Consuelo Córdoba vive desde hace diecisiete años cubierta con un pasamontañas y conectada a unos tubos nasales después de que su rostro y su cuerpo quedaran desfigurados por un ataque con ácido por parte de su marido. Después de 87 operaciones, fijó fecha para su eutanasia el 29 de septiembre. En la nunciatura de Bogotá se encontró con el Papa para pedirle la bendición antes de morir. Él se la negó. «No, no lo harás», le dice. «Eres valiente y hermosa». Después de este encuentro, Consuelo decidió anular la cita. «El Papa me abrazó y me hizo este regalo. Ahora quiero vivir», cuenta, «porque Dios da grandeza a mi vida».
Rodrigo Londoño, líder de las FARC, escribió a Francisco: «He visto llorar de emoción a hombres, mujeres y niños que admiran su bondad y la luz de sus ojos. Dios está con usted, no cabe duda. Desde que puso el pie en mi país sentí que algo podía cambiar». Después suplica el perdón: «por todas las lágrimas y dolores que hemos provocado».
La carta del exguerrillero se dio a conocer durante el intenso viaje a Colombia del Papa, que partió como peregrino, dando en primera persona ese “primer paso” que pedía a todos en un país desgarrado por cincuenta años de guerrilla y terrorismo, con 260.000 muertos y más de 45.000 desaparecidos, inmerso en un doloroso proceso de paz.
En estos días el Papa ha dado muchos pasos y muy fuertes, sus gestos y palabras, intrínsecamente unidos, han sacudido, y no solo a Colombia, exactamente igual que «un huracán», como ha dicho Ingrid Betancourt: «Ha pasado moviendo las estructuras e interpelando íntimamente a los corazones. Nos ha obligado a mirarnos a nosotros mismos tal como nos gustaría ser y como deberíamos mirar a quien nos ha hecho daño». Su bondad lo juzga todo, abraza y pone en discusión. Francisco conoce bien la fuerza de cambio que lleva consigo. «La Iglesia es zarandeada por el Espíritu», dijo en medio de su viaje, «pero la renovación no debe darnos miedo».
«Estoy aquí para abrir mi corazón» Lo primero que llamaba la atención era que visitando un país tan crucial y probado no se dedicó en primer lugar a señalar con el dedo los grandes problemas pendientes de resolver, ni a denunciar. Se preocupó antes que nada de transmitir la inmensa estima que tiene por la gente que vive allí. Lo expresó a lo largo de todo el viaje, de mil maneras. «Vengo para aprender de ustedes, de su fe, de su fortaleza ante la adversidad», dijo en su primer saludo al pueblo colombiano desde el balcón del Palacio cardenalicio de Bogotá.
Lo mostró también con su respeto al hablar. «Estoy aquí no tanto para hablar yo sino para estar cerca de ustedes, mirarlos a los ojos, para escucharlos, abrir mi corazón a vuestro testimonio de vida y de fe», dijo a las víctimas del conflicto armado en el encuentro por la reconciliación. «Si me lo permiten, desearía también abrazarlos y, si Dios me da la gracia, porque es una gracia, quisiera llorar con ustedes, quisiera que recemos juntos y que nos perdonemos; yo también tengo que pedir perdón». Su método ha sido siempre el de observar las decisiones de Dios. «Él cambia el curso de los acontecimientos al llamar a hombres y mujeres en la fragilidad de su propia historia personal y comunitaria», como les dijo a los sacerdotes y consagrados el tercer día. «Somos parte de este cambio de época, de esta crisis cultural, y en medio de ella, contando con ella, Dios sigue llamando. A mí no me vengas con el cuento de que: “no, claro, no hay tantas vocaciones porque con esta crisis...”. Eso son cuentos chinos. Dios manifiesta su cercanía y su elección donde quiere, en la tierra que quiere y como esté en ese momento, con las contradicciones concretas, como Él quiere».
