El Cardenal ANGELO SCOLA, Patriarca de Venecia, reflexiona sobre la necesidad de un cambio del ordenamiento normativo que regula las políticas sociales para dejar espacio a nuevos modelos, sin poner en discusión los principios de solidaridad e igualdad que han caracterizado la puesta en marcha de los sistemas del Estado de Bienestar
Incluso un profano en materia económica sabe lo suficiente como para afirmar que, a partir de la primera mitad de los años 90, todos los sistemas de bienestar europeos han tenido que afrontar la transformación, profunda y a veces confusa, del contexto social en el que se habían desarrollado. Esto ha sucedido por el estímulo de fenómenos complejos, de naturaleza exógena –como la dinámica de la globalización económica y social, o los nuevos problemas surgidos del “mestizaje de las civilizaciones”– y endógena –el envejecimiento de la población y a modificación de los sistemas de ocupación y desempleo–.
UN CAMBIO DE PARADIGMA. Hasta ahora la respuesta ante esta situación ha consistido en un “reajuste”, pero ahora se ve claramente que es necesario un auténtico cambio de paradigma. Es necesario un cambio profundo del ordenamiento normativo que regula las políticas sociales para dejar espacio a nuevos modelos, sin poner en discusión los principios de solidaridad e igualdad que han caracterizado la puesta en marcha de los sistemas del Estado de Bienestar. En particular, ya no parece impensable que se pueda modificar la identificación total entre políticas sociales y políticas públicas, de hecho otros sectores sociales (el mercado, las familias, las organizaciones) están empezando a revelar su capacidad para afrontar las nuevas necesidades de forma más eficaz que el Estado.
En el cauce de este replanteamiento ha nacido la idea de la “sociedad del bienestar”, con diversas modalidades de aplicación orientadas a la subsidiariedad. Sus implicaciones invierten todos los modelos de políticas sociales conocidos hasta ahora, estableciendo un cambio que ya es visible en algunos experimentos realizados, sobre todo, a nivel regional.
En el origen de la propuesta de una sociedad del bienestar se encuentra la hipótesis de un cambio en la concepción del Estado social, a partir de la necesidad de pasar de una concepción individualista de la ciudadanía a una visión personal y comunitaria de la misma. Dicha visión se basa en el reconocimiento de un pluralismo social articulado, en el ámbito de lo público, a través del principio de subsidiariedad. Esta nueva modalidad de ciudadanía nace del asociarse de los ciudadanos a través de la creación de cuerpos intermedios e iniciativas de base que favorecen la participación.
Evidentemente esta hipótesis cobra forma a partir de un cambio antropológico con consecuencias decisivas en la configuración de las relaciones entre el Estado y la sociedad. En el horizonte de esta antropología adecuada se sitúa la propuesta de un desarrollo integral, entendido como un camino realista y virtuoso, tal y como se encuentra en la encíclica Caritas in veritate (sobre todo el punto 45).
ANTROPOLOGÍA ADECUADA. La actual sociedad post-secular, técnicamente plural, ha reducido a escombros dos tenaces dogmas modernos. La llamada muerte del sujeto que sucedió a la declaración de Nietzsche sobre la muerte de dios. ¿Cómo? Todos nos damos cuenta de que la exaltación solipsista del individuo que debe relacionarse únicamente con sus fuerzas con un Estado leviatán (Hobbes), al que previamente ha donado pasiones y derechos, ha favorecido el nacimiento de un nuevo sujeto colectivo por obra de la tecno-ciencia.
En este sentido, el sujeto no muere en absoluto. Sobre las cenizas del viejo sujeto empírico surge un nuevo sujeto “tecnocrático” que amenaza con dejar al primero (el sujeto empírico), reducido a objeto, como una simple prótesis, una mera función del nuevo e inquietante sujeto colectivo. En esta perspectiva se ha llegado a definir al hombre con un énfasis, propio de Fausto, «como su propio experimento» (Jongen).
