Publicamos la lectio magistralis pronunciada por el artista y sacerdote Marko Rupnik el pasado 18 de octubre en la Universidad Francisco de Vitoria, de Madrid, durante la ceremonia en que fue nombrado Doctor Honoris Causa
Ante todo querría desde lo más profundo del corazón dar las gracias a toda la Universidad Francisco de Vitoria y lo hago a la persona del Rector Magnífico Exmo. Sr. D. Daniel Sada. Este honor que me demuestran entiendo que no se refiere a mi persona, sino al arte y a la vida del Centro Aletti al que yo represento. Si ustedes han identificado esta vida y aprecian este arte esto significa que ustedes mismos también la practican y la desean. Esto quiere decir para mí que se trata de una comunión ya existente y de un entendimiento espiritual que este solemne encuentro quiere coronar.
Europa surge como una nueva síntesis
El cardenal Špidlík recapituló los años de estudio sobre la espiritualidad trazando tres dimensiones de la síntesis espiritual y cultural que cristalizan con el nacimiento de Europa: la dimensión bíblica de la fe judeocristiana; la dimensión intelectual y conceptual de la reflexión procedente de Grecia; y la dimensión jurídica organizativa y programática procedente de Roma. Estas tres dimensiones, articuladas en un solo organismo, plantearon una nueva civilización que nunca había existido hasta ese momento.
Esta síntesis se presentó como una verdadera explosión de creatividad. Puedo mencionar algunas realidades elaboradas precisamente al comienzo de esta grandiosa síntesis. Los concilios son un documento precioso de la memoria de esta gran creatividad; basta pensar en la insuperable grandeza de un concilio cristológico como el de Calcedonia, donde la perenne cuestión de las antiguas culturas, o dicho de otro modo, la relación entre las divinidades y la humanidad, se presenta de un modo radicalmente nuevo. Por primera vez, la inteligencia humana, trabajando y profundizando en Cristo, consigue precisar una unión de la divinidad y de la humanidad en el amor de una persona, en el amor libre del Hijo que es verdadero hombre y verdadero Dios. Una unión que excluye toda anulación de uno sobre otro, toda rivalidad, todo antagonismo, toda separación, y que elimina definitivamente cualquier posibilidad de dualismo. Se abre así una época absolutamente nueva y se perfila un camino de la Iglesia que se sale totalmente de los esquemas de las antiguas religiones o de las filosofías elaboradas sólo por la inteligencia humana. Se da la pacificación del cielo y de la tierra, del hombre y de Dios, un abrazo de libre adhesión en el amor del Hijo de Dios entregado al Padre y a los hombres.
Otro fruto de esta extraordinaria creatividad se manifestó en la liturgia y los sacramentos. Comprender que la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, vive según el lenguaje de la carta a los Hebreos: al mismo tiempo en la primera tienda y en la segunda, es decir, en el santuario verdadero de Dios Padre, en los cielos; comprender que el velo entre las dos tiendas ha sido arrancado y que se ha abierto el paso entre ellas. Esto favorece una comprensión absolutamente nueva de la liturgia que, en su eje, está constituida por el sacramento en el cual ha entrado toda la obra de Cristo y el acontecimiento de Cristo en su totalidad. Comprender a la Iglesia que vive sobre dos registros: el de la gloria, en la Pascua eterna sobre la plaza de oro donde está el trono del Cordero inmolado y triunfante, donde no hay ni sol ni lámparas porque la luz es el Cordero mismo; y el del Cuerpo de Cristo que vive aún en la historia, que aún está en camino. Captar la unidad de estos dos mundos, precisamente en la Iglesia, en su liturgia, en sus sacramentos, donde la creación es llevada de nuevo a la verdad según el Creador mismo. La sinergia de la Iglesia y del Espíritu Santo son el único «ámbito» donde el hombre, pues, aparece finalmente como divino humano, como ser incorporado a Cristo. La liturgia como tránsito, la liturgia que tiene abierta la puerta, como Juan la encontró y describió en el Apocalipsis, la liturgia como victoria sobre la duda, sobre la duda que trata de convencer al hombre de que más allá del velo, es decir, de la muerte, no hay nada más que engaño e ilusión. Muy al contrario, la liturgia desvela que el engaño y la ilusión constituyen el pecado que ha producido la muerte y que, así, más allá del velo está el Padre que, como ha acogido al Hijo, en él nos acoge a todos. La liturgia, pues, es una perenne convocatoria de todo el Cuerpo de Cristo, de todos los siglos y de todos los lugares. La liturgia y la Iglesia ponen en acto permanentemente esta nueva existencia: existencia relacional y comunional en la humanidad. La obra de Cristo, que ha extendido sobre el hombre su existencia divina comunional, trinitaria, se extiende a lo largo de toda la historia en la Iglesia y, sobre todo, en su núcleo, que es la liturgia. La humanidad vivida por Dios. La humanidad vivida por Cristo porque ha sido asumida por él.
