Tuve la suerte de conocer al Padre Tiboni hace ya 20 años. Entonces él tenía más de 70 y, bajo la apariencia de un abuelo distraído, mantenía una constante atención e interés por todas las personas que encontraba, despertando un profundo afecto en cualquiera que le conociera.
Con esa edad viajaba en coche o avión por los tortuosos caminos de tierra de Uganda o se venía a Kigali a visitarnos y de allí, sin demora, a Nyanza y Butare, casi en la frontera con Burundi, para ver a cualquiera que conociera o del que tuviera referencias: estudiantes universitarios, una viuda, una chica en un internado, o amigos, muchos amigos. Así que la sola noticia de su llegada significaba movimiento.
Recuerdo que un día llegó la noticia de que se había caído y se había roto la clavícula. A mí eso me parecía grave, pero al poco tiempo apareció en el aeropuerto con su brazo en cabestrillo como si tal cosa, y de allí a hacer Escuela de Comunidad en inglés, en ruandés, en francés, sin importar la fatiga extra de la traducción, los viajes, el calor, los controles militares, etc. El no solo nos acompañaba, sino que mantenía un constante deseo de todo y todos, cuidando la amistad entre nosotros.
En su incesante actividad, hay algo que me ha permitido recordarle todos estos años. Cada cosa era ocasión para rezar la Consagración, un encuentro fugaz, una reunión, pero también cada una de las veces que montábamos en coche, aunque fuera porque habíamos parado a echar gasolina, todo era ocasión para rezar la Consagración.
Hoy aún lo hago, rezándola con mi mujer y mis hijos, al menos cada vez que nos subimos al coche…
Gracias, padre Tiboni.
Nacho Valero
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