Pero, igual que en primavera encontramos brotes de hierba en terrenos abandonados y llenos de escombros, la experiencia humana elemental vuelve a despuntar. ¿Qué nos dice esta experiencia? Dice –como afirmaba Karol Wojtyla– que las relaciones, y de forma particular la relación hombre-mujer, individuo-comunidad son imprescindibles para el crecimiento del sujeto y para el emerger de su autoconciencia. El yo es relacional, comunional. Lo muestra con claridad el significado decisivo del nacimiento que sugiere Hölderlin en su poesía El Rin: «lo mejor lo puede el nacimiento y el rayo de luz que encuentra al recién nacido».
En efecto, el nacimiento no es sólo un hecho biológico sino, como afirmaba con genialidad Juan Pablo II, es sobre todo genealogía. No es sólo inicio sino, sobre todo, origen. Al pronunciar sus primeras palabras, el niño no hace otra cosa que testimoniar la promesa contenida en sus relaciones primeras con el padre y con la madre, que indican el origen que le precede y le introduce en la vida. No se da autogeneración.
La genealogía de Jesús que abre el Evangelio de Mateo expresa bien este dinamismo que implica la acción misma del Dios creador. El olvido del significado integral del nacimiento como origen está, junto a otros elementos, en la raíz del grave vacío educativo que mina a las sociedades multiétnicas de nuestros días. La cadena generacional corre el riesgo de romperse por el cansancio que causa “cuidar”, a través de la tradición, el significado de la vida.
IMPLICACIONES SOCIALES DEL MISTERIO TRINITARIO. La Caritas in veritate considera el desarrollo integral del hombre a partir de una antropología adecuada: la persona y la sociedad se miran desde su origen, desde lal puro obrar. El hecho de que la vida sea un regalo tiene que ver con toda la actividad humana, incluso la económica. Sólo así se comprende el peso, también técnico, que la “razón económica” (CV, 32, 36) da a la gratuidad. Sin ella el «mercado no puede cumplir plenamente su función» (CV, 35). La Caritas in veritate mira en este sentido al misterio de la Trinidad como paradigma.
Romano Guardini afirmaba que, en la Trinidad, el Amor es poner todo en común, hasta la identidad de la esencia y de la vida, al mismo tiempo que se realiza una custodia perfecta de cada persona. Estos elementos nos hablan de una perfección de unidad y de comunidad en Dios que corresponden con su fecundidad. De aquí nace una implicación decisiva para la vida social: «la Trinidad – dice Guardini - nos enseña que todo absolutamente todo podría ser, y al máximo nivel, común. Sólo una cosa no debería serlo: la personalidad, que debe permanecer intacta en su independencia. Su sacrificio no puede ser ni deseado, ni ofrecido, ni aceptado. Con esta actitud [la ética]esencial de toda comunidad encuentra una clara configuración. El don de sí debe ser permitido y ofrecido en el modo y en la medida justa, y será imperfecta la comunidad en que uno se esconda a sí mismo y lo suyo respecto a los demás. Pero el derecho a la personalidad es sagrado e inviolable, y debe permanecer intacto: en cuanto se traspasa este límite, una comunidad pasa a ser inmediatamente contra natura, inmoral, sea del tipo que sea».
UNA NUEVA CIUDADANÍA. A partir de este giro antropológico y de sus implicaciones sociales, la nueva ciudadanía comporta un replanteamiento de la democracia y sobre todo del papel del Estado. La vocación del Estado será ser subsidiario respecto a la sociedad civil y garantizar las reglas del juego para los individuos y los sujetos sociales.
Precisamente en este nivel se plantea la cuestión de la subsidiariedad, desarrollada conceptualmente en el seno de la doctrina social católica, a partir del planteamiento original de la encíclica Quadragesimo anno (1931) que ahora recupera la Caritas in veritate. En esta última encíclica, Benedicto XVI ofrece una definición que ayuda a entender sus características básicas: « La subsidiaridad es ante todo una ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades » (CV, 57). Se trata por tanto de un paradigma aplicable en aspectos muy concretos de la acción social y económica, y que puede generar criterios para el debate sobre las formas de gobierno institucionales y europeas.
