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Una justicia nueva

Jesús Rodríguez
22/11/2016 - La intervención del abogado Jesús Rodríguez en la presentación de la biografía de Luigi Giussani el pasado viernes 18 de noviembre en Jerez de la Frontera (Cádiz).
Jesús Rodríguez.
Jesús Rodríguez.

Corría el año 1993 y la situación en Italia era muy convulsa como consecuencia de los procedimientos judiciales abiertos por casos de corrupción política. A cada asunto que aparecía, no solo la prensa, sino los fiscales y los jueces de la asociación Manos Limpias actuaban con exacerbada rigurosidad, mandando a la cárcel irremisiblemente a aquellos contra los que en ese momento solo había meros indicios de criminalidad. Pero no solo era esto, quizás lo más grave era que la entrada en prisión se hacía con una publicidad inaudita en la Justicia: la llegada de cada preso era recogida en cientos de fotos y grabada en directo por cámaras de televisión.

El caso más grave se conocía como “Enimont” y tenía su origen en la financiación ilegal de los partidos tradicionales. En unos pocos meses, ese espectáculo mediático en que convirtieron el interrogatorio de los detenidos había producido consecuencias trágicas: el día 20 de julio un investigado, el empresario Gabriele Cagliari –detenido por pagar comisiones ilegales a partidos– fue encontrado muerto en las duchas de la prisión de San Vittore, ahogado por una bolsa de plástico; tres días después, otro empresario, Raúl Guardini, que había sido citado para declarar ante el juez (seguramente, conociendo el espectáculo de prensa y televisión que le aguardaba al entrar en el juzgado) se disparó un tiro en la sien en su casa de Milán. Pocos meses antes, un tercer imputado en la misma causa, Sergio Castellari, también se había quitado la vida.

En septiembre, la Fraternidad tenía convocado un encuentro con Giussani en Milán, lugar de origen de aquel escándalo político, en el Forum de Assago, templo del baloncesto y conciertos musicales. El pabellón estaba repleto: quince mil personas.

Entre ellos, tres figuras representativas: el fiscal de Milán, Gherardo Colombo; el periodista, Gad Lerner; y un juez de Manos Limpias.

Giussani dudaba sobre si debía de hablar de la Justicia en aquel foro, delante de aquellos dos representantes de uno de los poderes del Estado, el judicial; y otro que representaba al cuarto, la prensa. Sabía la profunda conmoción que había producido en la sociedad italiana este modo de proceder de la Justicia: la gente corriente se sentía horrorizada de la manera inhumana en que se estaba tratando a los investigados, no acusados y, mucho menos, condenados.

Al fin Giussani se decidió a hacerlo, y dijo:

«La moralidad es tratar a las personas y a las cosas respetándolas hasta el fondo… Si este profundo respeto no se practica, la vida del hombre no puede mantenerse en pie: todo el pueblo sufre por ello… Si los mismos instrumentos con que el Estado lleva a cabo el intento de hacer justicia actúan también sin respetar a las personas y las circunstancias… el efecto es la destrucción de la conciencia del pueblo, junto a una actitud tan corta de miras y mezquina como proclive a olvidar los errores cometidos por los que ahora acusan a otros».

¡Qué bien había entendido Giussani el verdadero sentido de la Justicia como virtud, y no como simple poder del Estado! Cuando lo que mueve a quienes intervienen en su administración es la venganza, malo; pero cuando lo que les induce a actuar es el afán de que el pueblo los tenga por únicos garantes de la moralidad pública, peor.
Porque la arbitrariedad (y no es arbitrario enviar a la cárcel al presunto culpable, pero sí hacerlo entre fotos y cámaras de televisión) no solo es funesta cuando se utiliza para cometer el crimen; también lo es cuando se emplea contra él.

Como había advertido don Giussani unos meses antes en un encuentro celebrado en Lourdes por los miembros de Fraternidad, el juez que administra justicia de modo ejemplificador, buscando que sus sentencias sirvan de espejo en el que mirarse todo aquel que siente la tentación del delito, con el fin de que conozca las terribles consecuencias de quebrantar la ley, estará actuando de un modo legal, pero no ético. Legal, porque enviar a que cumpla prisión provisional el presunto delincuente está amparado por la ley; pero falta de ética, porque –lo decía el fundador– la función de los jueces no está en instruir a nadie de las consecuencias del delito. Pero no solo esto: a la falta de ética se une el quebrantamiento de otro valor –humano y desde luego cristiano– esencial: la compasión hacia el delincuente.

Por eso seguía diciendo:

«La voluntad de corregir los errores cometidos por otros no puede basarse en la pretensión de arreglar las cosas, sino ante todo en la conciencia de las culpas propias… Nos lo enseña la misa todos los días, cuando empezamos diciendo: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, y luego “Por mi culpa, por mi gran culpa”. Solo la conciencia de ser pecadores nos hace estar atentos, sensibles, temerosos de equivocarnos».

Tenía también razón Giussani en esto. Ni en la ley ni en nuestra moral pública el juez goza de ese privilegio de los jueces hebreos de la época de Cristo de liberarse de la culpa de haber cometido una injusticia con un simple rito: primero, pronunciando las palabras del salmista «Lavaré mis manos entre los inocentes»; después, las de la Glosa del Sôtah, del Deuteronomio «Tan puras y limpias como nuestras manos lustradas, están nuestras conciencias de toda sangre»; y por fin, hacer el simple gesto de lavarse las manos. No hacía falta más para purificarse el corazón que cumplir con este ritual que, como sabemos, Pilatos se sabía de memoria.

