«Sapere aude». ¡Atrévete a pensar con tu intelecto! Ese es el lema de la Ilustración», nos dice Kant. Resulta que hoy en día utilizar correctamente el intelecto nos lleva a dudar de que el duelo entre la Ilustración y el oscurantismo, tal como se pensó en el siglo XVIII, sea lo mejor para entender la situación actual. El 7 de enero, Francia se vio conmocionada por el salvaje atentado contra la redacción de Charlie Hebdo. Aplicar a este suceso el binomio Ilustración/oscurantismo nos lleva a considerar a la revista Charlie Hebdo del lado de la Ilustración y a los asesinos del lado de las tinieblas de la Edad Media. La idea tiene la ventaja de ser una simpleza, pero el inconveniente de ser inadecuada.
Se ha observado que una revista como Charlie Hebdo es una singularidad francesa. Dicha singularidad radica en que Francia, aun enorgulleciéndose de sus instituciones republicanas, ha conservado más que otros países una estructura monárquica. Ahora bien, los reyes tenían a sus bufones; la República, por su parte, reconoce que una revista como Charlie Hebdo es de utilidad pública. Al igual que era su condición de bufón lo que permitía a éste decir lo que decía, en nuestros días es la condición «publicación irresponsable» revindicada en su cabecera la que autoriza a Charlie Hebdo a publicar las caricaturas que publica. Se percibe entonces lo que hay de molesto en las llamadas a la unidad nacional en torno al eslogan «Yo soy Charlie»: la República se identifica con sus bufones. Pero en este caso, ¿quién es el guardián de la razón a la que apelaba la Ilustración? Afortunadamente para nosotros, la Ilustración tenía mucho más que afirmar y transmitir que la “libertad” de reírse de todo.
En cuanto a los asesinos, estarían del lado del oscurantismo del que creíamos que la modernidad nos había librado definitivamente. Está tan arraigada la idea de que el progreso es imparable, inscrita en el sentido de la historia, que cuando suceden hechos que no se integran en el relato del «siempre mejor», se miran como estigmas de un pasado que tarda en desaparecer, el resurgir del arcaísmo en el mundo moderno, una suerte de recaídas. La verdad es más siniestra. Los asesinos a los que nos enfrentamos no son fósiles, seres de la pre-Ilustración que andan perdidos en el siglo XXI, sino criaturas de nuestro tiempo. No surgen de un pasado atrasado, sino del presente postmoderno. No son hijos de un mundo antiguo, sino de una Europa que ha roto todos sus vínculos y que va a la deriva por falta de peso. No son seres extraviados a causa de la religión, sino los nuevos ciudadanos de una sociedad que, tomando las palabras de Marx y de Engels, «ha ahogado en las aguas heladas del cálculo egoísta los estremecimientos sagrados del éxtasis religioso, del entusiasmo caballeroso, del sentimentalismo pequeño-burgués» y, se podría añadir, en las aguas templadas del entretenimiento sarcástico. En ese vacío espiritual, debatiéndose, algunos agarran el primer mástil podrido que le tienden unos brazos perversos y toman una senda diabólica como vía de salvación.
La Ilustración tiene su grandeza. Emancipó al espíritu de los límites demasiado angostos que le imponía la tradición. La Ilustración tiene también su punto de ceguera: no tuvo en cuenta la categoría de la posibilidad. Los filósofos de la Ilustración no eran hijos de la naturaleza, sino hijos del cristianismo y de una larga tradición de pensamiento que les acompañaba, aun con sus trabas. Obviando ese hecho, sus sucesores creyeron que servir y hacer triunfar el espíritu de la Ilustración era purgar el mundo de todo lo que parecía limitar el reino de ese espíritu. Pero esto equivale a querer un primer piso y los siguientes sin contar con el bajo sobre el que apoyarse. Y a medida que los muros de carga van haciéndose demasiado frágiles, resulta inevitable el desmoronamiento.
Refiriéndose a la matanza de la que fue víctima la redacción de Charlie Hebdo, el presidente de la República declaró: «Francia ha sido atacada en lo que tiene de más sagrado». Este retorno de la palabra «sagrado», con ocasión de un atentado que tenía como objetivo una revista que desde su origen ha hecho de la des-sacralización general y radical una práctica constante, debería llevarnos a reflexionar. Sacralidad de la libertad de expresión, dicen. Pero, ¿no deberíamos interrogarnos, más de lo que a menudo se hace, sobre lo que vale la pena expresar y que hace de la libertad de expresión algo tan valioso? «En cuanto a la libertad de expresión», escribía Simone Weil en 1943, «es cierto en gran medida lo que se dice, que sin ella no hay pensamiento. Pero es aún más cierto que cuando el pensamiento no existe, tampoco es libre. Ha habido mucha libertad de pensamiento en estos últimos años, pero no había pensamiento. Es más o menos la situación del niño que, no teniendo carne para comer, pide sal para salarla».
Lo que nos falta hoy no es la sal de la risa; tenemos de sobra para que nos exploten las arterias. Lo que nos falta es una clase de carne (o de pan) que alimente al hombre. Antes de criticar, hay que recibir con confianza, antes de reírse y de hacer escarnio, hay que edificar y respetar. La veneración forma parte de las necesidades del alma. Una civilización que no es capaz de dar a esa hambre el alimento que reclama, además de usurpar la calidad de la civilización, se prepara para días cada vez más difíciles. Aquí está la gran amenaza: la proliferación de almas muertas. De las cuales algunas, para tener la ilusión de estar vivas, esparcen la muerte a su alrededor.
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