He leído tres veces el artículo «El desafío del verdadero diálogo» de Julián Carrón publicado en ABC el pasado 18 de febrero. Las dos primeras veces –una yo solo y la otra en compañía– lo leí porque lo había escrito Carrón. La tercera vez lo leí sin más, y solo en ese momento me di cuenta de su importancia.
Me ha llamado la atención la precisión con que el artículo identifica los problemas que salen a la luz con los atentados de París y Copenhague como problemas nuestros, de tipo cultural, es decir, que tienen que ver con la concepción que ante todo tiene Europa de sí misma. Me sorprende la observación, de capital importancia, que liga la misión y la identidad de Europa a la recuperación de su raíz popular y al verdadero significado de la laicidad.
Es verdad: la relación entre hipótesis de vida diferentes no es posible en un plano abstracto, solo en una experiencia de pueblo, es decir, en una vida. La diferencia se convierte en una premisa para relaciones donde solo prevalece la ideología. Al contrario, donde prevalece la vida las posibilidades se multiplican.
Hace unos días, con motivo del funeral de mi suegro, me impresionó ver en la iglesia a su cuidadora, marroquí y musulmana, que rezó con nosotros, su familia. Esta mujer no pensó: «yo soy musulmana, estos son cristianos», solo pensó que quería a mi suegro.
La vida no tiene condiciones previas. Sobre esto, mi experiencia en la escuela “Oliver Twist” de Cometa, en Como, es muy precisa. Hay muchas chicas musulmanes que se dedican sobre todo a los cursos textiles. Puesto que los demás cursos son de camareros y cocina, y carpintería y decoración, oficios mayoritariamente masculinos, es comprensible que una musulmana elija el de textil.
Pero eso no es una premisa, no es una condición previa, es solo el rasgo de una experiencia humana, religiosa y humana. Una chica islámica no trabaja como camarera, no sirve carne. Pero por lo demás, estas chicas están perfectamente integradas en el trabajo y en la compañía humana que sostiene este centro.
El director, Alessandro Mele, me cuenta que entre los episodios que están en el origen de la escuela “Oliver Twist” está también el del padre de un chico musulmán de tercero que solía ir a las actividades extraescolares de Cometa. «O hacéis vosotros una escuela», les dijo, «o dejo a mi hijo en casa».
No quiero hacer ahora apología de nada, pero está claro que este padre tenía un juicio negativo no sobre el cristianismo sino sobre la escuela. Y que su petición de hacer una escuela nueva no nacía de sus simpatías por el cristianismo: nacía de un acto de confianza humana. «Esta», debió haber pensado, «es gente de la que uno se puede fiar».
Pero la confianza nace en la concreción de una experiencia, nace de hechos, de la vida. Uno se fía de alguien que dice “yo”, no se fía de un robot. Si Cometa no viviera la fatiga cotidiana de la vida, si no realizase cada día la ascesis de «amar la verdad más que a sí misma» (¡las tres premisas de El sentido religioso son verdaderamente la síntesis de toda nuestra civilización!), las «razones de la vida», como decía Havel, dejarían inmediatamente el paso a las «razones del poder».
Y viceversa, donde prevalece la ideología (cualquier ideología) prevalece la sospecha, y nada como la sospecha para abrir la puerta a la nada.
Décadas de intelectualismo han devastado la idea natural de la persona, del yo, que no nació de un experimento abstracto sino de un crisol de pueblos y culturas.
Si tuviera que dar crédito a mi intelectualismo, diría que esa unidad ya no se puede reconstruir. Pero luego miro a la cuidadora de mi suegro, miro a las chicas musulmanas de Cometa, y me doy cuenta de que donde la sencillez de la vida prevalece sobre la obsesión de la diferencia, la persona y el diálogo renacen.
El diálogo es posible porque está aquí, presente. Por eso, a pesar del Isis, vale la pena estar aquí y trabajar: Europa es y sigue siendo un lugar maravilloso.
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