El público estaba a la expectativa. El tema, por otra parte, tocaba a muchos de cerca, es algo que en ciertos casos afecta en primera persona y en general preocupa a todos los argentinos. Un tema que tiene que ver con la vida, que la pone “en peligro”, como reza el título elegido por los organizadores de la convocatoria. Porque la droga, el consumo, el comercio que implica, es algo que ya se ha enquistado en la sociedad argentina para quedarse por tiempo indeterminado. «Los primeros que dieron la alarma fueron los obispos hace un mes, en la asamblea anual del episcopado», recordó José María di Paola, el principal orador del encuentro de Campana, una importante ciudad a las puertas de Buenos Aires. Las palabras que usaron los obispos en esa oportunidad hicieron correr un escalofrío por la espalda de una sociedad de reflejos lentos, que todavía no se ha dado cuenta de que el gradual crecimiento de los últimos años ha dado un salto cualitativo. «El país se está transformado en un campo de batalla entre narcos, y eso es inaceptable», gritaron los obispos y repitió el padre Di Paola en la sala que puso a disposición el Club Ciudad de Campana. Pocos días antes un prelado amigo suyo y responsable de la Pastoral Social de la Iglesia argentina, Jorge Lozano, había advertido a su vez que «el narcotráfico y la trata de personas son actividades delictivas llevadas adelante por mafias del crimen organizado que van copando territorios e infectan con aprietes y sobornos diversas estructuras de la sociedad y el Estado».
En Campana, ante un auditorio atento, se presentó en primer lugar una visión de conjunto del fenómeno de la droga en Argentina. Cecilia Burroni, madre de siete hijos y coordinadora del encuentro, citó en la apertura las conclusiones de un experto –Eugenio Burzaco– que ha investigado a fondo el poder de los narcos en el país. «Las redes narcos se han instalado en el país para producir droga en laboratorios locales, no solo ya para exportarla a mercados de consumo relevantes del Primer Mundo, sino para satisfacer el mercado de consumo local, que se ha duplicado en una década y moviliza unos mil millones de dólares anuales. Las primeras evidencias concluyen que los niveles de consumo, tanto de marihuana como de cocaína, se han duplicado en una década, ubicándonos como el país de la región con mayor consumo per cápita».
Una vez planteado el escenario general, se pasó rápidamente al enfoque propuesto por el invitado, que desde hace un año y medio vive en una villa de la periferia de Buenos Aires y acaba de ser nombrado coordinador nacional de la Comisión contra la droga del episcopado argentino. El padre Pepe, como todos lo conocen, vive en una villa del conurbano de Buenos Aires que se formó en los años 40, cuando el ferrocarril llegó hasta esa zona y junto a la última estación, ubicada fuera del perímetro urbano de Buenos Aires, se establecieron los primeros núcleos de residentes. Después esa área se fue ampliando con sucesivas oleadas de inmigrantes, sobre todo argentinos que venían a buscar trabajo desde otras provincias pobres (Corrientes, Santiago del Estero, Chaco) o simplemente se desplazaban hacia la capital para conseguir una vida mejor. A ellos se sumaron en los últimos años muchos paraguayos y una minoría cada vez más numerosa de peruanos y bolivianos. En 2001, con el derrumbe de la economía argentina, se produjo otra fuerte oleada migratoria desde la zona rural de las provincias del interior. Actualmente el área marginal de León Suárez cuenta con más de 30.000 personas, concentradas en su mayoría en la villa La Cárcova donde vive el padre Di Paola. Marginalidad, desocupación, precariedad sanitaria, escolarización en niveles mínimos, pero por encima de todo el problema más devastador: la droga. «Es una plaga en fuerte expansión, que involucra a una gran cantidad de jóvenes, como vendedores o consumidores; es impresionante ver o enterarse de que también hay niños de 11 ó 12 años que se drogan», afirma Di Paola. «Y droga quiere decir violencia para venderla y para conseguirla, quiere decir degradación humana, quiere decir deterioro de las relaciones, quiere decir muerte para muchos, en manos de otras bandas o en manos de la policía».
¿Qué se puede hacer frente a una ofensiva tan destructiva? ¿Qué camino se puede tomar? ¿Cómo se puede salir? ¿Qué podemos hacer nosotros, que tal vez tenemos hijos en riesgo o ya atrapados en una espiral de destrucción? Esas fueron las preguntas que se plantearon en el encuentro de Campana.
Di Paola empezó por dejar en claro el primer gran equívoco, y es que se trata sobre todo de un problema de especialistas. «Toda la sociedad debe tomar parte en la respuesta, porque la dimensión cultural y religiosa es fundamental. La droga es la puerta que se abre delante de todos nosotros para que se produzca un verdadero cambio. Mientras los valores sobre los que se apoya la vida sean el consumo, la mayor comodidad posible, los intereses individuales, no podrá haber una verdadera respuesta para el sufrimiento que provoca el consumo de droga».
Di Paola demuestra tener muy claro que para sacar a una persona del agujero negro del consumo o de la pendiente de autodestrucción de la venta, es fundamental tener una razón para vivir, educación y trabajo. Y siembra las villas con centros y capillas que en poco tiempo se convierten en puntos de coagulación que vuelven a tejer una nueva trama de relaciones humanas.
«Si el problema fuera únicamente la droga, la solución sería un tratamiento que aleje a la persona de las sustancias peligrosas el tiempo necesario para desintoxicarse; pero si el problema es una casa que no se puede llamar tal, un trabajo que no se encuentra, la dificultad para permanecer dentro del sistema educativo, las enfermedades que se contraen con facilidad y se curan con dificultad, si el problema son la estigmatización y el aislamiento, entonces es evidente que el tratamiento solo no es suficiente».
En las casi dos horas de diálogo, el padre Di Paola no eludió un tema candente, controvertido, que actualmente es objeto de debate en la sociedad argentina: la despenalización. «Desde arriba nos dicen que hay que despenalizar», afirma el sacerdote. «Pero nosotros nos preguntamos quién decide la agenda de lo que hay que hacer y las prioridades. Porque si uno plantea la cuestión de la despenalización aquí, en los barrios marginales, en las villas, la gente responde que lo más urgente es la creación de dispositivos de prevención y asistenciales. Las preocupaciones de las personas que viven en estos lugares no tienen que ver con la despenalización: ¿qué hago con mi hijo que se está yendo de casa?; ¿cómo hago ahora que se ha vuelto rebelde y no quiere ir a la escuela?; ¿quién puede hablarle con verdadera autoridad?; “mi hijo está todo el día en una esquina con gente poco recomendable y tengo miedo de que en cualquier momento me lo lleven a casa en un ataúd”; ¿cómo tenemos que hacer con la banda que anda por aquí y roba a la gente que se va a trabajar?; ¿cómo hago con mi marido que no encuentra trabajo, bebe y se vuelve violento? La agenda política debería plantearse estas preguntas dentro de su propio horizonte si realmente quiere responder a las necesidades de la gente».
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