La crónica de un gesto que has vivido está llena de impresiones, flashes, subrayados. Y así es como este primer relato de los Ejercicios de la Fraternidad en Rímini ordena algunas palabras clave, pero sobre todo quiere describir un clima, para que tanto los que estuvieron como los que no puedan hacerse una idea.
Al llegar a la ciudad, la noche del viernes, mis pensamientos vuelan por la historia que hemos vivido y caigo en la cuenta de lo difícil que es desconectar de nuestros hábitos cotidianos. Pensamientos que me llenan de gratitud, pero también me hacen consciente de cómo ha pasado el tiempo... ¡Cuántas palabras verdaderas y qué frescura en los inicios! Pero también pienso que cada vez parece más difícil hacer silencio, parece casi imposible no echar un vistazo al móvil durante los tiempos muertos, obligarse a un verdadero recogimiento.
Al entrar en el salón, la primera palabra que llama mi atención es "lejos". Aparece en un canto que hace mucho que no escuchaba, Il viaggio, de Claudio Chieffo (parece que este año retomaremos ciertos cantos olvidados de nuestra historia), y que también aparece en un magnífico canto popular italiano dedicado a las estrellas, Luntane, chiù luntane. La lejanía aquí se toca, por el gesto, por los cantos, por la melancolía que suscita todo. Una lejanía llena de "días malgastados", como dice otra gran canción de Chieffo, La guerra. Desde 1974, ¿cuántos días malgastados? ¿Y en el último mes? ¿Y esta semana?
Julián Carrón parece hacerse cargo de todo eso. Cita continuamente el nuevo libro de Luigi Giussani publicado en Italia, Una extraña compañía, que recoge precisamente el texto de los primeros Ejercicios de la Fraternidad, en 1982 (junto a los de 1983 y 1984). El tema de la historia que hemos vivido, el tema del tiempo, en el sentido de qué es lo que verdaderamente sirve al final de los tiempos, el tema de la lejanía. «La lejanía de Cristo es posible respecto a la emoción de hace tantos años». Esta, explica Carrón, era la gran preocupación de don Luigi Giussani en aquellos primeros Ejercicios, en los que habría podido dedicarse a festejar el reconocimiento oficial de la Iglesia. La lejanía de nuestro corazón respecto a Cristo nos aleja de todo, de la realidad, de la humanidad, esta era su preocupación.
Empezamos aquí. Con Charles Péguy, tan importante en nuestra historia. Ese Péguy al que podríamos llamar «el corazón», como decían de Franz Schubert los primeros músicos románticos; hasta tal punto estaba encarnado en sus "vísceras" lo que nos venimos diciendo desde hace treinta años. Un temperamento humano, un tipo de hombre que todavía tiene mucho que enseñarnos. De la misma pasta de la que querríamos ser también nosotros. La frase clave desenterrada por Carrón se refiere a la salvación cristiana, que va ligada a la libertad. Una salvación que no viniera de un hombre libre no tendría nada que decirnos. Es el Misterio cristiano de la encarnación: Dios no quiso imponer a su Hijo. Él, Jesucristo, la salvación se propone a nuestra libertad. Siempre. Y Péguy dice: ¿a quién le interesaría una salvación que no fuera libre?
De modo que la primera noche ya nos encontramos con una humanidad doblegada y cansada, distraída y alejada, pero donde empieza a dilatarse el abrazo de una multitud en silencio que se mide con esta cuestión: ¿todavía nos interesa una salvación así? ¿Nos sigue interesando igual que al principio? ¿Con la misma vibración del inicio? Más aún, una pregunta sobre este tiempo: ¿hacernos mayores nos ha hecho más familiar a Cristo? Carrón explica que hace falta un compromiso para mantener abierta, de par en par, nuestra humanidad ante Cristo que sucede y vuelve a suceder, obstinadamente. Y existe un riesgo que se llama formalismo: repetir palabras y gestos sin que mi humanidad, mi libertad, entre realmente en juego. El riesgo por el que nació el movimiento: evitar que los cristianos se separen de la vida, de la humanidad, de la experiencia. La propuesta a partir de ahora es un silencio total.
La lluvia del sábado por la mañana marca la entrada al salón. Allí se canta: «Cuando lo veamos todo, cuando todo esté claro...». Errore di prospettiva, de nuevo Chieffo, con esa insistencia suya a tener los «ojos de un niño». Ojos, eso es lo que necesitamos, aquí y ahora. Si "lejanía", "salvación" y "libertad" fueron las primeras palabras, la palabra clave de esta mañana será "pobreza". Empezamos esta vez con el Papa Francisco. Carrón cita la carta que nos escribió para agradecernos el donativo con ocasión del Jubileo de la Misericordia. Y con las palabras del Papa y de don Giussani nos guía para que miremos juntos la experiencia de la pobreza. Debemos volver a redescubrir la pobreza que nos constituye. La pobreza es el reconocimiento de aquello de lo que está hecho nuestro corazón. ¿Y de qué está hecho? No serán los discursos, ni los esquemas, ni los eslóganes, los que nos den la respuesta. La vida será quien nos lo diga, si verdaderamente nos comparamos con ella. Nos lo dirá la realidad, que es testaruda y sigue llamando a nuestra puerta.