«La solución al mal»
La oración por la reconciliación nacional fue el momento central del viaje y tuvo lugar en el Parque Las Malocas de Villavicencio, ciudad situada a los pies de los Andes, símbolo del conflicto y que se abre a los llanos, esas explanadas infinitas donde se encuentran las dos almas de Colombia, la criolla y la mestiza, la ciudad y los indígenas.
El encuentro tuvo lugar en un gran escenario y ante un pequeño Cristo sin brazos ni piernas, hallado en la iglesia de Bojayá el 2 de mayo de 2002, cuando un ataque de las FARC acabó con la vida de 119 personas. Delante del Papa y de 260.000 personas brillaban las palabras del padre jesuita Francisco de Roux, uno de los mediadores del proceso de paz: «He visto con mis propios ojos el poder de transformación que tienen las víctimas. Su presencia no solo ha cambiado las negociaciones sino a los negociadores. Ha cambiado a las FARC».
Entre los testimonios de perdón, el de Pastora Mira García. Mataron a su padre, a su marido y a su hijo, y después de siete años de búsqueda encontró también el cadáver de su hija. Ofreció al Cristo mutilado una camisa que su hija había regalado a su hermano y todo su inmenso dolor. «Tenemos que romper esa cadena que se presenta como ineludible, y eso solo es posible con el perdón y la reconciliación concreta», dijo el Papa conmovido. «Y tú, querida Pastora, y tantos otros como tú, nos han demostrado que esto es posible». Tras mirar las marcas corporales de las víctimas y de los exguerrilleros («somos víctimas, inocentes o culpables, pero todos víctimas»), le dijo a otra joven víctima, llamada Luz Dary: « Aunque aún te quedan heridas, tu andar espiritual es rápido y firme. Con tu amor y tu perdón estás ayudando a tantas personas a caminar en la vida, y a caminar rápidamente como tú».
Durante el encuentro se hizo carne el pasaje sobre la justicia en la Evangelii Gaudium: «El autor principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada». Aquí se hizo incluso más radical: «Jesús encuentra la solución al daño realizado en el encuentro personal entre las partes. Ningún proceso colectivo nos exime del desafío de encontrarnos, de clarificar, perdonar. Las hondas heridas de la historia precisan necesariamente de instancias donde se haga justicia, se dé posibilidad a las víctimas de conocer la verdad, el daño sea convenientemente reparado y haya acciones claras para evitar que se repitan esos crímenes. Pero eso solo nos deja en la puerta de las exigencias cristianas». Lo que está pasando en Colombia va más allá: «El que es víctima está llamado a tomar la iniciativa para que quien lo dañó no se pierda. Con la ayuda de Cristo, de Cristo vivo, es posible vencer el odio y la muerte».
El hombre concreto
La invitación de fondo, transversal a todo el viaje, era tener siempre fija la mirada en el hombre concreto. Así lo pidió con palabras y en cada uno de sus actos, en cada caricia a los militares en silla de ruedas, a las víctimas, a los enfermos, al niño que rompió el protocolo y se dirigió a él con la bandera de Venezuela, por la que Francisco ha pedido rezar tantas veces.
En el encuentro con los obispos colombianos, dijo: «No sirvan a un concepto de hombre, sino a la persona humana amada por Dios, hecha de carne, huesos, historia, fe, esperanza, sentimientos, desilusiones, frustraciones, dolores, heridas, y verán que esa concreción del hombre desenmascara las frías estadísticas, los cálculos manipulados, las estrategias ciegas, las informaciones falseadas». Y reclamó a algo esencial: «a la Iglesia no le interesa otra cosa que la libertad de pronunciar este nombre, Jesús. No sirven alianzas con una parte u otra, sino la libertad de hablar a los corazones de todos».
El corazón impaciente
Sus palabras, sus ejemplos, incluso sus bromas, son una manera de recordar siempre que el mundo no se cambia con giros inesperados, políticas o esfuerzos imposibles. Pidió conservar «la serenidad», aprendiendo del Señor. «Sus tiempos son largos porque es inconmensurable su mirada de amor. Cuando el amor es reducido el corazón se vuelve impaciente, turbado por la ansiedad de hacer cosas, devorado por el miedo de haber fracasado. Crean sobre todo en la humildad de la semilla de Dios. Fíense de la potencia escondida de su levadura».
