«Es un momento de cambio, algo histórico». Tal cual, sin matices ni medias tintas. Para Carlo Petrini, 65 años, agnóstico, con un pasado en la izquierda italiana militante, fundador de Slow Food y alma mater de Terra Madre, una red global de campesinos y productores que nació para devolverle su dignidad a la tierra y a los que la trabajan, la encíclica Laudato si' es «un texto que cambiará la vida de mucha gente».
Usted ha dicho que la encíclica de Francisco es un texto lleno de «alegría revolucionaria»: ¿qué quiere decir?
Es un documento de una potencia extraordinaria. No solo habla a los creyentes, sino a todos. Nos reclama a nuestras responsabilidades, colectivas e individuales. Y al mismo tiempo no se limita a hacer una predicación moral y ética, sino que entra en la vida. Con análisis profundos en las causas y concausas del desastre medioambiental que tenemos ante nuestros ojos. Además, lo hace sin quitar en ningún momento la mirada de esa parte de la humanidad que paga el precio más alto de este desastre: los pobres.
¿Qué es lo que más le ha llamado la atención?
La visión de conjunto. La propuesta de Francisco es una línea de nuevo humanismo, de la que todos vemos su necesidad. Los que están preocupados por estos temas saben que no son cuestiones especializadas sino que afectan a la vida entera y a la política en su conjunto. Él nos ofrece un pensamiento global nuevo, capaz de abrazar toda esta complejidad.
Sin embargo no paran de aparecer etiquetas: ya le llaman el «Papa verde» y cosas por el estilo.
Los que lo hacen no han entendido nada. Estamos ante una cosa distinta. Es la propuesta de lo que él llama «ecología integral». El aspecto ecológico lo vincula a la existencia de un nuevo humanismo, de una sociabilidad diferente, un respeto hacia los pobres. A la necesidad de poner fin al paradigma de una economía que mata, y por tanto a una responsabilidad que tenemos todos. Porque la otra gran cuestión de esta encíclica es que interpela a la política y a los gobiernos, sí, pero nos habla a cada uno de nosotros. Nos ofrece la esperanza de que partiendo de pequeños gestos individuales, desde abajo, podemos incidir realmente en las cosas. Y lo hace con una lucidez de pensamiento que no encontraba desde hace tiempo.
¿De dónde nace esa esperanza?
Él habla de un diálogo alegre y dramático con el mundo. Pero, bien mirado, da mucho más peso a la alegría. La alegría de dialogar, de encontrarse, de trabajar para construir un cambio... Eso es lo que veo en él.
Uno de los hilos rojos del texto es «la convicción de que en el mundo todo está conectado»: el hombre y Dios, el hombre y la tierra, los hombres entre sí, pero también la economía y el medio ambiente, la contaminación de la casa común y la pobreza... Lo llama «el misterio de las múltiples relaciones que existen entre las cosas», algo que la tecnología y las finanzas, por sí solas, no pueden comprender. ¿Qué piensa usted?
Que todos somos responsables. De hecho el Papa se dirige a todos, creyentes y no creyentes. Yo soy agnóstico, pero tengo un gran respeto a todos los credos. Por ejemplo, he encontrado referencias preciosas a las religiones ancestrales, tan apegadas a la tierra, que me han conmovido. Insisto en que estamos ante una nueva forma de pensamiento. Y esto generará sin duda comportamientos distintos, también dentro de la propia Iglesia. Me imagino el trabajo que tendrá que hacer un párroco para informarse sobre los cambios climáticos...
¿Un párroco? ¿Por qué tendría que hacerlo?
Por lo que dice el Papa. Si no entiendes el cambio del clima, no entiendes la llegada de refugiados a Ventimiglia o a la estación de Milán. Los éxodos que estamos viendo también son fruto del clima que cambia, del desastre del medio ambiente, de la sequía... El desastre medioambiental lo pagan sobre todo los pobres. Pero vayamos a ese otro momento, precioso, cuando habla de la relación entre deuda económica y deuda ecológica. El norte y las grandes economías dictan a los países del sur del mundo lo que deben hacer porque tienen deudas económicas. Pero el norte nunca paga la contrapartida de sus deudas ecológicas con los países pobres: los desastres ambientales, el aprovechamiento de la tierra, el vertido de residuos... ¿Quién paga esa deuda? Nadie. ¿Y quién habla de ella? Nadie. El Papa sí lo hace. Son cuestiones que tenía muy claras desde que adoptó el nombre que lleva. Todos pensaban que era el poverello, el amigo de los pobres, etcétera. Pero no, es mucho más que eso.
