La canícula nos dio un leve respiro que aprovechamos para vivir un encuentro que se ha convertido en tradición en la vida de la Casa de San Antonio. Coincidiendo con el fin de curso, los voluntarios nos reunimos a cenar en torno a un invitado, para contarle las experiencias vividas y confrontarlas con él.
En esta ocasión, el invitado es Javier Calavia, actualmente vicario en una parroquia de Getafe, tras una dilatada vida sacerdotal en la que ha desempeñado altas responsabilidades junto a una intensa vida pastoral.
La cena comienza y los voluntarios van desgranando aportaciones en las que se relatan tanto dificultades como momentos de una gracia particular derramada sobre la relación con las personas que son atendidas en esta obra social.
Javier responde relatando un encuentro vivido en su parroquia unos meses atrás, con tres mujeres en dificultad que son ayudadas por la caridad parroquial: una paquistaní, una guineana y una tercera ecuatoriana, en la que se les pidió que relatarán su experiencia migratoria. «Siempre he mirado a estas personas imaginando la necesidad que tienen, y cuando te la cuentan ves que has acertado, que son exactamente iguales a nosotros y tienen el mismo deseo. Pero hay más cosas… En el encuentro le preguntan sobre lo que más les ha sorprendido al llegar a nosotros: ¿qué te has encontrado? Las respuestas se sitúan en un terreno que a nosotros nos cuesta trabajo reconocer. “Una gran tranquilidad al no oír las bombas que son habituales en mi país”, “La luz nunca se va”, “Sé que si a mis hijos les pasa algo, habrá un médico siempre”».
Estas cuestiones ya no están en la primera línea de la satisfacción de nuestras necesidades, pero para nuestros padres, sin remontarnos demasiado, sí han sido objeto de inquietud durante muchos años. «Dios es muy raro –sigue relatando Javier sobre la respuesta de otra de las participantes en aquel encuentro–. A veces parece que se olvida de ti y te hundes, pero de pronto, de forma imprevista, viene una ayuda inesperada y te saca de la situación. “Tener la posibilidad de expresar algo y ser escuchada. Sentir que le importas a los demás”».
El inmigrante puede entrar a formar parte de nuestra comunidad, de nuestra vida, y encontrar así un lugar donde pueda sentirse reconocido. No hace falta que estas personas hagan un cursillo para entrar a formar parte de nuestra vida, como el niño no hace un cursillo vara entrar a formar parte de una familia. Luego, conviviendo, aprenden.
«Este encuentro me ha cambiado el modo de mirar», afirma contundente nuestro invitado. Y es que la conciencia de no poder solucionar todos los problemas nos da una libertad muy grande porque nos permite afirmar siempre al otro, aun no siendo capaces de resolver su necesidad. Javier entra entonces en la descripción de la acogida de un modo bellísimo. Contando escenas de su infancia, vivida cerca de Nador, en Marruecos, y hablándonos de su madre, que fue una maestra de humanidad, no solo para sus siete hijos, sino también para todas las personas que se encontraban con ella.
«Mi madre era enfermera, no en ejercicio, pero todas aquellas gentes iban a ella con sus problemas, tanto sanitarios como de otra índole. Al final, el practicante que el gobierno español había situado en la zona, ante la falta de trabajo, terminó llevando todas sus cosas a mi casa, porque todos venían a mi madre y ella siempre los acogía».
Ya en la recta final del encuentro, Javier sitúa la unidad como imperativo nuclear de nuestro actuar. Estar unidos es algo elemental, pero es al mismo tiempo el gran problema de nuestras familias, que adolecen de una falta de unidad. No podemos pretender que las personas que vienen de lejos aprendan en unos días lo que a nosotros nos ha costado toda una vida aprender.
Lo que nos hace capaces es presentar una realidad comunitaria viva, y para ello es necesario tener presente la certeza de estar viviendo algo hermoso. «¿Con qué inteligencia atendemos la unidad de este sujeto que tiene caridad y educa?». Encontramos satisfacción solo cuando la familia funciona bien. La satisfacción de una vida compartida debe ser el horizonte último de nuestro actuar, para terminar con una cita del Papa Francisco: «El problema no es el exceso de actividades, sino las actividades mal vividas» (Evangelii Gaudium). Las cosas solo pueden ir bien si existe una realidad comunitaria.
El encuentro finaliza y los voluntarios nos marchamos agradecidos, pero sobre todo con una enorme provocación que rumiar durante todo el verano.
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