El símbolo
A nivel cultural, estas realidades han permitido elaborar, al mismo tiempo, la más extraordinaria novedad intelectual y existencial, que es la visión del símbolo. El símbolo es unidad de dos mundos, el divino y el creado. Es una unidad libre e indestructible precisamente porque está afianzada sobre dos columnas: la creación y la redención. Si la unidad del mundo con Dios después de la creación fue atacada por el pecado, fue sanada, sancionada y recompuesta de manera definitiva en Jesucristo con la redención. La mentalidad del cristiano es una mentalidad sacramental, es decir, que dentro de una realidad descubre otra: dentro del pan descubre el Cuerpo de Cristo que la liturgia hace surgir. Los Padres llamaban símbolo a esta visión que iba del sacramento al universo. Una mentalidad simbólica está basada, pues, en las palabras de Cristo: «Quien me ve a mí ve a mi Padre». Esta originalidad y peculiaridad de Cristo, tanto de su persona como de su obra de salvación, la encontramos en el sacramento. Por eso, el símbolo está basado también en el sacramento y en la Iglesia misma. Digo en la Iglesia precisamente debido a esos dos registros de que hablaba antes. La novedad de la lógica simbólica y del lenguaje mediante los símbolos consiste precisamente en el espacio de libre adhesión que conforma un conocimiento mediante los símbolos. El símbolo se revela y se comunica mediante la implicación de la vida. La persona vive esta implicación como libre adhesión: una libre adhesión a Aquel que se revela y se comunica en el símbolo. Por eso, el símbolo suscita y promueve un conocimiento como unión a lo que es conocido. En una realidad descubro otra más profunda, y me adhiero a la unión y a la comunión con esa realidad más profunda que se me comunica. Esto es de una originalidad absoluta, una novedad que los cristianos hemos traído al mundo, gracias precisamente a la vida trinitaria en la cual participamos por medio del Espíritu Santo. En efecto, el Espíritu Santo es esta excepcional novedad que la inteligencia humana reconoce para poder vivir la unidad entre el conocimiento y la vida, entre la verdad y la vida. El símbolo comunica la verdad que en el cognoscente se traduce en la comunión como estilo de vida, como una nueva cualidad de vida. Por ello, la fe no se podía separar de la vida y la vida era manifestación de Cristo.
La fe era, pues, acogida de Cristo que el Espíritu Santo comunica en el sacramento, acogida de manera tan fuerte y total que el hombre reconoce como humanidad suya aquella que Cristo ha asumido, es decir, la de Cristo. Por ello, la fe llega a ser una manifestación de Cristo en nuestra humanidad. La fe es una humanidad teofánica que hace que el individuo que trata de vivir la humanidad por sí solo pase a a ser una persona que vive la humanidad con Cristo, que vive su propia identidad como la divino-humanidad de Cristo. Ya no es posible pensar en el hombre sólo como hombre, sino como divino-humano, como parte del Cuerpo de Cristo. Precisamente la mentalidad simbólica impide elaborar un conocimiento y una cultura que no sean verificadas por la vida divino-humana que es acogida en la fe.
