Hace algo más de cuatro años llegó a nuestra parroquia el Padre Martín. Desde la primera misa que celebró reconocí de inmediato una evidente sintonía, un mismo temperamento en el modo de comprender y vivir la fe. Tuvimos la oportunidad de conocernos mejor y nació una amistad profunda, que con el tiempo no dudaría en calificar como uno de los hechos más significativos de mi vida adulta. Amistad que creció paulatinamente de la mano de ocasiones sencillas y cotidianas como que yo, los miércoles por la noche, asista en la parroquia a una catequesis de Martín sobre el Credo.
Toda su pasión por Cristo y por la Iglesia se trasmite comunicando las razones de una fe no intelectual, sino inteligente. Cuando su madre tuvo un problema de salud y tuvo que ser hospitalizada, compartimos con él esta circunstancia y, cuando puede, se viene a cenar con nuestra familia. Desde un primer momento le hablé de mi pertenencia al movimiento, desprovisto de todo ánimo de “reclutamiento”, aunque siempre compartiendo con él nuestros juicios, invitándolo a algunos gestos organizados por nuestra comunidad y regalándole hace un tiempo ya la suscripción a Huellas.
En muchas ocasiones, hemos comentado juntos alguna que otra nota de la revista, y una vez él me hizo referencia a una entrevista al Padre Aldo Trento, que había leído en Huellas. Lo hizo con el mismo entusiasmo con el que se había referido a otros artículos, por ejemplo, los referidos a la intervención de Carrón en el Sínodo. A comienzos de este año, Martín me cuenta que lo trasladan de la parroquia al Hospital Neuropsiquiátrico de Buenos Aires (el Borda), lo que yo juzgué casi como un destierro a Siberia, dispuesto a darle mi pésame. Sin embargo, él me dijo que estaba muy contento con su nuevo destino, y yo pensé que mi amigo se había vuelto loco, y que ésa era la verdadera razón por la que lo mandaban al Borda. Imagínense por un momento dejar una parroquia en uno de los barrios más arbolados de Buenos Aires, cercana a la casa de su madre, cuyo templo es una hermosa basílica menor, para ir a parar a un hospital largamente centenario en la zona más postergada de la ciudad, en estado edilicio de destrucción avanzada y, por supuesto, repleto de enfermos incurables. Justo él, pensé, un tipo que ama el conocimiento y que no ahorra esfuerzos para explicar los misterios de la fe de manera acorde al dinamismo de la razón.
El domingo en que Martín se despedía de la comunidad parroquial en la misa vespertina, la iglesia desbordaba de gente. Celebró con la misma pasión de siempre, predicó con su agudeza habitual, que no sólo muestra una gran capacidad dialéctica, sino un trabajo teológico serio y meticuloso. Antes de la bendición final, tomó la palabra para despedirse de todos. Hizo una referencia a los años pasados en la parroquia, destacando que lo que más le impactaba de su misión pastoral eran las largas horas pasadas en el confesionario y, en un momento dado, dijo que el Señor lo había premiado en este tiempo con el don de la amistad. Contó que no había dudado en aceptar su nuevo destino, porque providencialmente a través de dos de estos nuevos amigos que pertenecían a Comunión y Liberación, a través de la revista del movimiento, había conocido al Padre Aldo Trento, misionero en Paraguay. A este punto, sin saber con qué continuaría Martín, sólo atiné decirle al oído a mi esposa Claudia: «Otro ejemplo de conocimiento indirecto», en referencia a la Escuela de comunidad sobre la fe. Y Martín terminó hablando de la vida y de la fe de este sacerdote que dedica su vida a los enfermos terminales a quien no conocía personalmente, pero que de alguna manera influyó para aceptar con entusiasmo su nueva destinación. Con estupor fuimos testigos Claudia y yo de cómo funciona aquello de los “vasos comunicantes” en la Iglesia, y comprendimos en acto el valor de Huellas como instrumento.
El vínculo con Martín continuó luego de su partida de la parroquia, nuestra comunidad hizo una colecta de calzado para los internos del Borda, y para mí fue una enorme satisfacción verlo realmente contento cada vez que lo visité en este tiempo en el hospital. Un par de meses después, la comunidad paraguaya de CL invitó a Claudia para hacer un concierto en Asunción y presentar las canciones del disco que editó el año pasado dedicado a don Giussani. Lo primero que nos vino en mente fue invitar a Martín a viajar con nosotros para que conociera al Padre Aldo, y aceptó gustoso la invitación. Este último fin de semana, fuimos a la capital paraguaya, donde pudimos compartir la vida de la comunidad, y especialmente, recorrer a las siete de la mañana junto al Padre Aldo y la Hermana Sonia las habitaciones del hospital, y ver de cerca cómo se arrodillan ante cada uno de estos hermanos enfermos y abandonados como ante el mismo Cristo. También tuvimos tiempo de ir a visitar a Pedro y su hogar de jóvenes en conflicto con la ley –sus hijos– y comprender que verdaderamente el encuentro con el Señor hace nacer una humanidad distinta, plena, en quienes arriesgan su libertad y lo siguen. Pero a la tarde Martín se vuelve a San Rafael, como si se tratara de un imán. Quiere celebrar la misa allí, e intentar hablar con Aldo, misión casi imposible. Consigue celebrar, conversar con Aldo apenas. Cuando regresamos con Claudia a buscarlo, lo encontramos reunido con la Hermana Sonia que está tocando el arpa, rodeados de algunos de los enfermos y de los voluntarios. Está con una sonrisa en el rostro y los ojos le brillan, y yo pienso que valió la pena haberlo invitado a tocar juntos con la mano la belleza de la Iglesia.
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