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«Una herida que no hay que temer»

Las preguntas que plantea el director de la revista del Patriarcado de Moscú

¿Cuántas veces hay que ver un homicidio en el telediario para terminar acostumbrándose y quedar indiferentes? ¿20, 200, 2.000 tal vez? No conozco la respuesta exacta a esta pregunta. Solo sé una cosa: cada vez que vemos en televisión un atentado, nos hacemos menos sensibles a la violencia y a la muerte. El mal se infiltra en nuestra rutina. Y espontáneamente nace el deseo de tomar distancias, de evadirnos de ese horror: yo ahora estoy en mi casa, mientras todo eso que sale en televisión no está aquí, está en otro sitio, lejos.

En realidad, lejos no es un concepto geográfico, no se refiere a Europa u Oriente Medio, no afecta a las distancias entre lugares. El concepto lejos empieza a predominar la dimensión interior: la lejanía de mi corazón con respecto al corazón del que sufre, o bien de ese corazón que latía hasta hace poco tiempo.

Pero la geografía aún no ha quedado abolida. Para unos ha supuesto un shock ver los atentados de París y Copenhague, para otros los de Homs y Maaloula, para otros incluso los de Donetsk y Lugansk. ¿Qué ha pasado para que en Europa los hijos de emigrantes de segunda generación se hayan hecho islamistas? ¿Qué ha pasado para que ucranianos y rusos lleven meses combatiendo en una guerra sangrienta? Las respuestas de los políticos no suenan muy convincentes. Nosotros buscamos respuestas a las preguntas a la luz del Evangelio y hablamos tímidamente de libertad, de la necesidad de buscar el sentido de la vida.

Pero también tenemos que hablar del dolor. ¿Puedo consentirle a esta herida que viva en mi corazón o busco con todas mis fuerzas la manera de censurarla, de quitármela de encima? ¿Este dolor pasa a formar parte de mi oración o tiene una vida propia, aparte? ¿Es un dolor que me aniquila o me permite descubrir una nueva dimensión de mi fe?
A principios del siglo XX, un monje ruso que pasó toda su vida en el monte Athos tuvo una revelación: «Ten tu mente en el infierno y no desesperes». Han pasado casi cien años y estas palabras, como muchas profecías, van desvelándose con el tiempo. Hoy ya no las percibimos como una revelación personal, ligada a las circunstancias propias de la vida de un individuo concreto. Estas palabras están asumiendo un carácter universal, se están convirtiendo en una revelación para toda la humanidad.

El flujo de la información lanza nuestra mente a la oscuridad. Televisiones, satélites, internet… Hoy las tragedias del mundo tienen lugar ante nuestros ojos. Y nosotros sentimos el cansancio de este espectáculo de sufrimiento, caemos en la desesperación. Sin duda, cansancio y desesperación son muy cómodas cuando tu entorno te obliga a bajar el nivel de responsabilidad, cuando te apremian para que te conformes con un poco menos de libertad para hoy, y un poquito menos aún para mañana.

Cansancio, miedo y desesperación nos alejan cada vez más de la libertad. El lugar de la fe trata de ocuparlo una ideología que propugna una nueva interpretación de los textos sagrados y una vida vivida dentro de un marco rígido de tradiciones para-religiosas. Parecería que en esta alternativa hay un rigor y una simplicidad que suponen una ventaja respecto al caos de la vida contemporánea. Y entonces se convierte en enemigo cualquiera que prefiera el caos u otras tradiciones religiosas. Pero si llamamos al otro enemigo, la posibilidad de encontrarnos con él se iguala a cero. La guerra se hace más real para destruir al adversario. Europa tal como la conocíamos, ¿conseguirá resistir o su desnuda belleza, arraigada en la tradición cristiana, está destinada a perecer? No me atrevo a dar una respuesta, pero para llegar a ellos debemos empezar a plantearnos estas preguntas.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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