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La voz de esos brazos que te acogen

Eugenio Mazzarella
10/07/2015
Eugenio Mazzarella.
Eugenio Mazzarella.

Nosotros formamos parte de la carne del mundo. Y esa carne es creada. Toda ella es digna en el evangelio de la creación, incluso su lado "material". Embriagados por la superioridad del espíritu, "nuestra" superioridad en el universo -la espiritualización de la técnica y su potencia operativa han provocado el paso de la "materia creada" al materialismo del espíritu-, demasiado a menudo «olvidamos que nosotros mismos somos tierra (Gen. 2,7)», y que la mirada de Jesús «estaba lejos de las filosofías que despreciaban el cuerpo, la materia y las realidades de este mundo». Este es el núcleo teológico de la encíclica de Francisco: la escena del mundo creado que es dos veces carne de Dios, como su creación y como creación que ha querido visitar al hombre encarnándose en el seno de la Virgen María.

Su corazón teológico-político es una ecología humana como "cuidado de la casa común". Un cuidado que no solo es ecología de la naturaleza sino ecología "humana" -de la "naturaleza" del hombre tal como nos es dada, espíritu y cuerpo, con su "biología" y su "historia"-, hoy fuente de extraordinarias preocupaciones por la guía mercantilista y tecnocrática de los progresos de la ciencia y de la técnica, y por una globalización denunciada como insostenible: «la inequidad planetaria, ambiente humano y natural que se degradan juntos». A un paso de la mera y sencilla iniquidad actual, con su histórico mysterium, frente al que todo hombre de buena voluntad está llamado a medirse. Mucho más que una crisis de valores y de modelo de desarrollo, que también lo es, nos encontramos en una situación que corre el riesgo de generar una ruptura antropológica, y que podría borrar del mapa la "casa" del hombre que hemos conocido, que no es solo la tierra que hasta ahora ha habitado sino él mismo, la naturaleza donde mora su espíritu, donde habita, donde Cristo ha querido anunciar su salvación "para siempre".

Si el hombre es visto como "bueno" a los ojos de Dios, y en la tradición judeo-cristiana es Dios que lo ve así, su tarea es entonces defender su "bondad": lo que ha sido y es, y debe ser. Recordando la Pacem in terris de Juan XXIII, Laudato si' completa y aclara su inspiración teológico-política, y su profecía. Pacem in terris anuncia la paz no solo sobre la tierra sino con la tierra, y eso consiste ante todo en la paz con el carácter terrenal del hombre, con la naturaleza y con la historia que le ha dado la creación; es paz con el hombre, con la imagen que Dios nos ha dado de nosotros mismos, la evidencia de nosotros a nosotros mismos y entre los hombres.

Una ecología de la naturaleza que no sean solo soluciones técnicas a problemas causados por un uso equivocado de la técnica -un círculo que corre el riesgo de hacerse infinito, llevando hasta la usura el medio ambiente que toma a su cargo- solo tiene posibilidades reales de éxito si se apoya en una «conversión ecológica» general del hombre contemporáneo. Un hombre invitado a posar sobre sí mismo la mirada que Cristo ya ha posado en él. Porque «no será posible comprometerse en cosas grandes solo con doctrinas, sin una mística que nos anime, sin "unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria" (Evangelii gaudium), (...) un dinamismo de cambio duradero (que) es también una conversión comunitaria».

La «gran riqueza de la espiritualidad cristiana», que ilumina la profecía de esta "conversión", no tiene ningún fin apologético sino que solo quiere ponerse al servicio, como "sal del mundo" de esta llamada, decisiva para su futuro, que tiene por delante el hombre contemporáneo, que debe sentirse "administrador responsable" de su casa común y no su "señor". Un señorío que hoy viste las ropas de una economía y unas finanzas que pliega la técnica sobre sus fines, que en algunos de sus rasgos es ya como un río que arrastra consigo a quien ha abierto los diques. Y los que pagan la usura sobre la "casa común" -su medio ambiente, su socialidad y su futuro- son los más "pobres", en definitiva los muchos, demasiados, casi todos los que no se sienten en los foros de poder del mundo, en el primer círculo de poder, donde el poder se gestiona no como un servicio a los hermanos, a la universal fraternidad humana, sino como auto-tutela de los propios privilegios.

Todo esto me parece la encíclica de Francisco. Pero hay algo más que todo esto, algo que el texto dice con una sencillez que me doy cuenta que he complicado. Una parresia, una sencillez ejemplar de posiciones y de palabras: un gran discurso sobre lo creado y el poder, inspirado en Francisco, el "poverello" de Asís, que desafía a la "ciudad de los hombres", a la "política" -sus desigualdades, sus cegueras, sus angustias por hacerse con el poder sobre los hombres y sobre las cosas-, para hacerse "ciudad de Dios", donde el hombre pueda vivir su necesidad en relación, con Dios, con los hombres y con las cosas.

Un discurso sobre la pobreza necesaria del hombre, que como pobreza de espíritu, cuando no necesidad de Dios, al menos es necesidad de los otros; y como pobreza material es necesidad de compartir un pan -los bienes del mundo: naturaleza, medio ambiente, sociedad, política, industria, economía, técnica; las cosas, relaciones y acciones donde nos apoyamos- que es común: ya sea el aire, el alimento, el agua. Estamos ante los fundamentos de la humanidad necesaria. Ninguna encíclica podría ser más universal, más católica que esta, porque al cuidar la casa común, "unidos por una misma preocupación", nada de este mundo resulta indiferente, ninguna necesidad del hombre es ajena, ya sea material o espiritual.

Por esto, más allá del reclamo pastoral, dirigido a la economía y a las finanzas, a la ética ineludible de sus fines sociales, incluso la firmeza doctrinal sobre la centralidad de la familia, sobre el rechazo a la teoría de género y las pretensiones de una tecno-ciencia irreflexiva que no ya dialoga con la filosofía, con la historia, con la ética, que pretende dictar desde los laboratorios un nuevo discurso sobre el hombre, que nunca cae en el tono del anatema que excluye, sino que invita a razonar juntos sobre las respuestas que estamos buscando para nuestras necesidades.

En esto, la encíclica ofrece un rasgo específico y general al mismo tiempo del pontificado de Francisco: la acogida está antes que el magisterio. Una gran intuición humana y pedagógica: la voz que estás dispuesto a escuchar es la de los brazos que te acogen; ante esa voz te haces más disponible para que te indiquen cómo se camina en el mundo donde esos brazos te permiten dar los primeros pasos. Para Francisco, la Iglesia solo será maestra de humanidad para el hombre contemporáneo si sabe ser maestra de maternidad.

Al terminar de leer la encíclica, sientes una extraña sensación. Una encíclica sencilla, llana, casi obvia. No hay nada que falte y todo parece obvio. Parece que no has encontrado ninguna novedad teológico-pastoral. Al final entiendes que el texto te pone delante de la obviedad de la verdad. Cualquiera que sea intelectualmente honesto, no puede dejar de decir: tiene razón. Para contradecirlo habría que construir por fuerza una ideología específica. Estamos ante una encíclica que ofrece a quien la lee con ojos puros la banalidad del bien. Que por amor al propio pueblo no puede acallarse.

Es una encíclica que plantea a la política europea, sobre todo a la de izquierda, un gran problema: si no ha sido un error, en esa gran plataforma de derechos (naturales, humanos, de ciudadanía) que ha sido siempre Europa, haber sido tan tímidos a la hora de reconocer sus raíces cristianas.

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