A los jóvenes les dijo: «Escuchen esto que les pido: ayudadnos a sanar nuestro corazón. A no acostumbrarnos al dolor». Les invitó a comprometerse, pero «no por el resultado obtenido». Fue una constante este reclamo a no medir los resultados, a un camino lento y siempre abierto, que no termina en los hombres, incapaces de cumplir lo que deseamos. Así lo hizo desde la primera homilía de su viaje. «Navega mar adentro», como dijo Jesús en la barca de Pedro. «Podemos enredarnos en discusiones interminables, sumar intentos fallidos y hacer un elenco de esfuerzos que han terminado en nada; igual que Pedro, sabemos qué significa la experiencia de trabajar sin ningún resultado». Pero Pedro es también «el hombre que acoge decidido la invitación de Jesús, que lo deja todo y lo sigue». Jesús, su forma de mirar y escuchar, siempre estaba en el centro de todas sus intervenciones. Jesús es «el paso irreversible», el paso del Padre que siempre va primero. «Cuiden pues, con santo temor y conmoción, ese primer paso de Dios hacia ustedes», dijo a los obispos.
«El Señor no es selectivo»
Francisco ha hecho de la «inclusión» una prioridad absoluta, a todos los niveles, en la vida cotidiana, en la vida de la Iglesia y de las comunidades. «El Señor abraza a todos», dijo el primer día. «No es selectivo, no excluye a nadie. Y todos -escuchen esto- todos somos importantes y necesarios para Él». También en la construcción social, tanto que lo repite en su encuentro con las autoridades políticas. «Los animo a poner la mirada en todos aquellos que son postergados y arrinconados. Todos somos necesarios. La sociedad no se hace solo con algunos de “pura sangre”, sino con todos».
Reclamó como absolutamente central el respeto a la vida, sobre todo la más débil e indefensa, e hizo resonar las palabras de Gabriel García Márquez: «Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida». Es posible «una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad».
La “no exclusión” atravesó todo su viaje, también en la dureza del tono de su homilía en Medellín. «Cuánta gente tiene hambre de Dios. Y, como cristianos, les debemos ayudar a que se sacien de Dios; no impedirles o prohibirles el encuentro. Hermanos, la Iglesia no es una aduana, quiere las puertas abiertas porque el corazón de su Dios está no solo abierto, sino traspasado por el amor que se hizo dolor. No podemos ser cristianos que alcen continuamente el estandarte de “prohibido el paso”, ni considerar que esta parcela es mía, adueñándome de algo que no es absolutamente mío».
Ser discípulos
También en Medellín explicó cómo vivir siendo discípulos. Contó cómo Jesús pidió a los primeros un gran esfuerzo de purificación. Ellos se sentían seguros de ciertas prácticas, de lo que sabían y entendía, pero les dispensaba de la inquietud, de preguntarse: «¿Qué es lo que le agrada a nuestro Dios?». De modo que Jesús les señala que «cumplir es caminar detrás de Él, y que ese caminar los ponía frente a leprosos, paralíticos, pecadores. Esas realidades demandaban mucho más que una receta o una norma establecida. Para el Señor es de suma importancia que no nos aferremos a cierto estilo. Ir a lo esencial es más bien ir a lo profundo, a lo que cuenta y tiene valor para la vida. Jesús enseña que la relación con Dios no puede ser un cumplimiento de ciertos actos externos que no llevan a un cambio real de vida. Tampoco nuestro discipulado puede ser motivado simplemente por una costumbre, sino que debe partir de una viva experiencia de Dios y de su amor». Y terminó diciendo: «manténganse firmes y libres en Cristo, porque toda firmeza en Cristo nos da libertad. Asuman con todas sus fuerzas el seguimiento de Jesús, conózcanlo, déjense convocar e instruir por Él, búsquenlo en la oración y déjense buscar por Él en la oración, anúncienlo con la mayor alegría posible».
