Magnífico y Excelentísimo Señor Rector,
Excelentísimas Autoridades,
Ilustres Señores Claustrales,
Señoras y Señores:
Me van a permitir que inicie mis palabras, que han de recoger la solemnidad y la grandeza que el acto y el homenajeado merecen, con el recuerdo personal del modo en que inició mi conocimiento y amistad con el padre Rupnik. Por dos razones. La primera y fundamental, porque él es así: un gran amigo de sus amigos, con el sentido más hondo y profundo que a esa palabra puede darle un hombre de Dios dotado de la enorme sensibilidad del artista y la profunda mirada de la fe. Y la segunda, consecuencia de la anterior, porque por esa profunda y sincera amistad aceptó un título para el que hay sobrados merecimientos —como espero mostrar— pero que desde su clara sencillez y espíritu de servicio y entrega a los demás, seguramente habría preferido obviar.
Agradezco también a la Universidad, representada en este acto por su autoridad máxima, nuestro Rector Magnífico, por acoger la propuesta para este reconocimiento con total generosidad. Y a la Facultad de Comunicación y a la dirección de la carrera de Bellas Artes, por haber puesto toda la ilusión y los medios a su alcance, aun siendo una de las titulaciones más jóvenes de esta casa, para acoger en su claustro el magisterio de uno de los artistas católicos que más han hecho por el diálogo fecundo y sincero entre la fe, y el arte y la cultura actuales. Y, sobre todo, gracias a todos ellos por encomendarme en este acto la fascinante tarea de presentar a la comunidad universitaria a un admirado maestro.
A quien conocí hace unos años, gracias a un común y buen amigo, Pablo Cervera. Habían pasado un par de años desde que en 1999, en la inminencia de las celebraciones del Gran Jubileo del Tercer Milenio, el Colegio Cardenalicio regalara a Su Santidad Juan Pablo II, con motivo de sus bodas de oro sacerdotales, una capilla en la Segunda Logia del Palacio Apostólico en el Vaticano. Dicho así, al profano, le puede resultar algo extraño o poco relevante porque… capillas en el Vaticano hay unas cuantas. Entonces, ¿a quién se le ocurre regalarle “otra” al Papa? ¿Y es tan extraordinaria como para destacar en una de las zonas del mundo con más obras maestras por metro cuadrado? Me detengo un poco más en este encuentro con la primera y emblemática obra de Rupnik porque gracias a ella podemos entender mejor y de manera gráfica su novedad y aportación.
En España no se había oído hablar ni de la Capilla ni del artista. Sin embargo, en Italia sobre todo, donde de arte saben un poco, se la bautizó como la “Capilla Sixtina” del siglo XXI. El gran teólogo y filósofo ortodoxo Olivier Clément escribió: “cuando se entra en ella uno queda reducido al silencio. Sólo un poco después surge una palabra de admiración o de amistad”. Créanme: es así. Y no es fácil que eso suceda cuando para llegar hasta la puerta uno va caminando por la galería decorada por Rafael con unos frescos que cautivan tu mirada a cada paso.
Había sido un deseo del propio Juan Pablo II como un referente que plasmara, en el corazón de la Cristiandad y para el nuevo milenio, la necesidad que tiene la Iglesia de respirar, como él decía, con los dos pulmones. Allí la riqueza teológica e iconográfica de Oriente se expresa con un lenguaje nuevo aportado desde Occidente. Al concluir los trabajos, el padre Rupnik le dijo al Papa: «Santo Padre, gracias a Dios, hemos acabado», éste le replicó bromeando: «Pero usted no ha terminado, ¡acaba de empezar!». ¡Y las bromas de los santos son cosa seria! Hoy son más de cien los espacios sagrados dispersos por distintos países y continentes realizados por el Centro Aletti.
Ojalá mis pobres y limitadas palabras con las que esbozaré un pequeño recorrido por la vida y obra del padre Marko Iván Rupnik sirvan, no sólo para mostrar suficientemente los méritos que acreditan que nuestra comunidad académica le reconozca con el grado de Doctor, sino sobre todo, para invitarles a todos a adentrarse en la experiencia estética, académica y espiritual a la que su obra nos convoca.
