Alessandra viaja sumida en la indiferencia, suya y de sus compañeros de viaje que la acompañan en el tren con destino Telford, un pueblo gris del norte de Inglaterra donde lleva trabajando unos meses. Davide, un directivo con diez años de experiencia en el Reino Unido, ha empezado un nuevo trabajo donde debe obedecer a un joven jefe con mucha menos experiencia que él. Michiel es párroco universitario en Tilburgo (Países Bajos), una tierra ya totalmente descristianizada. Martina, que vive en Londres con su marido, James, está atormentada por las dudas sobre su vida en un movimiento, CL, con propuestas que ella no termina de compartir. También están Massimo, Ettore, Francesca... Hombres y mujeres con responsabilidades, medidos diariamente en su trabajo y muchas veces sin los resultados esperados.
Son solo algunas de las historias narradas en un fin de semana de enero en Reading, a media hora de tren de Londres. Más de quinientas personas procedentes de las comunidades de CL del norte de Europa se reúnen con Julián Carrón, en una cita que ya es tradicional pero siempre nueva. Un pueblo variado que pulula por las instalaciones de un club de golf cegado por la niebla del invierno inglés. Hay veteranos con hijos ya adolescentes, recién llegados a los que se les reconoce por su acento, todavía un poco inseguro, y sobre todo decenas de jóvenes familias con niños y bebés.
El formato del fin de semana es sencillo: dos asambleas largas, enmarcadas entre sendas lecciones de Carrón y una lectura teatralizada de un texto de Oscar Wilde el sábado por la noche. El tema es la experiencia, partiendo de las circunstancias que cada uno está llamado a vivir.
Momentos a veces extraordinarios, como el conmovedor encuentro con Rowan Williams, exprimado de la Iglesia anglicana, del que habla Marco; o dolorosos, como la historia de Tommaso, herido por el drama de una separación y obligado a vivir fuera de su casa, acogido por amigos que le acompañan como si fuera un hermano.
Por lo demás, se trata en general de circunstancias banales, cotidianas, normales, como las de todos los hombres y mujeres que viven en este caótico inicio de milenio, donde los cristianos se han convertido en minoría.
La noche del viernes, Carrón empieza el diálogo mirando y profundizando en la naturaleza de estas circunstancias históricas: estériles si damos crédito tan solo a nuestra propia y escasa imaginación, influenciada por el sensacionalismo del mundo o replegada en cierta imagen del pasado.
La pregunta clave, insiste Julián, es la de Natanael («¿Pero de Nazaret puede salir algo bueno?»), un interrogante que se hace aún más dramático en un mundo que cambia tan rápido, donde la tempestad sacude el norte secularizado de Europa quizás más que en otras partes. En lugar de Nazaret pongamos los lugares de las circunstancias que vivimos, las personas que nos rodean, pero el desafío es exactamente el mismo.
El método de Dios no cambia. A las dudas y dificultades, Carrón responde exponiendo su propia experiencia en la guía del movimiento en un momento histórico tan complicado, y de su descubrimiento sufrido de que todo es dado para la propia maduración. El mismo descubrimiento que hizo Oscar Wilde, que estuvo preso a pocas millas de distancia del campo de golf en que nos encontrábamos, según narra en su Balada de la cárcel de Reading, que se representó en la noche del sábado.
Delante de todas las incertidumbres, Carrón es radical: «Hay que verificar el cristianismo del mundo de hoy, en este contexto particular. Hay que mirar a la cara las propias dudas e incertidumbres o de lo contrario se quedarán sin resolver. Pero todas las dudas no pueden impedir a Cristo volver a acontecer, como vemos en las experiencias que habéis contado estos días».
De hecho, el misterio de la Encarnación vuelve a suceder todos los días. El mismo acontecimiento, con una forma distinta. Como se dice en la homilía del domingo: «La luz de la Navidad brilla en la pobreza de un pesebre, y ahora brilla en las pequeñas cosas de nuestra vida, que no son noticia, pero que cambian nuestra vida y con ella el mundo».
Esta luz en las pequeñas cosas de la vida es la verdadera protagonista del fin de semana, y a esa luz es a lo que Carrón nos invita a mirar. Alessandra, poco a poco, empieza a mirar esa hora en tren a Telford como una ocasión. Y así empieza a ser más ella misma, partiendo de su necesidad y de la hipótesis de bien que ha encontrado. Sus compañeros de viaje notan la diferencia y surge con ellos una amistad imprevista que la sorprende hasta a ella, por la curiosidad e insistencia con que la llenan de preguntas sobre su pertenencia al movimiento.
O Massimo, después de tantos años en Irlanda, que reaccionó duramente a las críticas de los directivos del banco en que trabajo. Le reprocharon su estilo paternalista y demasiado atento a los detalles. En cambio él, de pronto, recordó la invitación del Papa Francisco a no construir muros, y empezó a preguntarse cómo y dónde podía acontecer Cristo en medio de una circunstancia aparentemente tan hostil. ¿Cómo volver a empezar? «En primer lugar, escuchando lo que me estaban diciendo».
Es el mismo camino que Davide, Rudi, Francesca, Michele y tantos otros que viven aislados por el Reino Unido. La misma dinámica, pero siempre distinta, encarnada en ese instante de historia que cada uno está llamado a vivir: adherirse a la hipótesis positiva que han encontrado y revivirla siguiendo la experiencia del movimiento les ha hecho más dispuestos para interceptar la acción de Dios en su propia historia, y a sorprender dentro de sí una alegría y una inteligencia distintas.
Igual que Tommaso, cuya separación se ha revelado como un camino precioso para un crecimiento humano y una postura de virginidad que para él ha supuesto una fuente de paz. «¿Cómo has podido ver que esto era posible?», le interrumpe Carrón: «Porque has visto a gente llamada a la virginidad cuya vida florece, cuya vida no consiste en resignarse ni contentarse con menos».
Mirar, insiste Carrón, es de hecho el verbo cristiano por excelencia. Como dice Marco al contar su oración común con el arzobispo anglicano Rowan Williams por la unidad de la Iglesia: «No había nada más que hacer en ese momento que mirar y gozar de una Presencia que me llenaba de alegría y de certeza».
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