El texto tiene un núcleo muy duro, donde el Papa recorre «el Evangelio de la creación» y escribe cosas como: «Decir "creación" es más que decir naturaleza, porque tiene que ver con un proyecto del amor de Dios». Como no creyente, ¿cómo lee usted estas palabras?
Yo vengo de la Iglesia, he militado en vuestro mundo. El «no creer», para mí, es una cuestión seria. No soy ateo, no niego a Dios: soy agnóstico. No consigo creer, no soy capaz. Dicho esto, me encuentro ante una reflexión teológica que leo con admiración y curiosidad. Porque él lo dice claramente: como el Papa Juan XXIII, se dirige «a todos los hombres de buena voluntad». Dice: la tierra es común, estamos dentro todos, pongámonos a trabajar juntos para salvarla. No hace distinciones.
¿Esta encíclica ha cambiado algo en su forma de mirar a la Iglesia?
Sí. En realidad, este Papa ha cambiado un poco mi manera de ver a la Iglesia. El factor del diálogo, al que él reclama siempre, es decisivo. No solo hablo del diálogo entre creyentes y no creyentes sino también, por ejemplo, entre católicos y ortodoxos. El Papa da una sacudida a una cuestión milenaria. Tú miras al patriarca Bartolomé y al Papa Francisco y ves a dos hermanos. Este hombre crea con el diálogo situaciones nuevas. Por otro lado, si me permite, ¿lo que dice cambia algo en vosotros, no creyentes, respecto a ciertos no creyentes? Yo creo que sí.
Hay un párrafo clave donde Francisco se pregunta: «¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo? (...) Si no está latiendo esta pregunta de fondo, no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan lograr efectos importantes. Pero si esta pregunta se plantea con valentía, nos lleva inexorablemente a otros cuestionamientos muy directos: ¿para qué pasamos por este mundo?, ¿para qué vinimos a esta vida?, ¿para qué trabajamos y luchamos?, ¿para qué nos necesita esta tierra? Por eso, ya no basta decir que debemos preocuparnos por las futuras generaciones. Se requiere advertir que lo que está en juego es nuestra propia dignidad». ¿Cómo responde usted a estas preguntas?
Yo aspiro a vivir en un mundo donde no se destruya la casa común y donde se den todas las condiciones necesarias para generar una vida solidaria de verdad, que no deje atrás a nadie. Donde se pueda convivir sin que haya gente que no tenga nada que poner a la mesa. Porque esa es la mayor vergüenza de este momento histórico: la «política del descarte», como la llama el Papa. Es algo que no tiene sentido. Usamos a las personas mientras nos sirven y luego, cuando ya no nos hacen falta, no nos importan. Este es un discurso que también me ha hecho reflexionar a mí.
El Papa llega hasta las consecuencias: de la cultura del descarte, para él, deriva también un tema como el aborto, por ejemplo.
Cierto, abre cuestiones que hay que plantearse y que yo me planteo. Entendámonos: para mí, quien defiende el aborto se equivoca. Son hechos vitales, es bueno que se hable de ellos, solo que luego en la vida cotidiana se generan diferencias y se corre el riesgo de volver a los sofismas.
El Papa termina hablando de las tareas que nos esperan y señala una que, en la práctica, nos afecta a todos: la educación. «La existencia de leyes y normas no es suficiente a largo plazo para limitar los malos comportamientos, aun cuando exista un control efectivo. Para que la norma jurídica produzca efectos importantes y duraderos, es necesario que la mayor parte de los miembros de la sociedad la haya aceptado a partir de motivaciones adecuadas, y que reaccione desde una transformación personal». ¿Cómo ve usted esta necesidad? ¿Qué puede ayudar a que se dé esta educación?
Adquirir esta conciencia es imposible sin el conocimiento. Si todo está conectado, en relación, para afrontar los problemas hay que ponerse a estudiar y profundizar. La educación también es prepararse para ello: entrar en el mérito. Es un proceso que algunos tal vez pensaban no hacer, creían que no era imprescindible. Pero no, es indispensable. Y es un trabajo enorme.
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