Para los sacramentos, aquí como en todo el mundo, nos preparamos con la catequesis. Este año, en este trabajo, no han faltado sorpresas realmente hermosas. Por ejemplo en Cabrito, una zona muy alejada de nuestra iglesia, y no solo geográficamente. Muchas familias son evangélicas y otras, de descendencia africana, practican el candomblé, una religión derivada del animismo. Los sábados, salvo excepciones, celebro la misa en la pequeña iglesia con tres o cuatro personas. Hacía años que en esta región no se hacía catequesis. Pero este año la música ha cambiado. Gracias a Marta, una joven madre que fue catequista en el pasado, Dios está haciendo florecer algo hermoso en este desierto.
Marta baja desde la colina a pie, todos los sábados, con su hija en brazos y su hijo Mateo que la ayuda a llevar una gran bolsa de comida preparada en casa. Luego, con Jassiara, la otra catequista, abre la iglesia y la pequeña sala contigua, y ordena las mesas y las sillas. Los niños mientras tanto empiezan a llegar por todas partes. Son casi veinte y aprenden aquí lo básico de la fe, dibujan, juegan, cantan y bailan. Al final entran en la sala también algunas madres con algunos platos caseros.
Resumiendo, una fiesta allí donde antes no había casi nada. Se ha abierto un camino y para empezarlo Dios se ha valido de una madre que aún no está casada y que habla de María con una ternura que me conmueve siempre. Una mujer que no tiene la voluntad -ni tampoco el tiempo- de reivindicar para sí un rol especial en la Iglesia.
La historia de la Confirmación también es digna de contar. El camino preparatorio comenzó muy discretamente, con tres o cuatro chavalas de quince años con las que hemos compartido muchas cosas estos años. De pronto se sumó, no recuerdo cómo, Annaurelia, que todas las semanas traía a alguien nuevo: empezó con su sobrino, luego su hermana, después otro sobrino, otra hermana con su marido, un tercer sobrino... por último una amiga. Esta, dos semanas más tarde, vino acompañada de un chico de 16 años que hacía maravillas con un balón en los pies.
Así creció el grupo, y también el entusiasmo. Cuando pienso en el grupo de confirmación viene a mi memoria la historia de Duda, una chica que, a pesar de todas nuestras invitaciones, nunca quiso volver después de hacer la primera comunión. Vivía con su padre enfrente de nuestra iglesia. El hombre se dedicaba a reparar altavoces, por lo que solía invadir de música bastante alta toda la favela, incluso a veces de noche. Sus vecinos también eran bastante molestos. No por cuestiones relacionadas con el ruido sino por la droga; en una ocasión el padre de Duda sufrió un ataque que le obligó a moverse con muletas durante meses.
Duda, que participó con nosotros en los "Amigos de Edimar", empezó a separarse de la Iglesia, de la escuela y hasta de su padre, se escapaba de casa y frecuentaba los peores ambientes. Una noche, hace dos años, nos llamaron por teléfono y nos dijeron que, embriagada por el alcohol (o por otras sustancias), Duda susurraba mi nombre. El padre Ignacio y yo, imaginando el inminente peligro en que podía encontrarse, nos subimos al coche y fuimos a buscarla por todas partes, a unas horas en las que aquí nadie sale de casa. En la comisaría tampoco tenían noticias de la chica, que apareció en casa unas semanas más tarde contando un montón de mentiras. Duda no nos pedía dinero porque sabía que no se lo íbamos a dar. Pero a veces se presentaba en nuestra puerta diciendo que tenía hambre. Bastaban un par de bromas y unas cuantas galletas para que empezara a contar todas las estupideces que hacía. En el fondo tenía un corazón bueno, que el mal no había logrado destruir.
Se me ponen los pelos de punta al recordar una noche en que, conmovida, en un mar de lágrimas, nos escuchó contar la historia del hijo pródigo y el padre bueno. El tiempo pasaba y ella, perseguida por hombres con los que estaba endeudada hasta el cuello, dormía cada noche en un lugar diferente. Hasta que, quizás con la colaboración de una amiga, le tendieron la trampa final. Media hora después de que la mataran con varios golpes en la cabeza y en el cuello en un sórdido rincón de la colina, la foto de una niña acurrucada en un charco de sangre apareció en Facebook, a la vista de todos. Aún conservo esa foto, y una poesía suya.
Hasta la sepultura, adonde llegó acompañada de su padre y dos o tres amigas, bajo un cielo gris, parecía hecha adrede para eliminar para siempre el rastro de esta chica que había empezado a llamarme pai, papá. No había sitio en nuestro cementerio y la pusieron en el peor de los cementerios que yo haya visto nunca. Pero volveremos a vernos, Duda.
En la solemnidad de Todos los Santos, aquí en la Bahía de Todos los Santos, no se celebra nada. En la ciudad más "fiestera" no se celebra la fiesta que da nombre a su encantadora bahía. Pero este año era domingo y nos fuimos todo el día a una pequeña isla para clausurar el año catequético. En la Ilha de Maré, a la que tantos artistas cantan, hicimos juegos, nos bañamos en el agua cristalina, celebramos la misa. Durante los días de la inscripción aparecieron chavales que no había visto nunca en catequesis, inventándose historias que les convertían en los más píos de la iglesia... Pero sí, les subimos a todos al barco para atravesar ese pedazo de mar.
Pero en el momento de zarpar, antes de empezar la gran fiesta, quise mostrarle a todos, señalándolo con el dedo, aquel cementerio en la cima de la colina. Algunos, recordando a Duda, se conmovieron. Yo solo quería decirles que somos unos afortunados, porque tenemos entro nosotros a aquel que nos ayuda a estar delante de todas las cosas de la vida, el sol y la lluvia, el juego y el llanto.
En el fondo, el curso y los torneos de fútbol con sesenta chavales, la escuela de ballet donde son 150, los diversos cursos de informática, los encuentros y los almuerzos, todo nos es dado para encontrar y descubrir, con nuestros amigos, ese pedacito de mundo que se llama corazón, y toda la necesidad que lo habita. Para así poder decir, con el Adviento a las puertas: «Ven, Señor Jesús».
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