¿Cómo explicar que un país de casi 2.800.000 km2, enormemente rico en recursos naturales de todo tipo, con apenas 40 millones de habitantes, se debata cíclicamente de fracaso en fracaso pasando por “primaveras” o “milagros” que luego no se revelan como tales?
Argentina vuelve a ocupar las primeras páginas de los periódicos del mundo a causa de una incipiente y nueva crisis económica que desconcierta a los lectores. Saqueos a comercios, trabas a la actividad privada, cepo a la compraventa de divisas extranjeras, restricción a las importaciones, devaluación del peso, inflación, pérdida de reservas monetarias y un difundido y justificado temor a que vuelvan los tiempos de la recesión, la desocupación y el “default” son los hechos que marcan la actualidad de la vida argentina, tras la derrota del oficialismo en las elecciones legislativas de octubre pasado. Dicho resultado electoral significa el comienzo del fin de la era kirchnerista, pero sin que aún se distingan claramente los protagonistas y las propuestas del cambio de rumbo político que tendrá lugar en el 2015.
El P. Enrique Serra, párroco en un típico barrio de clase media de Buenos Aires, nos cuenta que desde la parroquia y el confesionario “se advierte un malestar generalizado, agudizado por el deterioro múltiple de la vida social y la ausencia de propuestas educativas: desde el despojo de lo económico por la inflación y el miedo ante el aumento de la violencia urbana causada por los robos cometidos bajo estado de drogadicción, hasta el descontento por la ineficaz representación de los intereses del pueblo de parte de los políticos, sindicalistas y empresarios. Es una sociedad civil cansada de vivir enfrentado crisis y en riesgo de desaliento para pensar un futuro mejor”.
La crisis reconoce causas políticas y culturales mucho antes que propiamente económicas, y la primera de todas ellas es la ausencia de un juicio lúcido sobre los acontecimientos que sacuden la cotidianeidad. Es que como dice Santiago Kovadloff, reconocido filósofo y ensayista, “la argentina es una sociedad donde la experiencia no logra transformarse en enseñanza”, y con ello nos ofrece un primer indicio que exige un ejercicio de memoria.
Hacia finales del siglo XIX, esta tierra abundante era el “granero del mundo” y proporcionaba a las principales potencias del planeta generosas cantidades de materias primas, definiendo un perfil netamente agropecuario y exportador, forjando una economía pujante en términos “macro”. Pero puertas adentro la realidad era muy diferente. De hecho, era por entonces un país despoblado, con extendidas superficies de tierra aún improductivas, con una población rural y suburbana carente de educación y falto de la infraestructura necesaria para convertirse verdaderamente en una potencia como por entonces algunos soñaban. Y era un país profundamente desigual, ya que un abismo separaba a la clase alta de la gran mayoría pobre. La razón es sencilla: a diferencia de los EEUU, donde a medida que la frontera interior avanzaba la tierra se repartía igualitariamente entre los colonos dispuestos a trabajarla, aquí se la apropiaban los generales del ejército y la repartían entre sus familiares, amigos y financistas, originándose una clase terrateniente a la que le alcanzaba con hacer producir apenas una pequeña porción de su propiedad para vivir como auténticos reyes entre Buenos Aires, Londres y París. Llegaron hasta mediados del siglo XX grandes oleadas inmigratorias, cientos de miles de españoles, italianos, franceses, irlandeses, rusos, eslavos, balcánicos, sirios, libaneses (y sigue la lista), deseosos de construirse un futuro en una tierra lejana que lo prometía todo. Mezclados aquí, nació una nueva etnia, un tipo cultural que es un crisol de razas y que para tantos –y hasta para nosotros mismos- es tan difícil definir: el argentino, desvelo de filósofos europeos como Julián Marías, quien afirmaba: “Los argentinos están entre vosotros, pero no son como vosotros; su alma vive en el mundo impenetrable de la dualidad, beben en una misma copa la alegría y la amargura. Hacen música de su llanto –el tango- y se ríen de la música de otro, toman en serio los chistes y de todo lo serio hacen bromas. Individualmente, se caracterizan por su simpatía y su inteligencia, en grupo son insoportables por su griterío y apasionamiento. Cada uno es un genio, y los genios no se llevan bien entre ellos: por eso es fácil reunir argentinos, unirlos imposible. Son un misterio.”
El peronismo es, sin dudas, el fenómeno político más gravitante de la historia argentina. La irrupción de Perón en 1945 en el escenario nacional significó el reconocimiento de los derechos de la clase trabajadora, hasta entonces casi inexistentes, y de las mujeres, quienes estaban excluídas de la vida cívica. Dio lugar a un proceso industrialista antes sólo incipiente, modificando en parte el perfil productivo del país, y poder a los sindicatos profesionales que se convirtieron en un actor principal de la vida económica. Pero también consagró un modelo asistencialista, populista, estatista y dirigista que tendría profundas y nefastas consecuencias desde el punto de vista cultural. Tras el golpe de estado que lo derrocó en 1955, se abrió un período de treinta años de inestabilidad institucional donde se alternaron débiles gobiernos democráticos con revoluciones militares, el que en la década del ’70 –marcada por la violencia política– culminó con una sangrienta dictadura militar que enfrentó al margen de la ley a los movimientos subversivos causando la “desaparición” (eufemismo de ejecuciones sin juicio previo) de miles de argentinos.
La restauración democrática de 1983 hizo volver al país a una siempre precaria normalidad institucional que –con sobresaltos pero con una firme convicción colectiva de su irreversibilidad– se mantiene hasta el presente. Todos los planes económicos llevados adelante por los gobiernos democráticos desde entonces hasta ahora han tenido un temprano éxito que inducen a economistas y periodistas a hablar del nuevo “milagro argentino” para luego fracasar abruptamente, poniendo en jaque la mismísima gobernabilidad y provocando muchas veces la salida anticipada del gobierno.
¿Qué está ocurriendo ahora? Tras la profunda crisis del 2001/2002, cuando la Argentina entró en cesación de pagos tras los días en que el presidente Fernando de la Rúa no pudo sostenerse en el poder y lo sucedieron varios gobiernos provisorios elegidos no por el voto popular sino por el Congreso, en el 2003 fue elegido en elecciones generales Néstor Kirchner, fallecido en el 2010. El mentado “milagro” se reduce a circunstancias globales extraordinariamente favorables, unas pocas decisiones en materia económica acertadas y, fundamentalmente, a la férrea voluntad de una parte del pueblo argentino de persistir en el esfuerzo y el trabajo. El precio de la soja (Argentina es el tercer productor mundial) alcanzó valores récord. El gobierno devaluó el peso, propició la sustitución de importaciones recreando una actividad industrial que se había retraído a valores casi nulos tras la recesión de 1998/99 y la crisis terminal de 2001/2002, y concretó un exitoso canje de deuda pública. Como resultado, reabrieron fábricas, se crearon nuevos empleos, regresó la liquidez y con ella el ahorro y el consumo.
Kirchner consolidó así su poder y ello propició que su esposa, Cristina Fernández, fuera elegida en 2007 para sucederlo (y reelegida en 2011). Pero el kirchnerismo no pudo con el encantamiento del poder y cometió dos pecados que son la causa eficiente de la crisis actual: las cuantiosas sumas de dinero que ingresaron en las cuentas públicas no fueron principalmente destinadas a las impostergables obras de infraestructura que el país necesitaba para consolidar su recuperación económica, sino a sostener un orquestado régimen de subsidios por el cual miles y miles de “militantes populares” viven sin trabajar teniendo por única obligación asistir a los actos públicos oficialistas o trabajan en empresas públicas con sueldos que difícilmente podrían ganar en la actividad privada; y forjó un estilo de gobierno autoritario al modo de la Venezuela de Chávez, por el cual todo lo vigila y controla y por el que todo opositor es un enemigo y un traidor a la Patria.
El “viento de cola” que empujó la economía argentina dejó de soplar con fuerza a partir del 2008, y la distracción de recursos año tras año volcados al aparato político “K” ocasionó que actualmente las reservas monetarias –a las cuales también el gobierno echó mano modificando la Carta Orgánica del Banco Central– hayan disminuído considerablemente, alertando sobre un nuevo y posible escenario de “default”.
El gobierno cambia las reglas de juego permanentemente y no ofrece garantías jurídicas para la inversión, y por ende la economía se estanca, y al no aumentar la capacidad productiva, se dispara la inflación, ayudada también por la emisión de moneda con dudoso respaldo. Hoy es el gran desvelo de la población, que asiste absorta a un aumento generalizado y exhorbitante de los precios de los productos básicos de la canasta familiar, a un ritmo pronosticado del 35/40% anual para este año.
Carlos Montaño, empresario que junto a tres amigos lleva adelante una PYME que forma parte de la red de la Compañía de las Obras, nos cuenta con qué actitud enfrentan las actuales dificultades del mercado: “La realidad es siempre positiva, aunque a veces esa mirada no brota a la primera. Cuando hablamos con nuestros clientes, percibimos una postura típica en el argentino, ya tristemente acostumbrado a soportar este tipo de crisis cíclicas: individualismo mezquino que se refleja en la posibilidad de aprovecharse de quienes son más débiles y protegerse de los más poderosos, criticando al gobierno pero sin disponibilidad a iniciativas comunes para enfrentar la situación. El riesgo es caer también en esa misma dinámica del ‘sálvese quien pueda’; sólo la compañía de amigos que como nosotros viven el desafío de ‘hacer empresa’ en este contexto hace posible levantar la mirada y retomar las razones de intentarlo una y otra vez.”
En medio de la incertidumbre y el temor al futuro, hay un signo: el Papa Francisco, primer sucesor de Pedro nacido en estas latitudes. Más allá de la lógica sorpresa y algarabía popular que siguió a su inesperada elección, hay –según el P. Enrique– dos efectos de ella: “uno inmediato, que es la aprobación generalizada de la opinión pública por la cual el Papa tiene un liderazgo superior a cualquier otro personaje público, ya sea político o deportivo; y uno profundo, de acción prolongada, que lo percibe quien sigue de cerca sus palabras, sus gestos y sus mensajes, intuyendo su ‘alma religiosa’, incluyendo ello una valoración positiva de sus aciertos políticos (como el caso sirio) y de sus diálogos mediáticos (como el caso Scalfari) en los que el Papa privilegia ‘hacer un trecho de camino juntos’ ofreciendo su experiencia personal antes que intentar doblegar dialécticamente a sus interlocutores: es un estilo que hace saltar por el aire muchas resistencias y da lugar al respecto y a la escucha de parte de aquellos habitualmente alejados o enfrentados al cristianismo”. El testimonio de Bergoglio es, sin dudas, un aporte al necesario cambio cultural que imperiosamente necesita la Argentina para desmentir finalmente a Julián Marías. Se trata de algo profundo, de un cambio de mentalidad, no de un mero nuevo consenso político. La revalorización del que piensa distinto como punto de inicio de una cultura del encuentro.
Crisis y fracaso son palabras que señalan más a la clase dirigente que al conjunto de la sociedad argentina, usualmente solidaria en las tragedias colectivas. No sintetizan ni de lejos el espíritu de un pueblo aún joven, que valora la vida, el trabajo, la familia y la amistad entre sus bienes más preciados. El paso que se impone es que la sociedad civil crezca en consistencia y supere el divorcio que la distancia de la política, de modo que se consolide un marco institucional que favorezca el progreso y el crecimiento.
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