Unos ojos negros y brillantes dominan sobre un rostro redondo con el pelo muy negro y ensortijado. Su mirada denota una cierta melancolía que quisiera expresar un punto de desilusión sobre cómo le va la vida, porque, tal vez, él la esperara de otra manera. Es Boulus, un rifeño que, como tantos otros, tuvo que emigrar para buscar un futuro lejos de su tierra.
Las cosas no estaban bien y, para un bereber como él, las dificultades se incrementan de forma natural en condiciones normales, y mucho más cuando una crisis como la que estamos pasando aprieta a todo hijo de vecino. Él suele decir que ellos, los bereber, no se llevan bien con los árabes (término con el que identifican al resto de los marroquíes). Esta es una objeción que lleva grabada a fuego en su alma y que se sustenta sobre una historia de violencia sufrida por los suyos. «El padre del actual rey ha hecho matar a muchos en mi pueblo», acostumbra a decir para justificar esa animadversión, mientras mueve la cabeza afirmando, en un intento de dar más veracidad aún a su afirmación.
Boulus trabajaba como vendedor de ropa para una tienda en su ciudad natal. Muchas veces, las prendas que vendía necesitaban de alguna reparación… acortar una manga, ajustar una cintura, coser el bajo… y mientras no había clientes en el negocio, fue aprendiendo a hacerlo por sí mismo. Día tras día realizaba estos ajustes y, poco a poco, se iba atreviendo con cuestiones de mayor envergadura. Casi sin darse cuenta, este hombre se fue convirtiendo en un sastre que cada vez se atrevía con reformas de mayor calado. Todo con tal de dejar la pieza al gusto del cliente.
Pero lejos de mejorar, la situación se ponía cada vez más difícil y Boulus se ve obligado a dejar lo poco que tenía para buscar algo más consistente en la emigración. Así, siguiendo la senda de algún conocido, como suele suceder en la mayoría de los casos, llega a España y termina asentando sus huesos en Fuenlabrada.
No fue un camino de rosas, ni muchísimo menos. Nosotros lo encontramos viviendo en una habitación inmunda en la parte de atrás de un taller, donde pasa el día completo trabajando. De sol a sol y de lunes a domingo. Todo ello a cambio de la comida, un camastro y un aseo. Una situación de la que la mayoría de nosotros saldríamos corriendo sin detenernos allí un solo minuto.
Lo conocimos a través del uno de los acogidos en nuestra casa de acogida para hombres sin hogar que se había encontrado con él en no recuerdo qué circunstancia. El caso es que, al conocer su situación, nuestro amigo se conmovió ante la dureza de las circunstancias en las que se desenvolvía Boulus y no duda un instante en proponernos hacer algo. Como había sitio en la casa de hombres sin hogar, de inmediato le invitamos a venir a ella.
Boulus llega con su característica timidez, como si pretendiera no molestar a nadie, aunque una cierta reticencia denotaba que no debía tener nada claro lo que aquel conocido le estaba ofreciendo. Le mostramos su habitación y el resto de las dependencias del piso, al tiempo que uno de los acogidos afirma con suficiencia: «Boulus, esta es tu casa». Ante aquella demostración de amistad, nuestro hombre tiene que hacer un esfuerzo enorme para contener las lágrimas… Se había emocionado.
Poco a poco, comienza a hacer cuentas con su nueva realidad. Una cama confortable, unas instalaciones dignas y una comida que no escasea. Esta es la nueva perspectiva de su vida que, entre otras cosas, comienza a proporcionarle cierta mejoría en la enfermedad que padece. Pero él sigue trabajando con su jefe, en jornadas interminables, ahora por unos pocos euros a la semana.
