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El cardenal Scola en el Parlamento inglés

Angelo Scola
16/11/2012 - Oasis

Hablar de mestizaje en Londres es describir un hecho que está a la vista de todos: en la ciudad más cosmopolita del mundo conviven, de hecho, todas las etnias, culturas y religiones. Pero, más allá de la vieja fábula “multi-culti”, esto no tiene lugar sin dificultades y conflictos. Por eso, es necesario volver a recordar las razones de la convivencia entre los que son diferentes, algo que el cardenal Scola ha identificado, en su intervención en la Cámara de los Lores, con el bien práctico de estar juntos. Un texto básico, que para Oasis representa un paso más: sin olvidar el mundo de mayoría musulmana y las comunidades cristianas que viven en él, más aún, en virtud de esa experiencia, la Fundación lanza una reflexión sobre los desafíos que le esperan a Occidente y sus modelos de sociedad.

El bien que precede, y aúna
Angelo Scola
1. Mirar a la cara el “problema”
Creo que es posible afirmar que la presencia musulmana, mucho más que otras, plantea un desafío a la ordenación actual de Occidente. Se trata de un hecho y negarlo por temor a parecer descorteses sería sólo una forma de remoción que no lleva a nada bueno. En mi opinión, las razones principales de esta dificultad son dos. Primero de todo, el Islam, aunque haga claramente referencia a la tradición bíblica, se distancia de ella en diversos puntos, y no se puede entender como una variante interna del Cristianismo. Es lo que, si no me equivoco, afirman los propios musulmanes cuando declaran que el Islam representa el retorno a un monoteísmo abrahámico anterior al Cristianismo y al Hebraísmo históricos, o si queréis una reforma de estos, según la aguda expresión de Joseph Van Ess. Por tanto, a pesar de las semejanzas evidentes, el Islam introduce en las sociedades occidentales una diferencia comparativamente bastante mayor respecto a la que existe entre las diversas confesiones cristianas, y para gobernarla nació históricamente la ordenación constitucional de la Europa moderna, que después se extiende para comprender a hebreos y no creyentes. Por otra parte, el Islam mantiene firme una “pretensión” de verdad universal que la mayoría de las religiones orientales no expresan con igual fuerza. Este connubio entre una tensión universalista análoga a la cristiana y una diferente visión del mundo constituye la peculiaridad de la condición de los creyentes musulmanes en el Occidente contemporáneo. Con su simple presencia, como individuos y como comunidad, plantean el problema de la convivencia de diferentes visiones del mundo universales en la esfera pública.
2. Un principio y sus implicaciones
Cuando hace algunos años comencé a hablar del proceso de “mestizaje de civilizaciones y de culturas”, a numerosas personas en Italia les costó entender a qué me refería. Pero es una evidencia empírica que han aumentado los conflictos, a veces precisamente a causa de aquellas políticas que tenían el objetivo de evitarlos. Me parece que en este campo hasta ahora se ha privilegiado un enfoque pragmático. El problema ha sido confinar la diversidad (incluso físicamente, en el caso de algunas políticas multiculturales) y limitar los conflictos, entre otras cosas a través de una concepción restrictiva del diálogo como contención de la violencia. Ciertamente, es un objetivo que se puede compartir, pero la iluminación cultural de la que hablaba al inicio querría ir un poco más allá de eslóganes como “todos creemos en un único dios”, o “el problema no son las religiones, sino los políticos que instrumentalizan las religiones”.
Para Oasis el punto de partida para enfocar adecuadamente la relación entre los varios sujetos personales y comunitarios en una sociedad plural reside en el principio de comunicación. Como se comprenderá, aquí el término se entiende en el sentido más fuerte posible, como un fundamental “poner en común” (que para los cristianos es reflejo de la comunicación más radical que exista, la que se da entre las personas de la Santísima Trinidad). Comunicación es propiamente un narrarse y dejarse narrar con vistas a un reconocimiento recíproco. Precisamente por su naturaleza profunda, esta comunicación nunca se puede tomar como un dato que se da por descontado, sino que hay que considerarla el fruto de una elección, aunque a veces ampliamente implícita. Por eso, ciertamente se puede hablar al respecto, como hace Patten, de un «good of communication». Este representa, asimismo, el hecho político primario. En efecto, y a pesar de todos los intentos para demostrar lo contrario, para una vida en sociedad es necesaria una idea de bien en torno a la cual todos puedan reconocerse. Pero en un contexto plural no se puede pensar en deducir esa idea de una visión compartida del mundo. La empresa fracasó ya en 1947, cuando se planteó el problema en la sede de las Naciones Unidas. ¿Qué queda, pues, de común? Queda el bien mismo de existir en común, o si se prefiere, el bien práctico de estar juntos. Este concepto, como es sabido, es central en el magisterio social de Juan Pablo II, que, en varios campos, siempre insistió en el bien primario que constituye este estar juntos.