El paso de la crisis
No es éste el lugar para analizar las razones que están detrás del paso del símbolo a la summa, como muy competentemente escribe Ladaria. Pero el hecho es que paulatinamente se ha optado por un conocimiento que ya no era atestiguado por la experiencia comunional de la vida divino-humana en la Iglesia. Dios Padre se ha convertido cada vez más en Dios a secas, y primero la filosofía y después la ciencia se han impuesto sobre el conocimiento. La verdad ya no se remitía a la vida, sino al recto razonamiento, a la argumentación y a la metodología. La gnoseología cede el lugar a la epistemología. El discurso de la verdad se ha rechazado centrándose en los enfoques del conocimiento. Lo más trágico es, sin duda, el progresivo deterioro de la fe en una religión cualquiera que, en lugar de experimentar la nueva existencia relacional, comunional, agápica, en la que el hombre participa mediante el bautismo, se empieza a elaborar todo un sistema doctrinal ideal de la religión según el cual el hombre, entendido precisamente como individuo, puede salvar su vida, garantizarse la vida eterna, cambiar y mejorar la sociedad. De repente el individuo se convierte en el epicentro de todo y hasta en protagonista de la fe, que ya se ha convertido en una religión. Esta evolución ciertamente ha provocado una ideologización de la fe cada vez más radical y, en consecuencia, una profunda desconexión entre lo que se consideraba fe y la vida. Este dualismo ha sido posible precisamente porque la fe ya no se entiende como acogida comunional de la vida divina en Cristo —por tanto, permanentemente abierta a la experiencia y que permanentemente estimula la creatividad intelectual—, sino que se ha convertido en un planteamiento intelectual conceptual, ideal, que exige ser puesto en práctica. Por eso, en lugar de promover la vida, la comunión, liberando al hombre de la posesión del yo, lo ha hecho dueño de sí mismo permanentemente frustrado, pero bajo un moralismo que ha secado al alma. Este acercamiento racionalista y voluntarista hacia la religión, que está muy lejos de la fe real, ha hecho a los cristianos odiosos en el mundo. En lugar de ser conocidos por el mundo por la revelación de Cristo, por la novedad de la vida como una existencia eclesial, trinitaria, creativa, se nos conoce por la ley, los preceptos y el moralismo. Y, como portadores de este bagaje, somos rechazados por el mundo. El final de la época moderna está caracterizado por un rechazo obsesivo del cristianismo, pero, como bien dice el gran Vladimir Soloviev, mucho del anticristianismo que se ha visto en los últimos siglos no tiene, de hecho, nada en contra de la fe cristiana, sino en contra de un decadente derivado de ella. El mundo nos ha tendido trampas y nosotros hemos caído en ellas, empezando una lucha con el mundo que nos ha aislado e incapacitado para nuestra misión. Si estamos en conflicto con los hombres de nuestro alrededor, si continuamente les apuntamos con el dedo, no podemos anunciarles al Salvador y comunicar su gracia como vida nueva. Una de las trampas más clamorosas es, sin duda, la oposición entre fe y razón, que evidentemente se hizo posible sólo cuando la fe degeneró en religión. Esto fue posible sólo cuando la fe se separó de la vida y el conocimiento ya no era verificable en la experiencia dirigida por la nueva existencia, la comunional. Entonces, cuando uno quiere probar que tiene razón, se aferra a los argumentos que hacen referencia a realidades que no son verificables en la vida del Espíritu, sino que, a lo sumo, pueden remitir a la coherencia. Pero la coherencia de los ideales, de las ideas, de los valores no es lo propio de los cristianos ni de nuestra fe y, por lo tanto, nos hemos depreciado.