Con todos los acogidos en nuestras casas, nuestro método de intervención es idéntico. Lo primero es trabajar el concepto de “familia”. ¡Has llegado a una familia! Repetimos hasta la saciedad. Una familia formada por el resto de acogidos y por los voluntarios que los atienden. No lo aceptan de inmediato, porque esa terrible sensación de soledad con la que han convivido durante los últimos tiempos les ha llegado hasta el tuétano, se ha engarzado en lo más profundo de su corazón y no es fácil desprenderse de ella. Pero vamos haciendo camino.
Un día, le propongo que prepare un breve estudio de lo que costaría poner en marcha un pequeño taller en su tierra, donde pudieran trabajar él y tres o cuatro mujeres. «Prepara una lista con las cosas que necesitarías y el coste que crees que podría tener para mantenerlo durante el primer año», le pido.
Al percibir una cierta extrañeza en su mirada, le cuento que tengo relación con una gran ONG de la Iglesia, porque son clientes míos, y que he podido conocer a los responsables de proyectos para el Magreb y me han animado a buscar personas que estuvieran dispuestas a reinsertarse en su país de origen.
Quedamos en que preparará la información que le pido, pero las semanas pasan y Boulus no responde a la invitación. Un día, me siento con él y le pregunto por qué. Nuestro amigo baja la vista y un tanto turbado comienza a buscar excusas a cada cual menos convincente. Le pido que se deje de tonterías y me diga la verdad. Entonces reconoce que no desea regresar a Marruecos, porque no soporta a los árabes, y se acompaña con algunos relatos luctuosos sucedidos en su pueblo donde familiares y conocidos suyos han sido asesinados por las autoridades marroquíes.
La verdad es que me deja bloqueado y no sé qué responder, pero en ese momento me viene a la mente que en la casa hay otros dos marroquíes. Entonces le pregunto: – «Boulus, si no soportas a los árabes, ¿qué sucede entonces con Hakim y Mustapha? Ambos son árabes».
– «Esos son diferentes, porque esos… son mi familia» –se apresura a responder.
La cosa sigue así y continuamos el camino, hasta que varios meses después nos dice que se quiere casar. Ha conocido una mujer –Zara– y han decidido casarse. Yo tengo mis dudas sobre las razones de ese matrimonio, pero la ilusión que se detecta en su rostro, en su mirada, que ofrece un brillo diferente, como de ilusión, me hace aparcar mi desconfianza y aceptar que el amor ha llamado a su puerta.
Los musulmanes no tienen una liturgia del matrimonio, y la boda se celebra en tres tiempos. El primero es la ceremonia civil, que en nuestro caso se desarrolló en el consulado. El segundo es un encuentro en la mezquita con un laico que conoce el Corán y que les cuenta lo que en el libro sagrado se dice del matrimonio. El tercero es una fiesta fastuosa que puede durar varios días, con comida abundante y baile sin cesar. La novia se cambia siete veces de vestido, a cuál más elegante y costoso. Hay otro punto intermedio en el que el padre de la novia invita a cenar en la mezquita a los miembros de la comunidad (solo hombres) que no son invitados a la boda.
Una buena boda es tan importante para ellos que, en el sur de Madrid, se han desarrollado varias empresas que se dedican a la intendencia matrimonial, incluyendo el alquiler de estos vestidos, para las familias que no tienen los recursos suficientes para comprarlos.
Boulus y su prometida pueden cumplir los dos primeros trámites, en el consulado y en la mezquita, pero el resto es imposible porque no tienen bienes ni una familia que les pueda ayudar. Tan solo han podido conseguir un vestido de novia prestado.
Pero aparecen los amigos de la Casa de San Antonio y deciden organizar ellos la boda. Todo un acontecimiento que se desarrollará en los salones parroquiales.
Al comienzo, la relación no es sencilla. Él tiene que seguir viviendo en nuestra casa de acogida, y ella en una habitación a la que no puede llevar a su marido porque el casero no lo permite, salvo –eso sí– que le paguen el doble, pero ellos no tienen esa posibilidad. Transcurren algunas semanas y finalmente consiguen poder alquilar una pequeña casa de dos habitaciones a la que se trasladan.