El gran poeta y escritor argentino Ernesto Sábato dijo en una ocasión que una necesidad de Absoluto atravesaba a sus personajes. Una nostalgia, un anhelo nunca satisfecho. Esta nostalgia parece ahora que la podemos tocar. Emerge como una oleada en nuestro corazón y confirma todo lo que Carrón va diciendo: la experiencia de la desilusión exalta esta sed de Absoluto. El pobre no tiene nada que defender más que su propia naturaleza. Jesús lo llama beato.
Otra necesidad es la necesidad de perdón. La sed de una mirada que nos permita volver a empezar. Al escenario sube por un instante otro gran hombre al que tanto hemos amado y que tanto amó, el don Juan histórico, Miguel Mañara. El drama de un hombre que no consigue quitarse de encima su propio pecado. No es capaz de aceptar el perdón y por tanto tampoco sabe amar de verdad. Hace falta un movimiento de nuestra libertad para poder aceptar el perdón. Un pequeño movimiento, un ademán, un subir al árbol, como le pasó a Zaqueo. En cambio nosotros, a menudo, igual que Mañara, no aceptamos su mano que nos aferra. Sin embargo, y esta será la última reflexión de la mañana, es su presencia lo que nos cambia. La Fraternidad es el lugar donde se educa así nuestra humanidad.
El tono del sábado por la tarde lo marcan dos cantos inesperados. El primero es Placido. Un canto sencillo que parece casi humorístico, algo anticuado, pero que describe bien qué es esencialmente la santidad y la verdadera pobreza. «Plácido se llamaba, no sé más, no era bueno en nada y llegó a ser santo». Después, un rotundo góspel cantado "a cappella" (sin acompañamiento instrumental) por una decena de jóvenes del coro, Jesus gave me wáter, sobre el encuentro evangélico entre Jesús y la Samaritana. Una introducción ideal para una tarde dedicada al Evangelio. La experiencia del encuentro con Cristo, como por ejemplo la de Zaqueo. «Baja, que voy a tu casa». Y luego «llegó la salvación a esta casa». Después, Juan y Andrés, y aquel encuentro, y toda su vida se convirtió en otra, con las mismas fatigas, los mismos actores, los mismos lugares, pero otra. No es un pasado que pasó, no es un recuerdo. «El presente más presente es el presente de aquel día». Cristo te llama, llama a tu libertad y genera un cambio en ti, un cambio que es un desarrollo de tu humanidad, una amplificación positiva de tu humanidad, de la realidad. Un agua que quita para siempre la sed, Jesus gave me wáter. ¡Qué historia!
Nace así la virtud de la pobreza. Ya no me define lo que poseo (que puede desaparecer de un soplo) sino lo que me ha pasado, un Acontecimiento que me ha tomado por entero y que me hace libre de todo lo demás, y al mismo tiempo no censura nada sino que llena cada cosa de valor. La pobreza es madre, genera vida de santidad, vida apostólica. Se revela como libertad de las cosas y la alegría es su signo distintivo, su rasgo revelador. De ahí emerge cargado de significado el título de los Ejercicios: «Mi corazón se alegra porque tú, oh Cristo, vives».
Flashes, notas que dan ganas de leer y estudiar ordenadamente los apuntes. Y una gran impresión final causada por la asamblea final del domingo por la mañana, en la que Carrón dice en un momento dado: «Solo de don Giussani he entendido lo humana que es mi humanidad». Para añadir después: «Nunca ha decaído mi estima por lo humano».
La raíz del carisma, la diferencia del movimiento, es una promesa de plenitud humana, de realización del yo, de cumplimiento del corazón del hombre. Esto ha conmovido y convertido a muchos, estoy ha abierto el camino a Jesucristo, a la posibilidad de la salvación. «El santo es un hombre verdadero», escribía Giussani en la introducción al libro de Martindale sobre los santos. Y me viene a la mente la primera y fulminante sentencia de la Summa Theologica de santo Tomás de Aquino en la parte en que habla de Jesús: «La humanidad de Cristo es nuestra felicidad». ¿Para cuántos de nosotros, que muchas veces nos hemos encontrado con hechos y hombres excepcionales, don Luigi Giussani ha sido el hombre que más ha creído en nuestra humanidad personal y singular, en nuestra libertad? Humildemente, puedo añadir que para mí, y para muchos otros, ha sucedido igual que para Carrón. Esa mirada constituida por aquella confianza en nuestro corazón, en nuestra aspiración de Infinito, nunca ha decaído. Todavía sigue viva hoy. Y grita, como una pobre voz que, por gracia de Dios, todavía resuena en el mundo y en la historia.
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