De pronto, se empieza a ir hacia un cristianismo prisionero entre lo ideal y lo real. Un cristianismo que se esfuerza por ser bueno, perfecto, según perfecciones elaboradas por la inteligencia del hombre mismo. Se va hacia una bondad religiosa, es decir, a llevar a cabo lo que prescribe y exige la religión. Cualquiera que abre una carta de san Pablo o ve un enfrentamiento de Cristo con escribas y fariseos entiende que esto está lejísimos de lo que Cristo vino a realizar. De hecho, el resultado de ello se vuelve cada vez más problemático en cuanto que una Iglesia buena, organizada, eficaz y llena de obras no atrae a nadie.
Poco a poco la comunión se ha debilitado, nos hemos convertido cada vez más en institución que lleva a cabo obras eficaces pero ha empezado a chirriar la comunidad, la comunión y las relaciones, es decir, la verdadera eclesialidad. Hemos llegado tan abajo que nos ayudamos de ciencias auxiliares para recuperar un poco de relacionalidad, como si ya no supiéramos que nuestras relaciones se enraízan en la Trinidad y que participamos por ella en una nueva existencia. Cuando las relaciones se han marchitado, cuando la comunión ha dejado de ser la fuerza de la vida, la Iglesia ha perdido la belleza y éste es el drama de nuestro tiempo.
Ruptura de la síntesis
El segundo milenio ha experimentado un avance progresivo del antropocentrismo con una tendencia antirreligiosa cada vez más explícita. Vemos que el Medievo cristiano concluyó con la radicalización de lo divino como ideal, de modo que esa absoluta novedad de nuestra fe, que es la divino-humanidad de Cristo, cedió el puesto a una religión que, en nombre de un mundo espiritual ideal, presionaba al hombre. Por tanto, la segunda parte del segundo milenio es una afirmación del hombre frente a Dios, casi una liberación del hombre de cualquier Dios y cualquier religión. En este antropocentrismo radical tiene lugar la afirmación del individuo como un sujeto que es protagonista de sí mismo y de la historia y, por lo tanto, del futuro.
En este camino de síntesis tridimensional que se estaba elaborando, se pasa a la prevalencia de la dimensión filosófico-racional y la jurídica sobre la dimensión bíblica judeocristiana. La dimensión de la fe, precisamente debido a su descenso al nivel de la religión, es desterrada y excluida del horizonte. El horizonte antropológico se llena así de lo racional-filosófico y, más tarde, de lo científico y lo jurídico. Hoy el clima cultural y espiritual de Europa está ocupado fundamentalmente por estas dos realidades. Como anunciaba Berdiaev, será un tiempo trágico, oscuro, cuando la ciencia y la ley tengan la verdadera competencia sobre la autoridad y sobre el bien. El espíritu europeo es prácticamente prisionero de estas dos realidades: de la metodología, de la cientificidad y de la ilimitada jungla de leyes que se producen cada día. Cualquier intento de insertarse en este esquema mental con una religión es totalmente inútil, porque, por un lado, para que pueda ser aceptada la religión debe ser racionalmente metodológica, abstracta, despersonalizada, es decir objetiva; por otro lado, debe apelar a una ética que chocará continuamente con una racionalidad subjetiva y una ética igualmente subjetiva. Por eso, para sentirse religiosa, deberá desembocar en un «devocionismo» psicológico.