Boulus consigue la residencia, pero no el permiso de trabajo, y se va manejando a base de hacer arreglos y de ir los fines de semana al Rastro a vender algunas cosas que consigue «rebuscando por ahí».
Zara se queda embarazada. Había conseguido trabajo como pinche de cocina en un restaurante de la localidad, pero cuando está de seis meses, el propietario descubre la situación y la despide. Las cosas se tuercen de nuevo.
Nace la niña y la ilusión inunda nuevamente el hogar, a pesar de las dificultades. La Casa de San Antonio les presta ayuda alimentaria, y nos afanamos en conseguirle arreglos que le permitan tener unos ingresos para ayudar a sostener la familia. Hay quien hasta se rompe alguna prenda para que nuestro amigo se la arregle y tener así la oportunidad de darle unos euros.
Boulus sufre, se siente impotente, y su mujer le recrimina constantemente que no sea capaz de encontrar un trabajo estable. Tal es la tensión que termina sufriendo una angina de pecho que le tendrá varios días hospitalizado.
Tras un breve período de calma, el conflicto con su mujer se reanuda de nuevo. Él se siente impotente y trata de disculparse, pero ella no cede. Un día, la disputa sube de tono y Boulus es expulsado de la casa.
No sabe qué hacer, de modo que recurre nuevamente a nosotros. Rápidamente le invitamos a venir a la casa de acogida para hombres sin hogar. Boulus se serena y va afrontando la situación poco a poco. Unos días después, habla con Zara y esta le pide que regrese a casa, porque su hija lo necesita. Nuestro amigo nos deja agradecido y reemprende la cotidianeidad de su matrimonio.
El tiempo pasa. Boulus ayuda en las tareas de nuestro programa de sostenimiento alimentario siempre que puede. Viene asiduamente a las clases de español para extranjeros y continúa vendiendo en el Rastro lo que encuentra por ahí. Para ello, los sábados y domingos va a Madrid cogiendo el primer tren, a las seis de la mañana.
Hace unas semanas, uno de los sacerdotes de la parroquia me llama por teléfono:
– «Tengo aquí a Boulus. Dice que su mujer lo ha echado de casa».
– «Dile que me espere, que voy en quince minutos», le respondo.
Cuando llego a la parroquia lo encuentro desolado, con la mirada baja, avergonzado de su situación:
– «¿Qué ha pasado amigo, otra nueva bronca?» - le pregunto mientras me abraza para saludarme.
– «Sí. Esta mujer es así. No sabía qué hacer. Vosotros sois mi única familia».
– «Has hecho bien. Espera al final de la misa y te vas a la casa con Emeterio».
La breve conversación se sella con un nuevo abrazo. Boulus siempre me abraza y no es habitual que un musulmán abrace a un infiel. Un día, su mujer me dijo que lo hacía porque reconocía en mí a su padre.
Boulus se instala nuevamente en la casa y cuatro días después vuelta a empezar. Zara le llama y le pide que vuelva… o le ordena –nunca sabemos cuál es la intención– pero le advierte que, en esta ocasión, dormirá cada uno en una habitación diferente. Él acepta y regresa. No podría ser de otra forma.
Hoy le he visto de nuevo y, como siempre, me ha abrazado cumpliendo ese ritual de respeto al que está apegado conmigo desde hace tiempo. Le he preguntado cómo van las cosas y me ha dicho que bien, con esa sonrisa con tintes melancólicos que parece indicar que “podía ser peor”. Ha recogido su bolsa de comida y se ha marchado a casa sumido en sus sueños de felicidad. Unos sueños que parecen resistirse a dominar su vida.
Y nosotros, “su familia” –como le gusta llamarnos– quedamos contentos de que haya podido reemprender de nuevo el camino, por duro que este se presente. Permanecemos en la espera, pidiendo a Dios que esta sea la definitiva. Permanecemos en la espera, porque para eso sirven las familias, para cuando se las necesita.
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