Un taxi sale del aeropuerto de Newark, Nueva Jersey, y avanza por el carril de la izquierda. Quizás en un intento de adelantar, el conductor pierde el control del vehículo, que choca con el guardarraíl. Dos de las cuatro personas a bordo salen despedidas a causa del impacto y mueren en el acto. Son el Premio Nobel John Nash, 86 años, y su esposa Alicia, 82. Igual que vivieron siempre, juntos, también murieron.
John Nash ganó el Nobel de Economía en 1994 junto a John Harsany y Reinhard Selten por sus “pioneros análisis del equilibrio en la teoría de los juegos no cooperativos”, con aplicaciones en muchos ámbitos de la vida, no solo económica. La teoría de los juegos es una ciencia matemática que estudia y analiza las decisiones individuales de un sujeto en situaciones de conflicto o interacción estratégica con otros sujetos. Nash le ofreció una contribución importante con el concepto “punto de equilibrio”, el que se alcanza cuando todos los jugadores consiguen tanto el máximo beneficio individual como el colectivo, y ninguno puede mejorar su resultado con solo cambiar su propia estrategia.
La historia de este científico se hizo famosa gracias a una película de gran éxito protagonizada por Russell Crowe, “Una mente maravillosa”, que si bien con mucha libertad mostraba ciertos aspectos que hacen la vida de Nash profundamente interesante para todos nosotros. El científico estuvo durante muchos años enfermo de esquizofrenia y la “remisión de su enfermedad fue espontánea, casi milagrosa”, afirma en una entrevista el matemático italiano Piergiorgio Odifreddi, amigo suyo. Pero como dice Sylvia Nasar, autora de su biografía, publicada en 1998 e inspiradora del film, “el genio de Nash fue el de saber elegir a una mujer que se revelaría esencial para su propia supervivencia”.
La mujer que estaría a su lado hasta la muerte. Alicia no le abandonó ni siquiera a bordo de aquel taxi. Sin embargo, años atrás, asustada por la enfermedad de su marido, lo hizo, se fue de casa y pidió el divorcio, aunque la película no lo cuente. Cuando unos años después, John quedó reducido a una situación trágica, destinado a convertirse en un sin-techo, Alicia se lo llevó con ella, en principio por pura compasión. Poco a poco, lo que empezó siendo una asistencia casi de tipo médico demostró ser algo más, hasta el punto de que en los primeros años ochenta Nash parece curado de su enfermedad. En 2001, 38 años después del divorcio, volvieron a casarse, remarcando así un vínculo que les unió de por vida. Todos los que conocieron a la pareja están de acuerdo en que ese vínculo salvó sin duda la vida de Nash.
“Yo resuelvo problemas, es lo que mejor sé hacer”, afirma en el film. A lo largo de su vida, cuando enferma, cuando va a la universidad, cuando se enamora, su método de aproximación es siempre el del análisis. La suya parece una tendencia exasperada a la racionalidad, incluso en los comportamientos más cotidianos. “En efecto”, afirmó Nash durante un congreso, “cuando empecé a estar mal, estaba inmerso en un proyecto demasiado ambicioso. Le pedí demasiado a mi mente, y me agoté físicamente”.
Eso que Odifreddi define como “una remisión casi milagrosa de la enfermedad”, algo por tanto inexplicable, tiene en cambio una motivación precisa, como muchos han manifestado de forma muy intuitiva. Solo la relación afectiva con su mujer le permitirá de hecho a Nash afrontar todas las cosas: la enfermedad y su carrera académica. Es una persona real, una compañía que nunca le abandona, y no le justifica, no le ahorra nada de lo que su condición de enfermo le supone. Esa caricia, que lleva su mano desde la cabeza hasta el corazón, es lo que marca la diferencia en el caso de John Nash.
Hay una escena preciosa en la película que sobreentiende todo esto. Nash se encuentra ante la perspectiva de un ingreso forzoso si no acepta ingresar voluntariamente. Le pide a la mujer, que tiene la autoridad legal para el ingreso, que no firme: “si entro ahí –le dice– nunca volveré a casa”. Alicia le pregunta: “¿Quieres saber lo que de verdad es real?”. Se pone de rodillas, le acaricia la cara, le toma la mano y la pone en su corazón: “Esto es real. Tal vez esa parte que puede reconocer la realidad no está aquí, en la cabeza, sino aquí, en el corazón”. Y añade: “Yo necesito creer que algo extraordinario es posible”.
Solo un conocimiento afectivo permite al hombre reconstruir el propio yo.
Reducir el conocimiento a análisis, a fría lógica deductiva, puede ser indicador y al mismo tiempo causa del mal de vivir, incluso dentro de la normalidad, de “fingir estar sanos” (bromeando, pero tampoco mucho, Nash dirá en sus últimos años de vida que ningún matemático es del todo normal). El esquizofrénico es un hombre, como dice el origen griego del término, con la mente separada de la realidad (los delirios más recurrentes de Nash consistían en visiones de mensajes encriptados procedentes incluso de extraterrestres), con toda la dificultad consiguiente para relacionarse con los demás.
Incluso la psiquiatría, fundamental instrumento terapéutico moderno, resultará impotente si el paciente no recupera una forma de vivir que conjugue razón y sentimiento, siendo verdaderamente querido por presencias amigas. Reconstruir el equilibrio perdido no significa simplemente volver a la normalidad, como si nada hubiera pasado. Otro aspecto que impresiona en la película es cuando, al final, Crowe/Nash dice: “Sigo viendo hombres pero no les sigo porque ahora sé que no son reales”. Una afirmación que se corresponde con un episodio real en la vida de Nash, cuando alguien le preguntó si seguía oyendo voces, a lo que Nash respondió: “He decidido no oírlas”. El hombre no elimina sus heridas, pero cuando es amado, afirmado en una relación que le ayuda a existir, finalmente puede convivir con su propio mal. Puede soportar estar profundamente herido porque puede sentirse infinitamente más grande que sus zonas oscuras. En ese taxi que les llevó a la muerte, John y Alicia han culminado esta experiencia esencial.
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