Quizá por ello, como en pocas ocasiones, la simbología de los colores académicos solucione un pequeño desaguisado que no sé cuándo se produjo: ¿por qué la carrera de Bellas Artes utiliza el color blanco para la muceta y el birrete? Ya sabemos que en el protocolo de la universidad española, el color simboliza el grado de perfección ontológica del objeto de estudio de cada ciencia. Por eso el blanco en la universidad española estaba reservado a la Teología, ya que Dios es la perfección máxima, la síntesis de todo. Como las facultades de Teología quedaron fuera de las universidades civiles, la facultad de Bellas Artes se apoderó de ese color. Rupnik nos ha mostrado cómo el arte puede y debe ser el mejor camino de acceso del hombre al Misterio, y por tanto, aquello que pudo ser una usurpación hoy vemos cómo se convierte en una feliz intuición. Siguiendo así al maestro del padre Rupnik, el cardenal Špidlik, quien consideraba la belleza y el arte como el primer amor de la teología.
Marko Ivan Rupnik nace en Zadlog, pequeña aldea situada en los Alpes eslovenos. Tras sus estudios de Enseñanza Media ingresa en la Compañía de Jesús. Finalizados sus años de Filosofía, y conscientes del genio artístico de aquel estudiante, sus superiores le envían a Roma, donde ingresa en la Academia de Bellas Artes, que compagina con sus estudios de teología en la Universidad Gregoriana.
Su tesina de licencia sobre Kandinskij le acerca a una lectura del significado teológico del arte moderno a la luz de la teología rusa. Se doctorará, dirigido por el padre Špidlik, con una tesis titulada «El significado teológico misionero del arte en la ensayística de Vjaceslav Ivanovic Ivanov». Desde 1991 vive y enseña en el Pontificio Instituto Oriental, del que dependerá desde su creación en 1995 el Centro Aletti. También es profesor de la Universidad Gregoriana, así como consultor del Pontificio Consejo para la Cultura y también desde su creación por Benedicto XVI, del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización.
A estas pinceladas biográficas me queda añadir una palabra, que tomaré de nuevo de Clément: “Este hombre es movimiento en desarrollo. Un hormiguero de ideas, de proyectos, siempre yendo hacia adelante empujado por un nuevo proyecto. Este montañero ama el salto y el riesgo, el vuelo del esquiador que atraviesa el espacio como un pájaro, pero que sabe que deberá tocar tierra pagando el precio, a veces doloroso, de esta encarnación necesaria”.
En efecto, de los primeros años de su vida en su Eslovenia natal siempre recordará los premios que ganaba o pintando, o en saltos de esquí. Pero sobre todo, una serie de experiencias que evoca con admiración y ternura y de las que su arte ha bebido y bebe, porque como él dice, «crear es recordar, volver a traer al corazón» esas experiencias radicales que nos marcan.
Como ésta, una de las que más comenta: «Experimentaba esa fuerza transformadora viendo cómo mi padre trabajaba la tierra, cómo la bendecía, cómo todo estaba ligado: trabajar, comer, beber un vaso de vino… Todo estaba cargado de atención, todo tenía la misma densidad litúrgica. Me parecían bellísimas sus manos, me acercaba a contemplarlas y escuchaba la oración “envía tu espíritu y renueva la faz de la tierra”. Me gustaba pegar el oído a la tierra recostado y sentir con las palmas de niño un mundo inmenso debajo de mí, un mundo vivo. Un gran sentido de misterio llenaba todos los días de mi infancia. Una certeza de la vida, de la tierra, de los bosques, de la nieve y la curiosidad de entrever al Señor que se desvela en el mundo. Así nació mi visión del sacerdocio y del arte. La experiencia de la tierra como vida ilimitada y las relaciones como amistad han quedado como puntos firmes en mi conciencia de unidad de vida».
