Don José, de Muga de Sayago, nos ha dejado. Se ha ido de puntillas. Tenía 88 años y el rostro surcado por esa alegría recóndita que nace de la fe. Se fue anteayer, dejando su gente y su pueblo, al que tanto amó durante 65 largos años de ministerio sacerdotal. Se fue a los brazos del Padre. Así lo cantaba ayer la liturgia de la Misa exequial que presidió su obispo, de la diócesis de Zamora, monseñor Gregorio Martínez Sacristán.
Tuve el privilegio de estar allí, gracias a la compañía de Ricardo, que fue profesor en Muga durante un curso. Al llegar al exterior de la iglesia parroquial donde se velaba el cuerpo de Don José, todo era recogimiento, voces contenidas, miradas conmovidas y un gran vacío. Y tan solo era un hombre anciano, pobre, humilde y entregado hasta el final. ¡Cuánta gente venida de fuera! ¡Cuántos chicos que miraban el pueblo que se ha generado a su alrededor! Se reconocían allí muy bien varias generaciones de antiguos alumnos. Y una misma gratitud.
En la iglesia, con el entarimado de madera contra los rigores zamoranos, me sorprendió la compostura absoluta que reinaba. Las mujeres del pueblo sentadas en apretadas filas, los hombres abarrotando la parte posterior de la iglesia, el coro repleto de gente, los pasillos que se iban llenando y delante, a la derecha, la familia y, a la izquierda, los profesores del Instituto que lleva su nombre y que es el corazón de Muga. En medio, delante del altar, el féretro sencillo como él. Alrededor del altar, una corona de unos treinta sacerdotes con blancas vestiduras, señalando esa resurrección que el misterio de la iglesia anticipa en esta tierra. “Pero, hombre, ¡cómo habéis venido tantos! Es que no me lo explico…”, me parecía escuchar la voz de Don José extrañarse de tanta concurrencia, de tanto afecto.
Y es que delante de mí, un hombre se seca los ojos disimuladamente, las mujeres aguantan las lágrimas y los ojos de todos brillan conteniendo la conmoción. La sobriedad de la tierra engalana de lágrimas esos ojos. Durante toda la misa no se oye literalmente un ruido. Ni una tos, ni un crujido de la tarima que al menor movimiento sonaría. Todos esperan palabras que le digan a Don José que ellos le quieren, que le deben los años mejores de su vida, que le agradecen haber aprendido la sintaxis y el Quijote, la belleza de la iglesia y el destino bueno de la vida. Y estas palabras las pronuncia el mismo Señor mediante la Liturgia: «Venid a mí, benditos de mi Padre, recibid el premio preparado para vosotros, porque tuve hambre y me disteis de comer», tuve sed de conocer y me enseñasteis a leer y a vivir, necesité compañía y me la ofrecisteis…
Se me hizo patente mirando esa apretada humanidad que, aunque caigan las evidencias elementales y muchos dejen de ir a la iglesia y muchos no escuchen nada más que prejuicios sobre el cristianismo, una vida entregada día a día por amor a Cristo, una fidelidad gratuita e inagotable, el amor a “su” gente y a sus chicos en un rincón perdido y olvidado por los poderosos, gana la razón del más reticente. Don José, ¡qué milagro ha hecho el Señor con tu sacerdocio humilde y sencillo! Fueron los adjetivos que más escuché en la homilía. Después, le pregunté a un joven profesor del colegio que me retratara a Don José con tres palabras. Me dijo: apasionado, inteligente, de la inteligencia de la vida, y misericordioso. Me quedo con este retrato. Y con la certeza de lo que he visto: Dios cumple su promesa.
Querido Don José, mira desde arriba, y si puedes cuenta el número de las estrellas, así es tu descendencia en tantos pueblos de Castilla, en Madrid y en Sao Paulo, en Moscú y en Muga, trigo nacido de tu fecundidad sacerdotal.
"Una flor en el desierto" - Un video sobre el instituto de Muga en La Siete
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón