Es el deseo de plenitud y felicidad lo que siempre ha movido al hombre. No existe otro motivo que lo lleve a modelar su realidad personal y social, fuera de éste. Así es su naturaleza: hecha de deseo y presentimiento de plenitud.
Paradójicamente, lo que cumple nuestro deseo de plenitud (que es lo más “nuestro”) no lo determinamos nosotros, sólo podemos reconocerlo cuando lo encontramos como don en nuestra vida. Todo en nuestra vida es don de otro, cada paso que intentamos dar se apoya sobre un don que nos esperaba antes de nuestra intención. Nuestra propia persona es un don (no nos elegimos a nosotros mismos para existir), un dato hecho como tal, más allá de nuestra opinión, varón o mujer.
Si no secundamos esta experiencia de ser “dado” por otro, reducimos la dimensión de nuestro deseo: la plenitud deja de ser una experiencia de un encuentro con lo “otro” que nos plenifica; se reduce a una imagen de nosotros mismos, hecha a nuestra medida, que siempre defrauda y nunca completa.
El matrimonio, tal cual lo ha percibido la sociedad humana desde la tradición occidental greco-romana, expresa una forma particular y única del encuentro con lo “otro”. El encuentro de dos rostros determinados, animados por una intención de definitividad, vinculados por una complementariedad sexual, abiertos desde el principio a la generación de nueva vida: a esto se llama matrimonio y sólo se perfecciona entre un varón y una mujer. Las relaciones de afecto que carecen de alguna de estas características pueden o no tutelarse mediante derecho, pero no son equiparables al matrimonio.
La extraordinaria singularidad del matrimonio, con su originaria apertura a la generación y a la educación en lo comunitario, lo constituye en bien público (significa paradigma para todos), lo establecen como objeto de protección y promoción para toda comunidad humana: el bien común tiene su cimiento en esta relación única entre un varón y una mujer. ¿Qué sostenibilidad histórica tendría un pueblo o sociedad sin esta potencialidad generadora y educadora de la vida?
Así, sería un grave error de la dirigencia y de los legisladores confundir el deseo de cohabitación de dos personas de igual sexo con la equiparación de este pretendido derecho con el matrimonio.
Por otra parte, existe la convicción difusa de que el matrimonio homosexual es una cuestión privada que no influye sobre terceros. Esta opinión no tiene en cuenta la realidad de que la diferencia entre el instituto jurídico de la unión civil y el del matrimonio es, precisamente, la posibilidad de adoptar hijos que ofrece este último.
Apoyamos en un todo la declaración de la 99ª Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Argentina: “Sobre el bien inalterable del Matrimonio y la Familia”.
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