El tiempo propicio
El actual clima cultural y espiritual de nuestro continente es extraordinariamente propicio para el acontecimiento de la fe cristiana. Precisamente debido a este dominio racionalista-cientificista y a causa de un eticismo jurídico, lo que se sofoca realmente es la vida y la racionalidad del hombre. Por este motivo, estamos ante un escenario ideal para la revelación de la novedad de la vida, de esa existencia relacional trinitaria, libre y agápica. Es el tiempo de un cristianismo que vuelve a ser fe, manifestación de una humanidad nueva, libre de vínculos e ilusiones exteriores, una fe que no se conforma con ser un estado en el Estado, un imperio en el Impero, sino que, en primer lugar, es revelación de la redención en Cristo. En pocas palabras, este es el clima ideal, un escenario preparado para la manifestación de la Iglesia como belleza. El ya mencionado Vladimir Soloviev intuía este tiempo nuestro proponiendo la belleza como culminación de los trascendentales, la belleza como carne de la verdad y del bien. La verdad se revela y comunica como tal cuando se realiza como belleza, como un principio vital y orgánico de la transfiguración: la verdad, pues, como esa existencia tri-hipostática que, en su comunión agápica, hace surgir un único Dios. Esta comunión, a través del Espíritu Santo, mueve todo lo creado como escenario de la revelación de dicha existencia. Por eso, la verdad no es accesible al hombre sino en su carne; no puede ser malentendida simplemente con la idea: si no, Cristo nunca podría decir que es la verdad. La verdad se hace accesible en la carne que, en el sacrificio del amor, ha pasado por la muerte y sigue viviendo en una cualidad superior, en un cuerpo neumático, glorioso. Si la verdad no se revela y comunica, y no es comunicada y conocida como belleza, permanece en su impotencia como una idea que, para hacerse eficaz, deberá imponerse y presentarse como una dictadura, como esa idea que quiere ser reguladora de la vida del hombre. Y esta es la ideología. Mientras, Florenski pone de manifiesto que la verdad revelada es el amor, porque esto es Jesucristo y esta es la identidad de nuestro Dios: porque Dios es el amor. Por eso, también el bien, si no se realiza como belleza, es decir, como el amor realizado, se convierte en un fanatismo que es capaz de aplastar al hombre e imponer la perfección del individuo como vanagloria, como orgullo. Por tanto, la síntesis final, extraordinaria es la de Florenski: la verdad revelada es el amor y el amor realizado es la belleza. Para el mismo Florenski la verdad realmente bella es la Iglesia, comunión de las personas en Cristo muerto y resucitado. La Iglesia es comunicación de la verdad en la carne del amor, y el amor realizado comunica esa verdad, que es la vida sin ocaso.
Si hay alguna fuerza que combate el bien y lo verdadero se la reconoce como la que está empujando a los cristianos hacia el ámbito del hacer, del actuar, del ser coherentes, buenos y convincentes, porque así, más allá de algún aplauso, no suscitará nada significativo, mientras que el Espíritu Santo mueve a los cristianos en la Iglesia como lugar del amor realizado. Este amor realizado es obra de la misericordia y de la humilde sinergia del hombre con el Espíritu Santo. La perfección de la belleza cristiana consiste en la invocación del hombre pobre, miserable y mortal a Dios; consiste en su apertura para acoger la acción de Dios en él, que es una acción salvífica. Estas dos realidades juntas e indisolubles constituyen la perfección cristiana porque ésta es la estructura ontológica del sacramento. Sobre una piedra los cristianos depositamos la fatiga que recogemos junto al fruto de la tierra, el pan. Y luego se da la súplica de la gran epíclesis, hasta que el Padre envía al Espíritu Santo, que hace que este pan se nos dé como el Cuerpo de Cristo muerto y resucitado. Y como san Agustín nos recuerda, cuando a la afirmación: «El Cuerpo de Cristo» nosotros respondemos: «Amén», allí confesamos nuestra identidad, que es la del Cuerpo de Cristo, y lo que sucede en el sacramento lo experimentamos realizado en nosotros como existencia comunional del cuerpo de la Iglesia. Esto se convierte en nuestro modo de existencia, transfigura nuestra mentalidad, nuestra voluntad, nuestros sentimientos, nuestros gestos en los de Cristo; y esto lo ha pintado el artista cristiano sobre las paredes que se han convertido así en el autorretrato de la Iglesia. Lo que ocurre en la belleza vivida como realización del bien y de lo bello como amor es permanentemente verificable en la experiencia eclesial, en la memoria de la Iglesia, en la santa tradición, y llega a ser fuerza creadora de una inteligencia que no puede crear alejándose de la vida, sino sólo en la vida, sólo teniendo en cuenta a las personas y la vida de cada hombre.