De acuerdo con esta visión, el vocabulario de la subsidiariedad se enraiza en los binomios persona/don y confianza/comunidad. Una concepción que renueva de modo personalista (y por tanto relacional) la idea de Estado: ya no lo entiende como factor unificador al más alto nivel de la multiplicidad de individuos concebidos como átomos aislados, sino más bien como factor al servicio subsidiario del libre juego asociativo de personas y comunidades. Ni las unas ni las otras son busacarán un utilitarismo interesado sino, ante todo, la generación de un bien común. Esto es decisivo para elaborar una nueva concepción de justicia, muy diferente respecto a la que subyace en el Estado de Hobbes.
La novedad de la Caritas in veritate está en el situarse dentro de la “razón económica” (CV, 32, 36) para afirmar que tal principio es aplicable también al mercado: «En las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria» (CV, 36). Esto evidencia por tanto que el principio de subsidiariedad se presta a ser interpretado como elemento imprescindible para la superación de las distorsiones de la modernidad.
Este planteamiento se traduce necesariamente en una relectura profunda de las políticas sociales. Son políticas que están llamadas a experimentar fórmulas de colaboración entre lo público y lo privado, en las que la modalidad reguladora de tipo jerárquico sea sustituida por una regulación de redes capaz de respetar los diferentes códigos simbólicos presentes en la sociedad, así como las diferentes formas organizativas. En esta configuración de las políticas sociales, el Estado y las administraciones públicas locales pierden el papel de gestores directos de los servicios para adquirir un estilo específico de gobierno.
LIBERTAD DE ELECCIÓN Y RECURSOS. Un elemento fundamental de la práctica de la subsidariedaden las políticas sociales es favorecer una creciente libertad de elección de la persona. Dicho aumento de libertad puede conseguirse a través del sostenimiento directo de la demanda con los llamados “títulos sociales” (como los bonos), que permiten obtener una mayor disponibilidad de recursos utilizables en los cuasi mercados de los servicios acreditados. Desde una óptica subsidiaria, la libre elección no se configura en un marco de referencia solipsista e individualista. Por el contrario, constituye un elemento fundamental para restituir la libertad y responsabilidad de la persona en el ámbito de sus relaciones constitutivas.
Las primeras que hay que considerar son las relaciones familiares (CV, 44). La familia debería ser el sujeto verdaderamente central en el nuevo bienestar y se le deben reconocer derechos más allá de los individuales. Se abre así el camino a una auténtica subsidiariedad fiscal que considera y valora las responsabilidades familiares concretas que asume cada núcleo.
DEMOCRACIA ECONÓMICA A FAVOR DE UN DESARROLLO INTEGRAL. La caridad en la verdad es «una exigencia de la razón económica misma» (CV, 36), que en sí misma implica el «principio de gratuidad» y «lógica del don como expresión de la fraternidad». Por tanto, hay que destacar que el ámbito propio de una economía de gratuidad y de fraternidad debe ir de la sociedad civil al mercado y al Estado. «Hoy podemos decir que la vida económica debe ser comprendida como una realidad de múltiples dimensiones: en todas ellas, aunque en diferente medida y con modalidades específicas, debe haber respecto a la reciprocidad fraterna» (CV, 38).
De esta manera, los tres pilares de la Doctrina Social –dignidad de la persona, principio de solidaridad y principio de subsidiariedad– se proponen renovados a partir de una forma concreta de democracia económica. La gratuidad ya no se entiende como merjo maquillaje de la justicia y del bien común, sin los cuales, sin embargo, no se podría hablar ni de caridad ni de verdad. Benedicto XVI no deja lugar a dudas: «Hoy es necesario decir que sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia» (CV, 38).
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