Esta base comunicativa podría parecer muy exigua (y al final trataré de explicar las razones de esta impresión), pero en realidad quien dice comunicación dice una serie de condiciones estructurales: para comunicar, de hecho, es preciso reconocer al otro como un interlocutor de pleno derecho, sin discriminación, con justicia. Cada una de estas condiciones implica una determinada concepción de la persona humana (creo que aquí el término “persona” en cierta medida es obligado) y una precisa ordenación practica de la sociedad. En hecho de comunicación, no todo es igual a todo. Nos podríamos preguntar polémicamente si esta voluntad de comunicación existe realmente en sociedades cada vez más inseguras y subdivididas y no se puede negar que hoy día distintos grupos tengan la tentación de encerrarse desde el punto de vista identitario. Sin embargo, como muestra la recentísima Immigrant Citizens Survey presentada el pasado mes de mayo en Bruselas, entre los inmigrantes emerge también un deseo muy fuerte de llegar a ser ciudadanos del país de residencia. Este dato, aunque lo contradigan tendencias opuestas, indica la presencia de un espacio de comunicación posible. Su lugar primario es naturalmente una sociedad civil que funcione adecuadamente.
Por lo demás, está claro que a la hora de narrarse mutuamente los diversos sujetos podrán (es más, se les invitará a ello) cada vez abrevarse en las tradiciones a las cuales pertenecen, ya sean religiosas o laicas, enriqueciendo el consenso con otros elementos. Pero con todos será posible hacer valer el principio de comunicación, que permitirá al legislador, en caso de que sea necesario, adoptar incluso medidas represivas, con el objetivo de salvaguardar el bien de estar juntos de desviaciones que podrían ponerlo en peligro, como argumenta en particular Habermas. Y entre las desviaciones hoy figuran también las prácticas distorsionadas de religiosidad, como el fundamentalismo. Efectivamente, el principio de comunicación plantea interrogantes a las comunidades religiosas, y sobre el hecho de si son adecuadas o no para sostener la estructuración de una sociedad plural.
Pienso que no es difícil captar una cierta sintonía entre la valoración de la comunicación entre sujetos concretos de la que estamos hablando y la percepción del papel positivo de las religiones, que desde hace cerca una década se ha generalizado entre los estudiosos y los agentes de los derechos humanos, especialmente en ámbito anglófono. Como es sabido, se ha pasado de una visión en la cual las religiones se consideraban como parte del problema a otra en la cual se las ve como parte de la solución, por los recursos de sentido que saben mover. Obviamente, para Oasis la capacidad de movilización de las religiones no está vinculada a la persistencia de sociedades arcaicas, que todavía necesitan una representación mito-poiética del mundo (reducción sociológica de la religión), sino que deriva del hecho que los valores, todos los valores, son expresiones de tradiciones culturales. Estos hablan, con mayor o menor claridad, de lo universal, pero siempre a partir de una experiencia concreta e históricamente determinada.
Precisamente por esto el consenso práctico no debería tener como objetivo la elaboración de una superreligión que sustituya a las creencias históricas, sino una coexistencia enriquecedora entre los fieles de las distintas religiones. Esta coexistencia deja completamente intacta la cuestión de si una de ellas, para nosotros la fe en Jesucristo, Verdad viva y personal, es capaz de acoger en su seno y cumplir las verdades de las otras. Mirándolo bien, es precisamente sobre esta apasionante cuestión, y no sobre otra, que se juega el diálogo interreligioso auténtico, así como la confrontación con los no creyentes, hasta llegar al detalle de los temas antropológicos y éticos más candentes, desde el significado del matrimonio al aborto o la eutanasia. Pero para que esta confrontación pueda realizarse en todas sus potencialidades, es preciso reconocer el bien que precede, y en cualquier caso aúna, justamente el bien de la comunicación.

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