El hombre contemporáneo se sorprenderá mucho cuando sea tocado con la ternura de la verdad que los cristianos comuniquemos como amor, como sacrificio de amor, como la Pascua de Cristo. El hombre, al final del antropocentrismo, está cansado y herido, y podría verse tentado de empujar el péndulo hacia el lado opuesto: de nuevo hacia una religión idealista. Por el contrario, nosotros vamos a su encuentro con la sorpresa de una existencia agápica, de Dios que se ha hecho hombre para unir en el amor libre al hombre con Dios. Ha pasado demasiado tiempo sin que el hombre europeo pudiera ver sobre las paredes de la iglesia el autorretrato de la Iglesia como resurrección de la humanidad, como transfiguración. No existen o son poco abundantes las obras de arte que comunican porque hacen presente el misterio de resurrección y de gloria, del éschaton, que hacen que el hombre se sumerja en la luz de la plaza de oro. Hace ya siglos que las paredes de la iglesia no hacen presente el misterio de la transfiguración de la creación y de la humanidad del Rostro de Cristo en el Monte Tabor. Hoy todo el escenario está listo para la trasfiguración, para la resurrección y para abrir un escorzo sobre la plaza de oro.
El siglo XX se ha cerrado y se ha abierto un nuevo siglo sobre una Iglesia silenciosa, oculta y dispersa en cualquier parte del mundo. Es la Iglesia de los testigos, no sólo mártires físicos, sino silenciosos creyentes que en su vida diaria, a veces sacudidos y aplastados por la historia como el cuerpo de Cristo en la pasión, llevan silenciosamente la cruz porque en el Hijo se han entregado al Padre, y el Espíritu Santo los anima, los ilumina en el corazón para que no desesperen, porque tras el velo está el Padre. Estos cristianos tienen la vida de Cristo y, si tienen la vida de Cristo, tienen el pensamiento de Cristo. Y el pensamiento de Cristo razona con el corazón, es decir, con un amor que logra mantener unido lo que la razón no es capaz de unir. Y como el problema hoy es la fragmentación, estos cristianos nos ofrecen la sorpresa, la solución, un conocimiento del corazón, un conocimiento en el corazón, un conocimiento como Pascua, un conocimiento que diariamente traspasa el umbral del velo, el umbral de los dos templos, un conocimiento que, en el cielo y en la tierra, se siente como en casa.
La hora del arte
Este tiempo nuestro es muy similar al primer milenio, al tiempo en que se derrumbaba la antigüedad. Esto es, una cultura intelectual humanista centralizada sólo en el hombre. Hoy somos testigos del hundimiento de una época moderna que ha querido volver a proponer el impulso de lo clásico, del humanismo con la fuerte irradiación de un epicentro único que es el hombre. Si contemplamos el primer milenio, vemos que los cristianos de Oriente, sobre todo aquellos del ámbito griego que más tarde impulsarían la rica tradición bizantina, desarrollaron fuertemente la dimensión artística. El arte entró en los documentos conciliares, entró en la Iglesia, entró en teología. Se podía hacer teología con la palabra o con las imágenes y los colores. Teologizar en el arte y con el arte. Pero, ¿por qué en Bizancio se sentía la necesidad de subrayar fuertemente el arte? Los cristianos se debían inculturar en un mundo ideal, intelectualmente fuerte en la lógica, en el razonamiento, siendo capaces de una enorme especulación intelectual. Y el riesgo más grave que advertían los cristianos era el ser malinterpretados como si la fe cristiana fuera una propuesta filosófica, una nueva teoría. Pero los cristianos sabían por experiencia que la inteligencia se enraizaba en la vida y era expresión de esta vida y de esta nueva existencia recibida del Espíritu Santo en Jesucristo. Por eso trataban, en cambio, de utilizar un lenguaje que no permitiera separarse de la vida, y esto es el arte. Por ello, entre los grandes teólogos de los primeros siglos no hay pocos poetas y la Iglesia se ha convertido en un tesoro de arte porque es el espacio de la vida nueva.
