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Este mundo al que somos enviados

Paolo Sottopietra
30/06/2015 - El 27 de junio se celebraron las ordenaciones de seis nuevos sacerdotes y ocho diáconos. «Dios nos pide disponibilidad total, pero nos promete el consuelo». Las palabras del superior general, Paolo Sottopietra.
Después de las ordenaciones en Santa María la Mayor.
Después de las ordenaciones en Santa María la Mayor.

Pensando en los jóvenes que este año piden ser consagrados en la Fraternidad San Carlos pienso de nuevo en los episodios que dos personas cercanas a mí han relatado recientemente. Los cito porque describen en parte el mundo en el que los nuevos sacerdotes iniciarán su ministerio.

El primero le sucedió a mi sobrina Beatrice. Un día una mujer se presentó en su clase de bachillerato para impartir tres lecciones de profundización sobre temas literarios que el instituto le había pedido. Antes de empezar pidió al docente que saliera de la clase y después empezó con estas palabras: "Chicos, el sexo es un dato puramente anatómico, que hoy la ciencia permite cambiar. Por lo tanto, es una cuestión que está resuelta. Debemos más bien prestar atención a lo que nosotros sentimos que a lo que somos, porque estas sensaciones son las que determinan nuestro verdadero género". Evidentemente, no se trataba de literatura, sino de una especie de curso de orientación para la vida de los estudiantes.

Desgraciadamente, iniciativas como ésta son frecuentes en las escuelas italianas. Mi sobrina tiene 15 años, pero hay miles de niños más pequeños a los que se les ofrece esta nueva instrucción, a menudo con el desconocimiento de sus padres. Con frecuencia a estos mini-cursos sobre la ideología de género se añaden lecciones de una “nueva educación sexual” que enseña a los niños a considerar normales, e incluso necesarias para el propio bienestar físico, las experiencias sexuales y les invita a probarlas.

Con el fin de justificar todo tipo de comportamiento, incluso el más irracional y antinatural, se llega a atentar contra la inocencia de la infancia y de la adolescencia, que debería ser custodiada como algo sagrado. Es el síntoma de un inquietante proceso de corrosión dentro de la civilización en la que hemos nacido, al que no es ajeno la tendencia totalitaria de una mentalidad anticristiana, que asume de manera cada vez más evidente las formas persecutorias propias de toda ideología.

El segundo episodio se verificó en una cárcel de menores. "Me haría explotar por los aires; mi vida no vale nada", dijo un muchacho musulmán de 16 años a uno de nuestros sacerdotes que visita todas las semanas a los jóvenes detenidos.

Desde el oriente y el sur del mundo sentimos que la amenaza del extremismo islámico se acerca. Al Qaeda, Boko Haram, Isis: son siglas que ya nos son familiares, asociadas a las matanzas que han ensangrentado el inicio del nuevo milenio. Nigeria, Kenia, Iraq, Egipto, Pakistán son lugares que frecuentemente ocupan las páginas de nuestros periódicos. Y los muertos a menudo son cristianos, asesinados por ser tales.

Frente a todo esto, la reacción del hombre occidental no es solo de miedo o de mofa a ultranza de la religión. Son cada vez más los que sienten fascinación por los protagonistas de la avanzada islámica. Muchos se sienten atraídos por su compromiso total con la causa, por una fe en un Dios más grande que el hombre, por las promesas de un feliz más allá. De hecho, las conversiones al islam se multiplican precisamente en Europa, como reacción a un nihilismo ateo del que ya se tiene una experiencia demasiado amarga. Muchos son los que parten para enrolarse en el ejército del nuevo califato. En la vida de estos "terroristas-víctimas", el nihilismo occidental y el islámico coinciden.

Me he preguntado a qué estamos llamados nosotros, cristianos y misioneros, en estas circunstancias. Y en particular qué conciencia debe tener el "sí" de quien hoy, como nuestros jóvenes, consagra su vida a Dios.

Se me ocurren dos respuestas.

Frente a la disgregación de la civilización de la que formamos parte nosotros tenemos la certeza de que vivimos gracias al encuentro con Cristo. Estamos llamados a decir al mundo que la palabra final no es la nada. Podemos testimoniar que la belleza existe, que la felicidad es posible, que Dios está vivo y presente y que desea la salvación de todos.

Frente a la violencia, además, podemos llevar la esperanza de que el otro cambie, quienquiera que éste sea. Dios nos envía a encontrarnos con los jóvenes en las escuelas para estar a su lado en la batalla a la que están expuestos, pero nos envía también a aquellos que contribuyen a difundir la ideología agresiva que los daña.

A menudo he intentado imaginarme el rostro de la mujer que entró en la clase de Beatrice. Tiene un nombre y una historia. Tal vez está convencida de que así hace el bien a los jóvenes con quienes se encuentra. La ideología es siempre algo irracional, pero que los hombres y mujeres que encontramos hacen que sea algo vivo, y podemos enseñarles con nuestra existencia que hay una esperanza más verdadera por la cual entregarnos con la cabeza alta, sin violencias ni subterfugios.

También el muchacho de la cárcel de menores es una persona, con un nombre y un drama a sus espaldas. Es un joven que busca algo verdadero por lo que vivir, exactamente como sus coetáneos que van al instituto. Necesita encontrar a alguien que le diga que su vida vale, que hay un Dios que se preocupa por él y por lo que hace, que existe lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, que también su vida tiene un sentido y puede ser hermosa.

Llamándonos a esta tarea, Dios nos pide hoy la disponibilidad a la persecución: moral, mediática, legal y también física. Cristo, cuando envió a sus discípulos, previó las persecuciones. Los tiempos que vivimos vuelven a situar en primer plano estas palabras suyas, haciendo que las sintamos de nuevo como una posibilidad que nos concierne. El "sí" que le decimos en el sacerdocio y por la misión conlleva esta conciencia.

Pero Cristo nos ha prometido también la consolación de muchos corazones que se convertirán, de muchas familias que abrirán las puertas de sus casas para acogernos. Nos ha prometido que por doquier encontraremos padres y madres, hermanos y hermanas, campos con cuyos frutos nos alimentaremos, casas en las que descansaremos. Y sobre todo nos ha dado la dulzura de una amistad que se funda en la fe en Él y que es más fuerte que toda oscura posibilidad de rechazo.

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