Por eso resulta tan admirable el criterio que valientemente expuso Giussani en aquel encuentro, refiriéndose a las consecuencias tremendas de la prisión provisional televisada en directo:

«La identidad de una persona implica que se respete su dignidad. Ponerla en evidencia, es decir, avergonzar sin necesidad a una persona… es el error que representan tan bien ciertos magistrados de estos tiempos: ¡Y nadie rechista!».

Explicaba a continuación este silencio generalizado diciendo que nadie había «educado o guiado al pueblo para que salvaguarde y respete la identidad de las personas que lo componen».

Sin embargo, las que a mí me parecen más hermosas palabras de Giussani para exponer su concepto de la Justicia las pronunció en junio de 1993, afirmando:

«Lo que el movimiento ha creado desde 1954 es poesía, ante todo poesía…».

Y ponía como ejemplo a Andrés y a Juan, los apóstoles de Jesús, diciendo:

«Miraban el rostro de Jesús y era poesía, no le miraban por las cosas que decía; las cosas que decía les entraban por los intersticios de sus acentos poéticos… En suma: lo que introduce en la verdad es una belleza (splendor veri)… es lo que verdaderamente nos capacita para conocer o vivir la justicia, pero algunas personas, al no poder sentir lo bello, no tienen en absoluto el sentido de lo verdadero, ni siquiera saben qué es la justicia, mientras viven de ella como los antiguos salvajes vivían del hacha».

Qué sutil crítica de esos jueces que buscan en sus sentencias la utilidad, el “recuerda y haz memoria” –que es otro modo de decir ejemplaridad–, sin detenerse a pensar que el oficio que les está encomendado se resuelve nada menos que en una virtud cardinal y en un eterno valor humano.

No se equivocaba Giussani. Nuestro sistema penal es más justo cuando se hace poesía y contempla los delitos con la belleza (entendida, en sus palabras, splendor veri) que imprime a todo la verdad. Sin embargo, hoy nuestros delitos se han ido deformando y se refieren a hechos que, en todo caso, merecerían un simple reproche administrativo. Ahí tenemos nuestro Código Penal actual que sanciona a quien construya en contra de las normas urbanísticas o conduzca a velocidad excesiva.

Ello obedece seguramente a que en nuestra sociedad occidental laica la Justicia se sigue concibiendo como juicio de las apariencias y no de la raíz misteriosa de las cosas. Nuestra justicia humana ha optado por juzgar hechos en lugar de juzgar hombres, como la divina. En esto se explica que para sancionar una lesión haya que atenerse, sobre cualquier otra cosa, a los días que tarde en curar la herida; de tal manera que el hecho de que una infección retrase la cicatriz de la víctima puede influir en la suerte del delincuente más que su intención.

Lo mismo ocurre con las penas. Siguen siendo rudimentarias, primitivas. Tienen todavía un regusto a la Ley del Talión… Y es que muchas veces nuestras penas parecen delitos invertidos: la multa que fija el Código Penal de hasta el ¡séxtuplo! de lo defraudado por un empresario que no ingresa el IVA ¿no trasmina algo de hurto vuelto del revés, como un dedo de guante?

A mí –como a Giusanni en Lourdes– me lo parece. Sin embargo, cuando en varias ocasiones, tras el juicio, he criticado la desmesura de la pena con el Abogado del Estado –el defensor de la Administración– siempre me ha contestado igual: «Sí, acaso sea excesiva… pero es la ley».

Y es que, como criticaba don Giussani, en ninguna otra cosa se ha escudado tanto el poder como en la ley. Seguramente porque la Justicia, como virtud, es por esencia inmutable, en tanto que la ley puede cambiarse a voluntad.

Cada vez que oigo esta invocación a la letra estricta de la ley me acuerdo de El mercader de Venecia, de Shakespeare. En concreto de la escena final del acto cuarto... Antonio, el mercader, firma a Shilock, el judío, un pagaré, avalándolo para el caso de incumplimiento con una libra (casi medio kilo) de su propia carne… Vence el pagaré, Antonio no puede cumplir y el judío reclama su derecho ante el tribunal del Dux.

El Dux quiere salvar a Antonio –respetado por todos sus conciudadanos, por su bondad y honradez–, pero se dice a sí mismo que Venecia es una República libre y la libertad estriba en el riguroso cumplimiento de la ley, sin excepciones… Lleno de angustia, se dispone a dictar la terrible sentencia.

Entonces irrumpe en la sala de justicia un joven abogado. Es Porcia, disfrazada con toga, que empieza a tejer su hermoso sofisma: el judío tiene pleno derecho a una libra de la carne del mercader, porque así se pactó en el pagaré. Lo ampara la ley, y la ley es sagrada… Pero también la República tiene aprobada otra ley que condena a muerte al judío que vierta la sangre de un cristiano. El pagaré le da derecho a la carne, pero no a la sangre: si Shilock derrama una sola gota al cortar la carne de Antonio, morirá.

Y Shilock tiene que renunciar a su legítimo derecho para salvar su propia vida... Queda así establecida esa admirable doctrina jurídica, que defendía también Giussani en las palabras que pronunció en Milán. ¿Cumplimiento estricto de la Ley y de los contratos? ¡Sí!... ¡Pero sin hacer sangre!

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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