Hoy del mismo modo los cristianos nos encontramos frente a una cultura mayoritaria, racionalista, cientificista, y legalista. Se advierte fuertemente la necesidad de hacer surgir la fe cristiana como manifestación de la vida y de la inteligencia de esta vida nueva. El arte por sí mismo tiene un vínculo orgánico con la vida, pero precisamente en esto se presenta hoy para nosotros el reto supremo. ¿Qué vida expresa hoy en día el arte que habita en las galerías contemporáneas? ¿Cuál es el enfoque del hombre que se hace presente en este arte contemporáneo? ¿Es posible que este arte, como tal, aunque realizado por autores muy famosos, entre directamente en el espacio litúrgico y ocupe las paredes de los presbiterios y de las iglesias? ¿Es posible que este arte pueda presentar la pared de la iglesia como autorretrato de la Iglesia como cuerpo de Cristo? Por todo ello, es cierto que se advierte la necesidad del arte, pero también es cierto que hay que cuidar que en la iglesia entre un arte que pueda formar parte de la liturgia, que supere el subjetivismo de los lenguajes y las expresiones. No es suficiente que el arte represente un tema religioso, es necesario que se convierta en un espacio donde este misterio de la fe se haga presente, se acerque al hombre, lo ilumine, le caliente el corazón y suscite en él la veneración, una actitud de fe y de confianza, una actitud de apertura a Dios.
En la Iglesia nadie entra por derecho o con una entrada, sino a través de la propia muerte. El bautismo es el paso donde uno muere a una vida y se despierta y resucita en otra nueva, encontrándose dentro del Cuerpo de Cristo, formando parte de la comunión de las personas que es el cuerpo de Cristo resucitado. Y también de este modo puede entrar el arte en la iglesia, sólo mediante una gran purificación, sólo mediante un proceso pascual, mediante una especie de bautismo. Todos estamos invitados a la Iglesia, y todos estamos orientados a la persona que celebramos, adoramos y acogemos. Y, para estar en la Iglesia, ningún arte puede tener otra motivación ni otra razón de ser sino esta.
El arte contemporáneo es un confesionario del hombre contemporáneo, es un corazón cambiado, es un grito de la verdad existencial comprometida y doliente del hombre de hoy. Por ello, es un arte que debe ser respetado y acogido como el confesor acoge la confesión. Pero también es cierto que no se puede poner sobre la pared del presbiterio la confesión acogida.
La cuestión del arte revela fundamentalmente otro tema, que es el arte de la vida. Y arte de la vida no sigue el perfeccionismo idealista y romántico, sino que sigue la sabiduría del amor que es el camino pascual del Cuerpo de Cristo. Se crece y se madura cayendo y levantándose. El perdón y la misericordia son más eficaces que cualquier enfoque pedagógico. Por eso, también en el arte hay una progresión y hay etapas y estadios, y una etapa no excluye a otra, sino que se abre a otra. El sentido del trigo y su perfección no radica en la forma del grano o de la espiga, ni siquiera en la harina ni incluso en el panecillo, tampoco sirve de nada elaborar determinadas formas de producción del pan y buscar formas únicas de panecillo para expresar el ideal del trigo. El ideal del trigo es el pan eucarístico, es la hostia. Y en la hostia encuentra el sentido cada grano de trigo, cada harina, cada pan y todo trabajo del hombre. Y por el pan eucarístico queda iluminado cada paso, cada trabajo y cada fatiga desde la siega hasta el horneado. Y así es el arte, el arte puede llenar mucho espacio, puede expresar toda búsqueda y así como sólo algunos panes entran en el altar, sólo un ápice de arte entrará en el presbiterio, pero llevando consigo el sentido último sufriente y hambriento investigador que en su taller, lejos de todos, pinta, esculpe y busca.
[Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco]
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