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Esos miles de kilómetros juntos…

Francesco Inguanti
20/08/2015
Don Ciccio Ventorino con Giussani.
Don Ciccio Ventorino con Giussani.

Cuando conocí a don Ciccio, en marzo de 1967, yo tenía 17 años y él 35. Pero su relación conmigo, como con tantos otros jóvenes de mi generación, no podía identificarse con un rol: sabía ser al mismo tiempo hermano mayor, padre, autoridad a la que obedecer, amigo y confidente al que abrir el propio corazón adolescente. Pasé con él gran parte de mis jornadas durante más de 15 años, siempre buscando el secreto que hacía desear ser como él, a pesar de su carácter, que en el primer momento no suscitaba siempre el deseo de imitarle.

Aprendí de él la forma de utilizar el tiempo. No recuerdo haberle visto nunca “sin nada que hacer”. Cuando tenía que atender algo o a alguien siempre llevaba un libro en la mano, normalmente el Breviario, siempre dispuesto a cerrarlo inmediatamente para escuchar a quien tenía delante. Lo que decía don Giussani del significado del tiempo que no debe pasar inútilmente yo lo veía en cómo él organizaba sus jornadas, donde había espacio para todo menos para el vacío.

Gracias a él conocí, en el verano de 1968, después de un viaje en tren de más de 36 horas, a don Giussani, en las primeras vacaciones en los Dolomitas. Y después a todos los que pronto me di cuenta de que eran sus mejores amigos: don Francesco Ricci, don Fabio Baroncini, don Pino De Bernardis y tantos otros que no nombro para no olvidarme de ninguno. Nunca había visto hasta entonces a tantos sacerdotes que fueran amigos tan seriamente, y de aquella amistan también podíamos participar nosotros, que éramos tan jóvenes, de una manera sencilla.
Luego llegaron otros: Sante Bagnoli, Peppino Zola, Pier Alberto Bertazzi, Roberto Formigoni, Angelo Scola (que aún no era sacerdote), y tantísimos hombres y mujeres que me lanzaron a un mundo y una vida que ni siquiera pensaba que pudiera existir. «La promesa de felicidad», «el céntuplo aquí abajo» y frases similares eran reales y concretas, no una promesa ilusoria. Cuando volvía a casa después de las vacaciones y retiros, todo lo que había quedado grabado en mi memoria se iba traduciendo, desmenuzando y digiriendo en la relación cotidiana con él, en la que pasábamos de rezar a jugar juntos, sobre todo a las cartas, de leer a discutir, siempre con pasión y sencillez.

Lo único de lo que andaba escaso era de pasión por el fútbol. A pesar de los años pasados en el seminario, no era gran apasionado ni aficionado. Cuando alguna reunión coincidía con importantes partidos de fútbol, se abría un desafío dentro del desafío, y también en esto aprendíamos todos, futboleros o no, qué es lo más importante en la vida. Lo máximo que nos permitió fue ver juntos la final del Mundial de 1982. Pero el motivo nos lo desveló al final: no le interesaba el resultado, sino ver cómo se comportaba la gente ante un evento tan importante. Así que cuando salimos a la calle a celebrarlo, él volvió a casa porque ya había visto suficiente.

Nos enseñó a elegir y leer los libros adecuados. Leía muchísimos, al menos en mi opinión, y luego nos los contaba y se convertían en materia de estudio para todos en lo que entonces se llamaban “Grupos de estudio”. Obviamente, sentía un respeto sagrado por sus libros, a veces conseguías que te prestara alguno pero a condición de que se lo devolvieras pronto y en las mismas condiciones en que te lo dejaba. Con él leímos y conocimos autores desconocidos hasta para los profesores universitarios de entonces, y sobre ellos nos formamos y educamos siempre con rigor y libertad. Es inútil añadir que lo mismo hacía con el cine. El cine-fórum era una cita que nadie quería perderse, y las discusiones después de las proyecciones duraban a veces hasta más que la propia película.

Gracias a él, mi relación con don Giussani nació y se profundizó. Cuando volvía de sus frecuentes viajes a Milán, era como un volcán, más potente que el Etna. Primero nos hablaba de don Giussani, de lo que habían hablado y de lo que quería hacernos saber a través de él. A pesar de que carecíamos de los modernos medios de comunicación, su relato nos transportaba idealmente a su presencia, gracias sin duda a su gran capacidad de identificación con don Gius. De modo que cuando, más adelante, pudimos conocerle personalmente, siempre en Milán, era como si le hubiéramos visto todos los días, nos conocía uno por uno, y de cada uno quería saberlo todo. Así nos dábamos cuenta de lo que hablaban ellos cuando se veían.

Con él aprendí a “hacer” el movimiento. Los dos ingredientes eran su gran pasión por cada persona y la cantidad incalculable de kilómetros que hacíamos juntos. En una Sicilia que empezaba a ver los primeros tramos de autopista, salíamos en coche el sábado (nada más salir de clase y sin comer) y volvíamos el domingo después de haber visitado comunidades separadas por cientos de kilómetros en toda Sicilia. Descubrí sitios que ni siquiera sabía que existían y donde vivía alguno del movimiento, íbamos a visitarle. Todo lo aprendí de su pasión por el hombre y por el movimiento, que lo hacía incansable y dispuesto a cualquier sacrificio. Nuestra llegada a cada sitio era siempre una fiesta: podían llevar meses esperándole (era el único sacerdote del movimiento en toda la región), y él les conocía a todos (como el pastor de la parábola). Siempre había algún encuentro preparado, pero después tenía tiempo de hablar con cualquiera, si era necesario hasta altas horas de la noche. Luego venía el ritual de la agenda: establecer la fecha de la próxima visita, a la que todos se comprometían a acudir preparados, porque nadie quería desperdiciar la oportunidad de volver a ver a don Ciccio. Viajaba no solo para los encuentros sino también para las vacaciones, como una semana inolvidable en Pantelleria con don Carmelo Vicari y algunos más, entre interminables juegos y discusiones sobre todos los temas posibles. No había cuestión que no le interesara, pero no por curiosidad sino porque todo era motivo para verificar si «la fe tiene que ver con todo».
El movimiento en Sicilia, sobre todo en los años sesenta y setenta, creció gracias a los kilómetros recorridos y a su pasión por el hombre, por cada hombre que le salía al encuentro. Una vez le pregunté: «¿Pero por qué hacemos tantos kilómetros para ver a cuatro gatos que todo lo que pueden hacer es acogernos?». Me respondió narrando los primeros viajes de los apóstoles, para terminar diciendo: «Si hubieran razonado como tú, la Iglesia no se habría difundido tan rápidamente, o quizá habría muerto enseguida».

Otro tema era el afecto, lo que nos parecía el gran problema en nuestra adolescencia. Podíamos hablar con él con sencillez y respeto, sin indulgencias ni moralismos. Nos educaba en una “relación afectiva” invitándonos a mirar siempre hacia adelante, a otros matrimonios que para nosotros pudieran ser un ejemplo al que mirar. Cuando poco a poco nos fuimos casando, siempre nos repetía: «Estad atentos, porque los jóvenes os miran y quieren saber de vosotros si vais en serio o bromeáis». Cuando venía a cenar a casa de alguno de los que ya nos habíamos casado, no había tema que no fuera digno de sacarse a colación: el uso de la televisión o del dinero, el tiempo que dedicábamos al trabajo, los hijos que queríamos tener…
Con el tiempo yo también llegué a adulto. Tuve casa e hijos, cambie de ciudad, y viví el movimiento en otros lugares y con otros amigos. Una vez me lamenté por la lejanía que me obligaba a verle muy de vez en cuando y me dijo más o menos así: «Lo que tenía que decirte te lo he dicho en todos estos años; si todavía no lo has entendido… Pero ya sabes que cuando quieras puedes venir a verme en cualquier momento».

Empezó a envejecer y a enfermar, pero siempre sirvió a los hombres y a la Iglesia, en todo momento. Eso explica su último compromiso con los reclusos de la cárcel de Catania. Libre de agendas que “obedecer”, de reuniones que fijar, de viajes que organizar, ofreció su humanidad a esa otra humanidad herida y vilipendiada que habita en la plaza Lanza de Catania. Y de ese encuentro nació… Pero esto ya nos lo contará mejor cuando volvamos a encontrarnos con él. Sé que me espera, a mí y a cada una de las miles de personas en las que inoculó todos estos años las ganas de vivir con plenitud la vida entera.

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