A la fecundidad de la tierra, a la plasticidad de la fe hecha gestos cotidianos en la vida familiar, se une también, ¡qué duda cabe!, esa luz y claridad de las cimas alpinas. La luz que hace posible la vida y los colores. “La voluntad de la materia —cito— es ser cada vez más transparente. Cuando la materia rezuma de luz, se tiñe de colores. Los colores dan testimonio del alma del mundo. Los colores tienen que dar testimonio y gloria de la Vida sin ocaso: una obra de arte con los colores de la caridad, porque la caridad no conoce fin, nunca tiene ocaso”.
Por sorprendente que parezca, este artista del color, que tantos premios había ganado incluso en los certámenes que organizaban los comunistas de la antigua Yugoslavia, que como alumno de Bellas Artes en Roma era alabado por profesores y críticos y llegó a tener varias exposiciones simultáneas, un día pintó sus cuadros de negro. No fue un momento de crisis creativa, sino una auténtica conversión espiritual. Con sus palabras: un éxodo del subjetivismo, porque el artista puede creerse que es él quien busca dentro de sí y quien se zambulle en la riqueza de su mundo psicológico que trata de afirmarse y expresarse. «Comprendí el riesgo que podía constituir la fama. Tapé los cuadros de negro para ser libre de mí mismo. Como pintor, corría el riesgo de enamorarme de mi trabajo, lo veía en compañeros míos y no quería que me pasara a mí. Casi sin darte cuenta puede nacer un culto a lo que haces. Me dije a mí mismo: “no, no y no”. Del mismo modo que una madre no hace culto de cuidar a su niño, un artista tampoco debe hacerlo de su obra. El arte es un servicio y así debe ser considerado, como cualquier otro. Volví a pintar porque mis superiores me llamaron para que hiciera arte».
Visto lo que supuso la Capilla y cómo llegaron a encomendarle esa tarea, pasamos a la exposición de otros méritos y contribuciones. Con pudor por la expresión, ustedes me entenderán, diré «que no puedo más que dar unas pinceladas».
Rupnik está persuadido de que el arte nació como belleza, como una forma de expresión del hombre que buscaba con su elaboración que emergiera una esperanza, un estímulo para la vida, una forma de elevación en medio del cansancio y el límite cotidiano de su experiencia: «En medio de todo lo que, también a causa del pecado, constituye el drama, la tragedia de la humanidad, de alguna manera el arte abría los resquicios e indicaba los pasos hacia un exodus. Por tanto, más que cuestión filosófica-estética, el arte es una cuestión vinculada a la vida del hombre».
Así, define la belleza como «la carne de lo verdadero y de lo bueno». Además de muy visual, esa definición nos permite comprender mejor que para el cristiano, para quien la Verdad no es algo abstracto, sino Dios hecho carne, la belleza pertenece de manera intrínseca a la vida del hombre porque no es un principio abstracto, sino Dios mismo en comunión con nosotros. Sabe que el arte contemporáneo, cuyas vanguardias él ha vivido en primera persona y de las que ha bebido, no acepta esta explicación. «El artista se mueve ahora en otro horizonte, y el arte moderno ya no quiere ser bello. (…) pero, si me preguntas a mí, pienso que los antiguos tenían razón: el arte debería abrir el horizonte, debería hacerte exclamar: ¡la belleza es el sentido!».
Soloviev, con quien Rupnik reconoce una profunda deuda espiritual e intelectual, plantea que el problema fundamental en relación con la belleza es si de verdad ésta «aporta una mejora efectiva de la realidad». Nos alerta a todos, especialmente a los académicos, de que «es más fácil trabajar con una dialéctica abstracta que con una inteligencia empapada de vida». Rupnik lleva su contemplación a la materia, al color. Rompe con el abstractismo artístico, teológico y filosófico y propone una nueva forma de arte. Arte que transforma el entorno físico en el que interviene, que mejora la realidad.
Cuenta que cuando le llamaron para llevar a cabo el mosaico de la Capilla Redemptoris Mater, percibió «inmediatamente que no tenía muchas alternativas: no le veía el sentido de hacer un mosaico al estilo de los de Roma, de Rávena, de Bizancio, no veía su repercusión para la vida de hoy. Se trata de un estilo y de una técnica que adquirieron su perfección como respuesta a una época. (…) Tras casi veinte años de estudio del arte moderno y de trabajo específico en pintura, la única alternativa que me parecía realizable y en la que creía, a finales del siglo XX, era un mosaico del que emergiera sobre todo, su materialidad, el mosaico como materia: cómo llevar a cabo un arte, una “pintura” que en lugar de la mezcla de colores utilizara la materia de la piedra, del esmalte. En otras palabras, cómo pintar con piedras».
Un mosaico con dos características: primera, de colores vivos y fuertes, porque en momentos de fe fuerte, los cristianos siempre han optado por colores fuertes y —afirma— «no podemos presentarnos en el tercer milenio anémicos»; y, segunda, matérico en el que la materia está al servicio de la comunicación del espíritu, es su modo de expresión, no su velo. En su entrada triunfal en Jerusalén Cristo respondió a los fariseos que le recriminaban que sus discípulos el aclamaran como Mesías: «En verdad os digo que si callan estos, gritarán las piedras». Con ellas Rupnik nos invita a la alabanza, a la oración, a llenar nuestro espíritu con la fuerza plástica que desprende el mundo redimido, la materia transformada por el amor y la mano del hombre.
Nace así un arte litúrgico nuevo. Su otra gran elaboración. Un arte inspirado por un nuevo acercamiento, por una nueva metodología, por una nueva mirada que muestre cómo el Misterio ilumina la realidad, no la oscurece. El espacio y el arte litúrgico han de transfigurarse, sacramentalizarse, convertirse en una presencia.
«Un arte que trata de recuperar la memoria de la Iglesia y dirigirse al hombre contemporáneo, que tiene la sed del espíritu, la sed del misterio y está harto y ya asqueado de las modas, de los diversos sentimentalismos, de los subrayados y soluciones subjetivos, y que querría sacar del misterio que él mismo siente dentro pero que no logra explicitar. El arte hoy debería ayudar a dar la palabra a esa voz silenciosa, sumergida en los corazones de los hombres contemporáneos para que el hombre, viendo, pueda exclamar: es precisamente lo que hay».
Cuando el Centro Aletti interviene en una iglesia y elabora un mosaico, transfigura el entorno, el espacio se llena de gente, de rostros, de personas, se ve y participa de la comunión de los santos… el ámbito litúrgico nos muestra de repente que estamos «en medio del espacio de los redimidos». Y eso lo descubrimos con las miradas, los encuentros. Esa es la experiencia envolvente que se vive cuando al entrar en la Capilla Redemptoris Mater uno cree que el Cielo ha bajado a la tierra, que la Jerusalén celeste está en medio de nosotros, que uno forma parte «de los ciudadanos del Cielo, de los moradores de la Casa de Dios». Si ya no somos capaces de crear un espacio sagrado —se pregunta Rupnik— ¿no será signo de nuestra incapacidad de tejer relaciones personales?
Una nueva forma de entender la belleza, el arte, un lenguaje y una forma artística nueva, un arte litúrgico renovado… Me cuesta resumir más méritos y aludir a todos como merecerían. Tendría que detenerme más en cada uno, pero el tiempo apremia. Dejaré para otra sede su reflexión acerca de la representación del cuerpo humano y en particular del rostro. Gracias a que su Lectio magistral versará sobre la belleza como lugar del conocimiento integral, mejor escuchar sus palabras sobre cómo nos propone la tarea de redefinir las preguntas y el método de interrogar a la realidad para conocerla mejor, así como la redefinición del símbolo, tan machacado por nuestra civilización. En el tiempo que me resta, pues, dedicaré unas palabras a señalar cómo la propuesta de Rupnik no se queda sólo en el ámbito estético y académico, sino que abarca toda la vida, hasta sus aspectos más cotidianos, por donde empieza la tarea de la nueva evangelización.
En estos días, y también con ocasión de este acto, se han publicado en español tres libros suyos, que no puedo dejar de mencionar, y que se unen a la ya larga lista de títulos traducidos que disfrutamos: El arte de la vida, Teología de la evangelización desde la belleza, Un conocimiento integral, la vía del símbolo, y El rojo de la plaza de oro. Como he tratado de sintetizar, la propuesta estética de Rupnik es una propuesta de vida de fe auténtica: una fe que no se reduce ni a ideología, ni a moral, ni a psicología. El mundo espera la propuesta de una vida nueva, no de una ideología nueva o de una moral nueva. El testimonio de una vida nueva será tal cuando resplandezca en él la belleza de Cristo, imagen visible del Dios invisible.
Por eso, afirma, «el principio de la evangelización es la belleza»: la atracción que invita a la libertad. Evangelizar no es redimir: de eso se encarga el Señor. Evangelizar es proponer la belleza de la Redención. Y ahí no existen conceptos ni planes, existen personas que se encuentran con personas y les muestran la belleza del encuentro por antonomasia, aquel con el Redentor que transfigura nuestra realidad pecadora en humanidad redimida.
«Estamos al final de una época racionalista, de una era de culto a la metodología, y bajo el amparo de ésta se pueden decir grandes tonterías. El principio estético es diverso, atrae, fascina. El que se deja seducir por él se introduce en estancias misteriosas hacia los caminos que llevan adentro, a los tesoros, y entonces la belleza se revela, se manifiesta. La belleza suscita amor y el amor es el principio cognitivo verdadero y justo que abre las puertas del conocimiento».
Como en el propio camino de formación del artista, Rupnik nos dice que el primer paso para evangelizar es la humildad, aprender a contemplar, porque la soberbia, en particular la intelectual nos ha invadido de tal modo que «ni siquiera nos damos ya cuenta de que somos nosotros con nuestra capacidad los que gestionamos todo, incluso a Dios». Por eso, «la cuestión hoy no es anunciar bien o hacer grandes obras. Hoy la cuestión es hacer ver que somos obra suya, como dice san Pablo a los Efesios, y hacer ver de qué gracia hemos sido destinatarios. Hoy la gente no busca ver nuestras buenas obras, sino ver que nosotros estamos redimidos». La contemplación y la oración ante el icono nos ayudan a aprender a mirar el mundo con los ojos de Dios. Con esa mirada de encuentro, con la que descubrimos el mundo como misterio en el que se manifiesta la acción redentora del Señor, nos ayuda a descubrir que el anuncio de la salvación sólo es posible desde la comunión, no desde el conflicto. «No olvidemos —dice Rupnik— que el hombre cambia y se convierte porque se descubre amado».
Es un privilegio para la comunidad académica que me ha concedido el honor de elaborar esta laudatio meritorum contar desde hoy entre sus miembros con el padre Marko Ivan Rupnik, cuyo magisterio artístico, intelectual y espiritual supone para todos un enriquecimiento y un estímulo en la búsqueda de la Verdad.
Al pequeño Rupnik le gustaba el color. En la aldea de su Eslovenia natal, con su padre agricultor, aprendió el arte de la vida: el respeto por la materia y la llamada de Dios para colaborar con él en la transformación espiritual del mundo. Campeón de saltos de esquí, jesuita, artista, creador, padre espiritual, escritor, profesor, iconógrafo, nombrado por los últimos Papas consultor de diversos Consejos Pontificios… todo eso es cierto. Pero sobre todo, el padre Marko Iván Rupnik nos invita con su arte y sus libros a que contemplemos el Misterio. La plasticidad de sus mosaicos provoca la experiencia de acercarnos al Espíritu. En ellos encontramos un diálogo orante entre la fuerza expresiva del color y la materia y la inspiración de la tradición oriental. Su propuesta no es sólo una renovación estética. Representa algo más: el símbolo como un lenguaje no racionalista, la invitación a un pensamiento espiritual que supere el intelectualismo, en definitiva, la conversión de la mente a la vida. El mosaico transfigura un lugar físico en un espacio litúrgico, allí donde celebramos el misterio de Dios que habita en la historia y la vida de los hombres. Sus manos transforman los colores y las piedras, desde la contemplación cordial, en expresión del rostro del Resucitado, quien con su redención ha hecho nuevas todas las cosas.
Dixi.
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