado por inmigrantes. «Desde 2005 somos una escuela paritaria. A final de curso, tenemos los exámenes finales del primer ciclo. Al principio no sabíamos por dónde empezar, pero a partir de ahí ha nacido una nueva aventura con mis amigos chilenos. Nos hemos hecho más amigos, porque dentro del trabajo, gracias al trabajo, el horizonte de nuestra profesión se ensancha. Nos hemos tenido que poner en juego con muchas preguntas sobre el significado de cada cosa que hacemos: ¿qué significa educar lo humano mediante las asignaturas concretas? ¿Qué valor tiene la razón en todo este proceso? ¿Por qué las familias deberían traernos a sus hijos si somos una escuela cara? Esto ha marcado un punto de no retorno: la escuela se ha convertido en un lugar de crecimiento humano y profesional para muchos de nosotros. Y las consecuencias, a nivel académico, son evidentes. Reconocen a nuestros alumnos en la universidad, tienen el “sello” de nuestra escuela», dice con orgullo.
Para ella, es como ver cumplida la promesa que siempre ha llevado en su corazón: «De pequeña quería ser matrona, porque me fascinaba el nacimiento. Luego empecé a intuir que la enseñanza podría ser algo aún más hermoso, porque es la ocasión de hacer crecer esa vida que ha nacido. El Señor me ha regalado el don de ser madre en abundancia y de poder hacer este trabajo». Pero insiste: «Para disfrutar de todo el horizonte que me abrió don Giussani, bastaba con obedecer». La vida en Chile la ha ayudado: «Aquí todo es más esencial. Será la dureza de la realidad que te simplifica, pero el caso es que los problemas son los de verdad, no los que a mí me lo parecen...».
En Chile los terremotos son muy potentes, con todas las consecuencias y toda la necesidad que eso implica. «Entonces no te paras a cuestionarte: sí, no… Es la realidad. Y es igual cuando lavas los platos, haces las camas, trabajas nueve horas al día o tienes cinco hijos». O cuando estás lejos de casa, de un modo tan distinto, y pierdes dos bebés que llevabas en el seno. «Es obedecer a la realidad como se presenta, como sucede, sin proyectos. Y me sorprendo diciendo: “Ven, Jesús. Ven dentro de esto”. Eso es lo que me ha permitido respirar en cualquier momento de dificultad o de renuncia, y lo que ha cimentado mi ser mujer, mi humanidad. Una humanidad que ya estaba dentro de mí».
Vivir lejos la preparó incluso para la muerte de don Giussani. «La distancia me ha enseñado que todo lo que él dijo, escribió, hizo… su abrazo continúa ahora en la experiencia del movimiento. Cuando enfermó, por las noches yo rezaba el Rosario por él, y decía: “Haz que su paternidad pueda seguir viva para todos”. Y ahora ves, en la guía que nos es dada, que eres mirada por otros ojos, abrazada por otros brazos, pero es lo mismo. Podría incluso no ser así, pero es así y es un milagro».
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