Padre Manuel, fraile capuchino de la primera hora de GS, falleció el 11 de marzo en Milán. Publicamos algunos fragmentos de su testimonio en 2004 con motivo del cincuenta aniversario de su ordenación, donde narra su encuentro con don Giussani. «Estoy aquí de milagro», decía. Así empezó todo
Corría el año 1954. En marzo canté misa como fraile capuchino. Por aquella época llegó una disposición de mi Congregación por la que debía estudiar un año más de Teología. Dejamos la casa de la Plaza Velázquez en Milán donde se ubicaba nuestra facultad, y nos fuimos al barrio de Musocco, en el convento situado frente al Cementerio Monumental. Una mañana de septiembre, estaba solo en el convento, porque todos mis compañeros estaban en la capilla del cementerio celebrando misa. Sólo quedaba conmigo el fraile encargado de la portería que, en un momento dado, me llamó: «Hay un sacerdote que quiere confesarse». Le respondí: «¡Los “padrini” (término coloquial con el que los capuchinos llamaban a los recién ordenados, ndr) no confiesan a los sacerdotes!». El portero no se quedó conforme y tuvimos una pequeña discusión. Él sabía perfectamente que no se pide a los frailes jóvenes que confiesen a los sacerdotes, entre otras cosas porque puede que el mismo sacerdote no quiera. Podría haber dicho: «Vale», sin embargo insistió: «Lo sé, pero no hay nadie más». Volvimos a discutir e incluso hirió mi orgullo al decir que me estaba negando a hacer un gesto de caridad («para eso no vale la pena estudiar tanto», me dijo). Estaba yo a punto de marcharme cuando me dijo aquello, entonces le dije: «Está bien, confesaré a “tu” sacerdote».
En el tranvía hacia Milán
Fui a confesar a aquel sacerdote, sin verle ni siquiera la cara. Todavía hoy me siento incómodo al confesar, porque quisiera ser yo el que se acusa de sus pecados. Entré en el confesionario, le confesé y salí. No nos vimos las caras. Sin embargo, él debió captar una cierta sintonía en las escuetas palabras que le dije. Al salir del confesionario, fui a mi celda, cogí mi mochila para ir a la ciudad, subí al tranvía y allí me encontré con un sacerdote que me dijo: «¿Usted reside aquí, en este convento?». Entonces me di cuenta de quién era. «Seguiré aquí más o menos un año», contesté. Y él empezó a hablarme de sus planes, porque se había dado cuenta de que los jóvenes desconocían el cristianismo, el Hecho cristiano (de allí a unos días comenzaría su clase de Religión en el Liceo Berchet de Milán). Nunca dejamos de vernos.
La vida entera se convertía en algo bello
Lo que me impresionó inmediatamente de don Giussani fue su pasión por el Misterio de la Iglesia, por la Encarnación, que era siempre para él el factor más incisivo. Recuerdo lo que me dijo durante un viaje en tren. Íbamos a Brescia y él empezó a golpear el cristal de la ventana mientras decía: «Si uno no se mide con esta realidad, si no se compromete, si no se implica con este material, no puede entenderlo», hablaba de la implicación con la realidad, con el hecho concreto del cristianismo. Para él, cada particular era importante, siempre, nunca era indiferente. Y era así por su percepción de la presencia sacramental, y por tanto sensible, del Misterio.
Cuando terminaba el raggio, había que volver a poner las cosas en su sitio, ordenar las sillas; además don Giussani nos invitaba a hacer una colecta para las misiones, subrayaba la importancia de la puntualidad. Durante las vacaciones en la montaña, después de una cierta hora, se daba un paseo por el hotel, no porque estuviera nervioso o por miedo a cualquier clase de peligro, sino para comprobar que había silencio. Por no hablar de la misa. Cuidaba cada detalle. No terminaba ninguna sin que él no volviera a la sacristía comentando los cantos, qué se yo, que no habíamos respirado en el momento justo. En el rezo de las Horas nos llamaba la atención sobre la pausa común, sobre la importancia de rezar con una sola voz, porque – decía – «si la oración no se convierte en un gesto bello, terminaremos rechazándola». Y así la vida entera se convertía en algo bello.
La intuición de Montini
Entre los recuerdos de aquellos primeros años, hay uno que guardo con particular conmoción. Un día, el cardenal Giovanni Montini envió una carta a mi convento para pedir que fuera a verle. Cuando fui, me preguntó cómo marchaba GS (el primer grupo de estudiantes que se congregó junto a don Giussani). Nunca olvidaré la respuesta que le di: «Mire, Eminencia, usted sabe que yo confieso a esos chavales. ¿Sabe de lo que más se acusan? Algo que usted no habrá oído en ninguna confesión: piden perdón, por ejemplo, porque en vez de sentarse a comer a una mesa donde tal vez hay una persona con más necesidad, más triste o más sola, alguien que aún no conocen, han optado por lo más cómodo y se han sentado a la mesa con alguien con quien la relación es más fácil. Uno que se acusa de esto entiende que debería sentarse a comer con quien más lo necesita o viene por primera vez, es un chaval que tiene verdadero sentido misionero, hasta tal punto que reconoce que no hacerlo es un pecado...». Al escucharme, el Cardenal intuyó que ahí había algo muy serio, y se alegró.
El padre Giannantonio, un hermano capuchino (que volvió milagrosamente de los lager de la última guerra, y que confesaba en lenguas extranjeras en el Duomo de Milán), aconsejó a dos sobrinos suyos que fueran a GS y solía decir: «Cuando la gente, que se dirige normalmente a un montón de tiendas, entra toda en la misma tienda, quiere decir que allí hay algo que vale mucho». El Cardenal Montini también lo intuyó.
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