Mario recibió la noticia con la contundencia de la coz de una mula. Se quedó bloqueado. Por su cabeza giraban cientos de ideas, pero no era capaz de aferrar ni una sola de ellas. Es verdad que la relación que venía manteniendo con su madre no era la ideal, pero jamás había pensado que aquello pudiera llegar a suceder: ¡Su madre lo estaba echando de casa!
– Mira, tengo que vivir mi vida y tu presencia en casa no me ayuda. ¡Ya eres mayor de edad! ¡Búscate la vida!
El chico no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Estaba tan aturdido que no era capaz de hilvanar un atisbo de respuesta. No encontraba palabras para pedir explicaciones, ni siquiera para rogar una tregua que permitiera reconducir la situación. Se sentía como un boxeador noqueado, que no es capaz de expresar nada, tan solo mirar, mirar muy fijamente a su madre como si la mirada fuera suficiente argumento para hacerla cambiar de opinión.
La madre se mantiene firme y, mientras apura nerviosa un cigarrillo, no deja de señalarle la puerta de la calle como única dirección válida. Mario sigue sin saber qué decir. Su cerebro ha entrado en un bucle interminable en el que no obtiene más respuesta que lanzarse internamente un mensaje demoledor: ¡Te está echando tío, te está echando! ¡Qué fuerte!
Sumido en una patética incertidumbre, y ante la insistencia de su madre, solo alcanza a recoger algunas cosas con movimientos de autómata, sin ni siquiera convenir si es lo que realmente le hace falta o no. Él recoge algunas cosas lentamente, sin dejar de mirar a su madre, que acaba de encender otro pitillo presa de un evidente nerviosismo. Finalmente Mario comienza a salir de la casa.
La puerta se cierra a sus espaldas e inicia el descenso por la escalera, en el mismo estado de shock del que no ha sido aún capaz de salir. En un par de ocasiones tiene que aferrarse a la barandilla para no caer rodando. Lo que ha sucedido le sigue golpeando internamente y las piernas amagan con fallar. Él sigue resistiéndose a creerlo, pero la realidad, la triste realidad, la dramática realidad, comienza a imponerse.
Tan solo hace tres meses que cumplió los dieciocho años, pero su madre no ha sido capaz de esperar más y lo ha echado de casa. ¿Cómo puede una madre echar de casa a su hijo? Y menos aún con el argumento de necesitar vivir su vida, ¿acaso no la ha estado viviendo hasta ahora? ¿Por qué me tuvo, entonces? Las preguntas llegan en oleadas y bloquean su cerebro sin que sea capaz de encontrar respuesta para ninguna de ellas.
Su deambular por las calles de Madrid le ha llevado a la estación de Atocha. Es la ruta que realiza todos los días para ir a la escuela e, inconscientemente, la ha seguido. Mario estudia un curso de formación profesional y en estos momentos es lo único a lo que puede aferrarse. Afortunadamente tiene su abono transporte y puede realizar el viaje sin consumir ninguna de las pocas monedas que tiene en el bolsillo. Unas monedas que no llegarán mucho más lejos que a proporcionarle un bocadillo.
Llega a Fuenlabrada y durante dos días vagará errante de un lado para otro, sin un destino concreto. Recorre los barrios de la ciudad y cuando llega la noche se refugia en cualquier sitio: un portal, un cajero automático… cualquier sitio es bueno para recostarse y esperar el nuevo día.
Finalmente decide volver a la escuela porque termina cayendo en la cuenta de que es lo único que tiene. Tras dos días de ausencia interminable, se reincorpora a las clases con un aspecto tan desaliñado que llama la atención de un profesor, que le pregunta sobre su situación. Mario se confía y le narra lo sucedido. No sabe qué hacer ni donde ir. El profesor se pone en marcha y contacta con los Servicios Sociales. Es mayor de edad y la trabajadora social no encuentra otra posibilidad que llamar a la Casa de San Antonio. Hay plaza y Mario puede entrar en la casa de acogida para hombres sin hogar.
Es jueves y el día comienza a decaer, cuando el joven llega puntual a la cita. Le mostramos la casa y le hablamos del régimen de convivencia que hay que seguir. Mario está muy serio, con la mirada aún un poco perdida. Pero va asintiendo en señal de comprensión, y negando ante cada una de las condiciones (no bebo, no fumo…). Da la sensación de que considera aquella casa como un clavo al que aferrarse, aunque esté aún muy caliente.
– Mario, has llegado a una familia. ¡No estás solo! ¡Aprovecha la oportunidad!
Él esboza una leve sonrisa de agradecimiento, pero se mantiene hermético en cuanto a cualquier pregunta sobre la situación que le ha llevado hasta nosotros. Aunque da la sensación de que comienza a serenarse, “no suelta prenda”. No da un paso más allá de repetir que se ha quedado sin casa.
Para finalizar el diálogo, recibe una propuesta inesperada. Se le invita a participar en el programa de sostenimiento alimentario a familias en dificultad grave que realizamos todos los sábados.
El joven acepta, tal vez con miedo a que una negativa pueda resultar contraproducente. Luego conoceríamos que tenía planes para ese sábado.
El lunes siguiente llega el “encuentro de la casa”. Mario lleva ya cuatro días con nosotros y asiste expectante. No sabe de qué va la cosa y sus ojos están de par en par mientras escucha atento lo que dicen sus compañeros.
Después de algunas intervenciones, pide la palabra y comienza a relatar la experiencia que ha vivido desde que ha llegado a la casa, poniendo un énfasis particular en el programa de sostenimiento alimentario en el que participó el sábado. Su mirada es abierta y tranquila, aunque sus ojos denotan un punto de emoción. Parece que el bloqueo ha desaparecido y su corazón necesita desahogarse.
A pesar de que asisten varias personas a las que ve por primera vez, Mario consigue hablar de su familiar: un hermano en la cárcel, otro hermano yonqui, un padre inexistente y toda una adolescencia viviendo situaciones de extrema dureza. Está convencido de haber llegado al lugar adecuado.
El abrazo de unos perfectos desconocidos que están siendo educados en poner al hombre por delante del problema, y participar en una actividad de ayuda a familias que están peor aún que él, ha sido suficiente para desbloquear una situación que podría haber discurrido por otros derroteros con consecuencias trágicas, como ha sucedido a dos de sus hermanos.
«La comunicación de la verdad que lo divino hace llegar a los hombres mediante la Iglesia demuestra su validez justamente porque no olvida nada, valora el bien y juzga o transforma el mal», nos indica el texto de la escuela de comunidad.
Para Mario, ¡lo mejor está por llegar y él comienza a intuirlo!
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón