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«Soy tuyo, oh Cristo, sálvame»

Monseñor Giuliano Frigeni*
21/05/2012

Un amigo donado y ahora “recuperado” por Aquel que nos acompañó durante 44 años para que pudiéramos ser fieles a nuestra humanidad y a la misión a las que nos llamó. Nos encontramos en el seminario del PIME, en Monza, con el mismo deseo de vivir hasta el fondo la vocación misionera que nos había fascinado al escuchar los testimonios de tantos sacerdotes, viejos y jóvenes, que volvían de China, Japón, Birmania, Bangladesh, Brasil y África. El clima cultural y eclesial de los primeros años de nuestra amistad (en torno a 1968) estuvo marcado por un deseo de renovación, causado por el soplo del Espíritu que había actuado en la Iglesia con el acontecimiento del Concilio Vaticano II. También en las universidades, en las fábricas, en las parroquias y en los seminarios se respiraba un deseo de cambio.
El encuentro con Massimo fue para mí el don de un amigo que no me dejaba “caer” en la utopía de un cambio que fuese fruto de una revolución estructural. Massimo buscaba a alguien con quien compartirlo todo: la fe, la vocación, la oración, el estudio. Sin tener que esperar hasta el día en que alguien nos ordenara sacerdotes y nos enviara a la misión.

Con nosotros había muchos amigos del PIME que querían lo mismo y, durante un tramo del camino, fuimos tres los que vivimos este deseo de una vida en comunión que hablaba por sí misma. No hacían falta explicaciones: era tan sólo un encuentro entre nosotros. Fuimos ayudados por nuestros formadores para no perder el camino y, haciendo camino, Dios nos hizo conocer a otros amigos que precisamente en aquellos años estaban siendo guiados por un sacerdote milanés que Massimo había empezado a seguir durante la catequesis de su comunidad en Bresso: don Luigi Giussani. En la tempestad del 68, muchos dejaron no sólo el seminario, también la parroquia y la Acción Católica. Numerosos estudiantes y universitarios abandonaron el método y la experiencia que Giussani les había propuesto y que habían visto con cientos de jóvenes y adultos, en las escuelas y en las universidades, durante más de quince años.

Fue así como nos encontramos en sintonía con la tenaz y lúcida propuesta que Giusssani hacía a todos y que sintetizaba en la expresión “Comunión y Liberación”. Cuando conocimos a Giussani y le dijimos que éramos seminaristas del PIME no sólo nos sentimos abrazados, sino educados para ir hasta el fondo de aquel don que el Señor nos había dado, y se convirtió, para nosotros dos, en Padre y Amigo. Una guía segura de la que nos podíamos fiar porque nos ofreció toda su humanidad, y todos los amigos que él tenía, para ayudarnos a vivir la misión “de forma inmediata” y luego en Brasil, donde vino a visitarnos junto con otros misioneros del PIME y del movimiento de CL. Nunca habría sido capaz de recorrer todo este camino si no hubiera tenido al lado a Massimo, que sentía en sus entrañas hasta qué punto era esencial la presencia de Cristo en nuestra amistad, en los amigos del Movimiento y por tanto en la Iglesia entera. Pero, sobre todo, en la Iglesia misionera, llena de dificultades, desafíos, peligros.

Mientras yo era educado para seguir y obedecer a quien tenía un juicio más claro y verdadero que el mío, ofrecía a Massimo, y a los amigos que teníamos en común, lo que me había sido concedido experimentar de corazón, lo bello que veía crecer en Massimo y en todos aquellos que se dejaban tocar por nuestra amistad. Una amistad continuamente corregida y reorientada por la vida real de la misión, por los compromisos que nos pedía el PIME, por el crecimiento de la madurez del Movimiento, reconocido incluso por el Papa. Nos encontramos así, con obediencia, dando pasos que cada vez nos exigían más por la responsabilidad en el campo educativo de los futuros sacerdotes: como rectores del seminario, el padre Massimo en Manaos o yo mismo en el seminario del PIME en Florianopolis. Pertenecer al Pime, al Movimento, a la Iglesia misionera, significaba vivir la amistad entre nosotros como signo de la misericordia de Cristo, de la que sentíamos una necesidad inagotable. Se nos reclamaba así al sacrificio de nuestra “separación” cuando se le pidió a Massimo, primero trabajar en la Nunciatura Apostólica de Brasilia, luego como obispo de Parintins y luego regresar a Italia, a Roma, para servir en la congregación de Propaganda Fide, primero como padre espiritual en el seminario Urbaniano y luego como subsecretario.

Ahora, de pronto, otra “separación”, que para mí es un nuevo inicio de esta amistad que me ha sido dada para ser fiel como lo fue Massimo en todo lo que el Señor le pidió hacer. El Papa lo estimaba y lo amaba, porque a sus ojos era un “humilde servidor en la viña del Señor”, que no olvidaba nunca su humanidad ni su debilidad. Por eso Massimo gritaba siempre con todo su ser: «Soy tuyo, oh Cristo, sálvame». En todos estos años nunca he visto al padre Massimo abandonar a alguien por su fragilidad o su pecado: seminaristas, jóvenes, parejas, sacerdotes, misioneros, consagrados. Fuese quien fuese, sentía en carne propia o en sus relaciones la herida del pecado original, que en Massimo no sólo encontraba la misericordial del abrazo de Cristo y de la Virgen, sino que a todos ofrecía su amistad como método para vivir en el deseo de alcanzar la felicidad y el Destino que ahora ve y contempla.
Ahora nos toca a nosotros continuar y permanecer fieles a la amistad que nos ha sido donada con abundancia de rostros precisos, llenos de concreción. Como fue y es padre Massimo para mí y para muchos amigos que lo amaron tal como era, porque siempre nos animó a ir más allá de nuestra pobreza para vivir sólo de la riqueza del Amor de Cristo. Que es lo que tenemos como más querido.

*Obispo de Parintins, Brasil

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