En su encuentro con los religiosos, dio indicaciones precisas para «permanecer en Jesús»: tocar su humanidad, su mirada y sus sentimientos, porque Él «contempla la realidad no como juez, sino como buen samaritano». Lo cual significa conocer sus gestos y palabras. «No me respondan, se responde cada uno a sí mismo. ¿Cuántos minutos o cuántas horas leo el Evangelio o la Escritura cada día? Quien no conoce las Escrituras, no conoce a Jesús. Quien no ama las Escrituras, no ama a Jesús». Y añadió: «Interpretar la realidad con los ojos de Dios». Es decir, la oración. «En la oración crecemos en libertad, nos saca de estar centrados en nosotros mismos y nos lleva a ponernos con docilidad en las manos de Dios». Oración no solo como petición. «Acostúmbrense también a adorar, adorar en silencio. Aprendan a orar así».
«El protagonista de la historia es el mendigo» El penúltimo día, en el discurso en la Nunciatura de Bogotá, se dejó invadir por la experiencia de Pedro, a quien Jesús «le dio el nombre». Pero un nombre que tenía «diversas melodías», que Pedro vivió «a lo largo de su vida», atravesándolo todo: amando, equivocándose, creyendo, traicionando… «Pero el nombre no perderlo», dijo el Papa. «Cuando Jesús nos llama y nos da el nombre, no nos da el seguro de vida, ese lo tenemos que defender nosotros con la humildad, con la oración, y pedirle al Señor. Danos fuerzas Señor, para que podamos seguir cada uno en lo que nos has llamado. Pero nadie tiene asegurada la perseverancia en ese nombre, hay que pedirla. No se olviden, si quieren triunfar en la vida como Jesús quiere, mendiguen, porque el protagonista de la historia de la salvación es el mendigo».
Testigos
Han sido muchos rostros, del pasado y del presente, los que ha puesto ante los ojos de los colombianos y del mundo entero. Rodo lo que decía, todo lo que resulta tan deseable y parece imposible, es en cambio posible, se ha hecho realidad en alguien. Son personas que «nos hacen salir de nosotros mismos». Sus discursos estaban llenos: santo Toribio de Mogrovejo, santa Laura Montoya, el beato Euse Hoyos… «El Señor nos enseña a través del ejemplo de los humildes y de los que no cuentan». Nos contó la historia de María Ramos, de Isabel y su hijo Miguel, que reconocieron a la Virgen de Chiquinquirá, patrona de Colombia.
Testigos privilegiados fueron los dos mártires beatificados en Villavicencio, Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, el obispo secuestrado y asesinado por la guerrilla en 1989; y el sacerdote Pedro María Ramírez Ramos, licenciado en 1948. Pero su compañero de viaje fue san Pedro Claver, el «esclavo de los negros para siempre», como se hizo llamar el día de su profesión solemne. Esperaba las naves que llegaban desde África para el mercado de esclavos y los recibía sin poder comunicarse con palabras, solo con gestos. «Una caricia trasciende todos los idiomas», afirmó el Papa. San Pedro Claver murió solo en su celda, después de cuatro días de abandono y enfermedad. «Así paga el mundo; Dios le pagó de otra manera».
Francisco remitió una y otra vez a estos hombres santos, como «miles de colombianos anónimos que, en la sencillez de su vida cotidiana, han sabido entregarse por el Evangelio. Nos muestran que es posible seguir fielmente la llamada del Señor, que es posible dar mucho fruto, aun ahora, en estos tiempos y en este lugar».
La certeza
En Cartagena el viaje tocó a su fin. Una vez más Francisco volvió a provocarnos. «No nos quedemos en “dar el primer paso”, sino que sigamos caminando juntos cada día para ir al encuentro del otro. Renunciando a la pretensión de ser perdonados sin perdonar, de ser amados sin amar». No es una fuerza nuestra. «Solo Él es capaz de desatar aquello que para nosotros parece imposible, Él nos prometió acompañarnos hasta el fin de los tiempos, y Él no va a dejar estéril tanto esfuerzo».
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