Muchos lo estaban esperando, y no ha defraudado a nadie. Este año, por quinta vez consecutiva, el Papa Francisco quiso dirigirse personalmente a las treinta mil personas que se dieron cita en el estadio de Macerata para la fase inicial de la peregrinación nocturna a pie desde Macerata a Loreto, que este año ha celebrado 39 años. Una conexión telefónica breve pero intensa, a las 20.20h del sábado 10 de junio, con monseñor Giancarlo Vecerrica, obispo emérito de Fabriano-Matelica, pionero y alma de esta iniciativa, para comentar la frase elegida como lema para la edición 2017: “¿Tú me amas?”.
Una frase que, según Bergoglio, «tiene doble sentido, como las carreteras. Jesús me pregunta si lo amo, pero yo también puedo preguntarle a Jesús si me ama». Una invitación a no dar por descontada una relación que cada uno de nosotros puede vivir como ocasión para comprender cuál es el centro afectivo de nuestra existencia. Porque el amor es reciprocidad, es movimiento de dos libertades, es exigencia de cumplimiento.
Al empezar la misa, la luz del atardecer sobre el estadio evocaba una suerte de bendición celestial, con largos rayos rojizos filtrándose entre las nubes que nos regalaron un espectáculo de belleza que durante el camino ofreció después otras secuencias preciosas: luna llena, estrellas, fuegos artificiales en el corazón de la noche, panorámicas iluminadas de los pueblos que se veían desde las colinas, las estrellas que inspiraron a Leopardi…
El cardenal Kevin Farrell –prefecto del Dicasterio vaticano para los Laicos, la Familia y la Vida, que presidió la celebración eucarística– deseó a los peregrinos que el camino que iban a comenzar se convirtiera en experiencia de una compañía que permite al hombre no sentirse nunca solo ante los dramas que pesan en su existencia. «La Iglesia es ese lugar, único en el mundo, donde cada uno de nosotros descubre que es querido», donde «todo hombre puede encontrar la mirada buena de hermanos que se alegran de compartir con él el camino de la vida».
Durante la noche, la hilera humana que se alargaba por la campiña –unas cien mil personas– llegó a medir varios kilómetros. En las pancartas podían leerse los nombres de localidades de toda Italia, pero también de otros países, con grupos procedentes de Suiza y Alemania. Además, se han celebrado iniciativas hermanas en Colombia Brasil y Croacia, y llegaron oraciones desde Estados Unidos, China, Japón y África.
Al llegar a los primeros pueblos después de Macerata, miles de personas esperaban en las ventanas, en balcones adornados con luces y carteles. Muchos se unían a la peregrinación, otros participaban en los márgenes del camino, sumándose a los cantos y a la oración.
Esta peregrinación, que CL propone desde 1978, es el testimonio conmovedor de un pueblo en camino. Gente de todas las edades, procedencias y condiciones sociales, miembros de asociaciones y movimientos, parroquianos, padres con niños, ancianos que reviven gestos que realizaban en su juventud y que cada vez son más raros en una Italia secularizada que se olvida de sus raíces, pero que deja correr una linfa que testimonia cómo ciertas exigencias del corazón son en último término imborrables.
Durante el camino se reza el rosario, se entonan cantos de la tradición mariana que se alternan con otros compuestos en años recientes y con testimonios que se transmiten por los altavoces y describen los dramas de nuestro tiempo: las guerras, los migrantes, la juventud sacudida por las drogas y el alcohol, las heridas abiertas por el terremoto. Y en todo ello resuenan briznas de positividad que impiden que la última palabra sea la desesperación. En todos emerge la conciencia de una necesidad que es infinita, una pobreza que nos constituye, una nada que pide ser mirada y salvada –como sugería Julián Carrón en el mensaje que envió a los peregrinos–, una piedad infinita con la que Cristo mira a cada hombre y que ninguna traición humana puede bloquear, como tampoco pudo hacerlo la triple negación de Pedro, que frente a la pregunta de Jesús, «¿Tú me amas?», se descubre totalmente necesitado de Él.
Cuando la aurora empieza a iluminar el cielo con sus primeros rayos, la meta se anuncia más cerca. Pero aún quedan subidas y bajadas que recorrer. Las más duras, porque la fatiga empieza a hacerse notar. Y tal vez también las más útiles para redescubrir las razones de un gesto que podría quedar reducido a una romántica caminata bajo la luz de las estrellas en compañía de amigos, o incluso verse contaminada por el virus de lo ya sabido, sobre todo por algunos, como el que escribe, que ya llevan 18 años participando, que conocen de memoria el recorrido y sus modalidades, los puntos más difíciles, esos que te dejan sin aliento, o esos otros que te animan porque ya preceden a la entrada en el santuario de Loreto. Tú, que ya sabes todo eso, corres el riesgo de olvidar lo que te ha llevado hasta aquí y anestesiar así tu deseo.
Un riesgo que no ha corrido Ibrahim, joven de tradición musulmana, que llegó a Italia el año pasado procedente de Sierra Leona, en una barca llena de refugiados, que era uno de los cien mil peregrinos. Conoció en Pisa a Claudio y sus amigos de CL, en un curso de italiano, visitó la exposición sobre migrantes en el Meeting de Rímini cuando se instaló en su ciudad, se conmovió y se identificó con las historias que allí se narraban, y se ofreció como guía para explicarla en inglés a los turistas que pasaban por allí. Fascinado por la mirada de los amigos que le acompañaban en su nueva vida, pidió hacerse cristiano. Ahora se está preparando para el Bautismo, el domingo por la mañana entró en ese rincón del mundo donde resonó el “sí” de una joven que cambió el destino de la humanidad, la Santa Casa de Loreto. Ibrahim, que ha decidido llamarse Peter, quiso ir allí para decir también él su “sí”.
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