Cuenta Claudio Chieffo, introduciendo Desire -uno de los cantos que forman parte del cofre A todos hablo de ti, publicado con motivo de la exposición homónima dedicada a él en el Meeting de Rímini coincidiendo con los diez años de su muerte-, cómo delante de una pregunta de su hija («Papá, ¿pero tú dónde lees la música?») tuvo que preguntarse seriamente dónde tenían origen sus canciones.
Bastaría escuchar los primeros versos de esta pieza espléndida para encontrar ya una respuesta: «Yo leo la música en los campos de grano / y en las laderas de las colinas / en tus lágrimas desesperadas por un dolor infinito. / Por los vagones de un viejo tren / en los grandes sueños de un muchacho / entre todas las estrellas de la noche y la última de la mañana...». Pero la clave de lectura más hermosa la ofrece si leemos sus palabras. «Este gran deseo de componer música no es un fin en sí mismo, este gran deseo es de encontrar la belleza y permitir que otro la encuentren. Y este deseo es grandísimo, no acaba nunca».
Deseo, ¡qué gran palabra! Un término misterioso, manoseado pero tan fascinante... Recuerdo que Desire era también el título del primero disco que me compré, lo "nuevo" de Bob Dylan, en el lejano 1976, a los catorce años, con todas las esperanzas por descubrir. El deseo es lo que mueve el mundo, llevándolo a veces a elegir el mal –«el mal es una terrible posibilidad que llevamos dentro», dice Chieffo presentando la Ballata dell'uomo vecchio– pero que es el único capaz de guiarnos por ese camino que, a través de alegrías y fatigas, nostalgias y remordimientos, puede conducirnos a una plenitud, a un ciento por uno aquí, porque como dice Claudio, «todo lo que encuentras es un don».
Conocí a Chieffo en 1983, durante la visita de Juan Pablo II con motivo del Congreso Eucarístico, con miles de jóvenes reunidos en el circuito de Monza para esperarlo. Yo formaba parte del servicio de orden y él estaba entre los cantantes invitados a subir al escenario para recibir al Papa con sus canciones. Estaba lloviendo y llegué a casa totalmente empapado pero con la alegría de haber vislumbrado algo grande. Volví a verle en concierto aquí y allá, en una pequeña iglesia de Abbiategrasso, en los salones más grandes del recinto ferial de Rímini, pero nunca tuve ocasión de conocerlo en persona. En cambio sus canciones, poco a poco, empezaron a acompañarme, incluso en momentos decisivos.
Me pregunto a menudo por qué sus canciones han provocado en mí sentimientos tan fuertes. Hay un momento en el video documental incluido en el cofre, lleno de material inédito que permite a todos conocer su obra, que explica años después lo que me pasaba –a mí y a muchísimos otros– porque desvela lo que movía al propio Claudio. Es una escena ambientada en la Cascinazza de Buccinasco, el monasterio de monjes benedictinos donde el pintor William Congdon, amigo de Claudio, pasó los últimos años de su vida.
Bill se dirige a Claudio y le dice: «La verdadera belleza de tu canción está en que tú mueres ante la multitud. No importa dónde. Dios te hace morir donde Él quiere que muramos. Yo en mi estudio, tú ante la multitud». «Sin ese morir -añade- la canción no vive, igual que el cuadro no vive». Esto es lo que había detrás de cada verso de sus canciones, detrás de cada nota que salía de su guitarra: haber dado la vida entera para correr tras ese deseo de belleza que quería compartir con el que tenía delante.
He tenido la fortuna de formar parte del grupo de amigos que ha preparado la exposición sobre Chieffo presentada en el Meeting. Imágenes, fotografías, carteles de conciertos, páginas de la agenda personal de Claudio, pegadas en un muro suyo perímetro simulaba el cuerpo de una guitarra enorme, llena de canciones que se proyectaban continuamente en video, que cantábamos juntos cuando las voces y las guitarras de los amigos entraban en la muestra, con fragmentos de las canciones más famosas escritos en las paredes.
Estos meses me he preguntado muchas veces por qué he tenido la gracia de participar en esta aventura, junto a personas que han formado parte de la vida de Claudio. Yo, que nunca compartí con él una amistad que fuera más allá de sus canciones. Me lo he preguntado mucho, pasando las páginas de su agenda y deteniéndome una y otra vez, como si fuera de puntillas, por sus escritos y dibujos, temeroso de entrar en los rincones más íntimos y escondidos de su existencia. Hasta que un día me di cuenta de lo que estaba pasando.
Vino a mi mente lo que "Luz Ardiente", el monje budista amigo de Chiara Lubich, fundadora del movimiento de los focolares –¡cuántas analogías con la amistas que unió a Giussani con el monje Habukawa, presente también en el Meeting de este año!– dijo durante el funeral de Chiara, que murió, como Chieffo, hace exactamente diez años. «Ahora mamá Chiara ya no es vuestra», dijo a sus amigos cristianos. «Ahora ella es de todos». Al igual que Chiara ya no es solo de la Iglesia sino también de sus amigos de otras religiones y de todos los hombres de buena voluntad, también Claudio no es solo de su familia, ni de su pueblo de Comunión y Liberación, es que pasó por la exposición y que rio, lloró y se conmovió reviviendo pedazos de su propia existencia. Verdaderamente él es de todo, incluso de los que empiezan a conocerlo justo ahora.
«Una canción –escribió en una ocasión Bob Dylan, que a Claudio le gustaba especialmente– es algo que puede caminar solo»; y a quien le calificaba de poeta respondía que «una poesía es un hombre desnudo». Chieffo tuvo la capacidad de desnudar su alma y cantar la belleza como pocos, por eso él también fue poeta.
Ahora que sus canciones siguen saliendo del lector de CD de mi coche y que, por el camino que cada día me lleva a casa, me ayudan a redescubrir con él que todavía puedo tener «muchas ganas de cantar», comprendo que también podemos caminar solos, que somos capaces de contar no solo la vida de uno de los mejores cantautores de nuestro país, sino también y sobre todo el corazón de cada uno de nosotros.
Fausto Leali
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