Tras la muerte del fraile capuchino, Loretta cuenta su encuentro con él. Desde los años ochenta en la Católica hasta su último cumpleaños, con aquel enésimo «¡resiste en la fe!»...
He pensado tantas veces en escribir a Huellas, pero luego siempre me parece que no tengo nada nuevo de relevancia que decir y lo termino posponiendo. Pero esta mañana, cuando estaba en la oficina, he visto en el correo la newsletter y no he podido evitar pararme a leer el artículo sobre el padre Manuel. Me he sentido profundamente agradecida por tener este instrumento, que me ha permitido hacer memoria inmediatamente. Para mí, el padre Manuel fue un verdadero padre. He llorado mucho al conocer la noticia pero al poco rato ya me encontraba sumergida entre las miles de cosas que tenía que hacer. Así es, así estamos hechos, pero gracias a Dios no nos faltan los signos que nos rescatan, como ha sido para mí este artículo. Después, he pensado: yo también quiero decir algo de mi querido padrino, da igual si no se publica, no importa, me sirve a mí para hacer memoria de lo que aprendí con él, para no darlo por descontado.
Le conocí en los años ochenta en la Universidad Católica de Milán. Iba a su misa los lunes a las 12.30h porque me encantaba ese sacerdote tan humano y apasionado. Poco después, invitada por mi amiga Emma, empecé a ir a su estudio después de la misa: allí había muchos universitarios. No nos veíamos para hacer discursos, sencillamente comíamos juntos. Tenía un estudio muy bien equipado. Abrías un armario y había un fregadero, un hornillo para hacer café, tazas, cucharas… todo lo necesario para comer en compañía. Hacíamos la compra por turnos. A él le gustaba recordar que Jesús se reveló en Emaús dum pascitur (a la hora de comer) y así era para nosotros allí, la misma familiaridad. Luego, a las 14.15h nos echaba a todos porque era la hora de don Giuss: antes de dar la clase de la tarde, don Gius llegaba para confesarse, todas las semanas. Nosotros lo sabíamos y esperábamos fuera para ir después a su clase. A veces, se quedaba en el estudio con nosotros y entonces le ofrecíamos el “papillarius giussanianum", una grappa estupenda de Trento que traía Emma y que el padre Manuel había bautizado con ese nombre.
La verdad es que al principio, el padre Manuel me impresionaba mucho. Yo soy un poco tímida y aquel hombre tan fuerte me intimidaba. Pero luego la familiaridad fue creciendo, nació una confianza y un afecto que han permanecido siempre. Debajo del cascarón había un verdadero padre, de una ternura desmedida. Nunca olvidaré el día en que, nada más recibir su sueldo, tomó una parte y me lo dio diciendo: «Para pagar las tasas de la universidad». Me quedé de piedra y a punto estuve de rechazarlo, pero me fue imposible. Pocos días antes le había contado que mi familia hacía grandes sacrificios para que yo pudiera estudiar, y yo me cuidaba mucho de mirar en qué me gastaba el dinero.
Con él era imposible hacer discursos. La vida era absolutamente práctica, concreta: había que ir a Via Kramer a hacer un turno de secretaría, había que ir a recoger a alguien que venía, preparar a toda prisa un café o un almuerzo para alguna diaconía o algún encuentro del movimiento. Naturalmente, se podía estudiar allí con los amigos, y a los más cercanos a veces les pedía que le acompañaran a Edolo, donde, con una sabiduría de ingeniero-arquitecto-albañil, había transformado los viejos barracones en un pueblo espléndido y limpio, ordenado, bonito, a disposición de familias y jóvenes que hicieron allí las vacaciones durante años. Yo era una de ellos y recuerdo cómo aquellas vacaciones me “construyeron”, sobre todo me abrieron a la dimensión de la belleza y de la caridad, porque allí no había ni una piedra fuera de lugar. Incluso cuando nos parecía que tanto orden era casi una manía, luego nos dábamos cuenta de que obedecía a algo más grande. De ahí nació mi amor por los detalles, por la belleza, por el sentido de cada cosa. Y cómo nos reíamos cuando él se enfadaba porque nos equivocábamos al colocar las cucharillas del café, y nos repetía que no omnium est ratio, no todos saben usar la razón. Porque cada cosa está hecha para algo y si no lo respetas violentas la realidad. ¡Y esto se puede aprender hasta con las cucharillas del café!
Y luego estaba la caridad, la fraternidad entre nosotros. Cantábamos juntos mientras lavábamos los platos, poníamos la mesa, pintábamos alguna de las casetas, hacíamos una excursión, jugábamos con los niños, íbamos a misa… ¡La vida era una! Y en medio de toda esa belleza, tengo que decir que llena de gratitud, descubrí mi vocación. Todo era ocasión para aprender, incluso a conducir. Íbamos a Edolo y él, naturalmente, conducía y me decía: «¿Ves a ese que va ahí delante? No sabe conducir. Mira cómo frena en las curvas. Tú, sin embargo, aprende a reducir las marchas».
Podría contar cientos de anécdotas.
Sólo quiero decir una última cosa: tenía una capacidad extraordinaria de comprender lo humano, la fragilidad, la debilidad. Siempre me decía su imperativo clásico: «¡Resiste en la fe!», también me lo dijo hace poco, el 1 de enero, cuando me felicitó por mi cumpleaños vía skype. En esa frase captaba el drama humano de cada uno, su lucha para que Cristo venza en toda circunstancia. Y verdaderamente ha vencido.
Loretta (Ecuador)
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