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La vida de Frank, que va hacia el Infinito

Chris Bacich
20/01/2015
Frank y Rita Simmonds (en Facebook).
Frank y Rita Simmonds (en Facebook).

Frank Simmonds es un afroamericano de poco más de cincuenta años que padece un cáncer neuro-endocrino en estado avanzado, y que siempre repite: «Si una persona aprende qué es la verdad conociéndome a mí y mi historia, entonces ha valido la pena».

Tenía quince años cuando a su madre le diagnosticaron un tumor. Después de su muerte, creció en él una fuerte rebelión contra Dios, que no la había salvado. Así empezó su caída. Droga, hurtos y varios periodos en la cárcel formaban su rutina. La chica con la que vivía le dejó y se llevó consigo a su hijo. Años después, se encontró al chico por la calle: «Papá, te echo de menos, vuelve a casa». Humillado, avergonzado por su ropa andrajosa y maloliente, Frank decidió excusarse e intentar alejarle, pero él insistía: «Papá, eres importante. He visto una foto tuya en una tienda donde ponía “se busca”». Había robado allí unas semanas antes. Después de años de extravío, le detienen por tráfico de drogas. Aún recuerda las palabras que le dijo el agente mientras le esposaba: «Frank, no te estamos arrestando, te estamos salvando». En la celda, una noche, escribe estas líneas: «... Dios, por favor, no mires mi pasado, perdona mis pecados para que yo pueda encontrar por fin la felicidad… Ayúdame a cambiar mi vida, Señor: bendíceme con tu Palabra… Libérame del ansia de mi espíritu encadenado. Te quiero tanto, Señor… Te doy gracias porque Jesús dio la vida por nuestros pecados. Por favor, purifica mi mente y mi cuerpo para que pueda vivir. La realidad se ha hecho presente, sé que me he equivocado. Mi corazón está lleno de dolor, es tu perdón lo que yo grito...».

El día del juicio se acercaba y él podía ser condenado hasta a quince años de prisión. El juez había perdido un hijo por sobredosis y era conocido por su severidad con los traficantes. Pero en la audiencia sacó un folio y leyó ante el tribunal los versos que había escrito Frank. Le preguntó: «Señor Simmonds, ¿ha escrito usted esto?». «Sí, señoría». «Entonces pasará seis meses en la cárcel y dos años en un centro de desintoxicación».

Tras cumplir su condena, fue a ver a su padre, ambos tenían ganas de volver a verse, pero pronto su padre enfermó y murió. Y Frank volvió a las andadas. «Cuando crees que ya no puedes estar peor, se abre un pozo y caes aún más abajo». Transcurrieron tres años terribles, entrando y saliendo de varios centros.

Un día, decidido a atracar al primero con el que se cruzara, se encontró con un sacerdote. «Maldita sea, no puedo robarle a un hombre de Dios», pensó. El sacerdote se giró y le miró a los ojos: «Dios no vendrá a estar en el fango contigo, porque es santo. Pero si se lo pides, puede sacarte de él». Este encuentro le removió tanto que volvió a retomar su viejo diálogo con Dios: «No existes. No eres de verdad. Eres una estatua. Y si existes, ¿para qué me has dado esta terrible vida? No la quiero. Te la devuelvo». Se dirigió a la estación de metro más cercana para acabar con todo de una vez. Pero cuando estaba allí, en el andén, le vinieron estas palabras a la mente: «si consigues detenerme en lo que estoy a punto de hacer, te serviré el resto de mi vida». Le inundó entonces una sensación inexplicable, algo nuevo. «Cuando murió mi madre, murió el amor. Pero en aquel instante, después de pronunciar esas palabras, sentí una experiencia impresionante. Llamé al centro de emergencia para drogodependientes y me llevaron en taxi al hospital».

Desde entonces, empieza a vivir en una casa-refugio. Rita, una voluntaria, le mandó con una carta una medalla de María. «Mientras todavía estaba intentado unir las piezas de mi vida sin tener nada que ofrecer, yo le importaba a alguien. Desde entonces, consideré a Rita por encima de las demás mujeres, junto con mi madre. Sabía que no lo merecía y me sentía orgulloso de conocerla. Antes no podía fiarme de nadie. Más de una vez mis “amigos” de camino me habían dejado tirado en un vertedero dándome por muerto. Era basura».

Rita veía en Frank su misma necesidad, y le presentó a sus amigos de CL. «Al principio me resistí. No dejaba de preguntarle: “¿Pero quién es este Giussani?”». Pronto empezó a darse cuenta de que aquella gente «describía cosas reales, que yo había vivido. Y la Verdad habla por sí sola, no necesita promocionarse. A ti te toca responder. Lentamente empecé a mirarme de un modo distinto». La relación con Rita creció y después de cinco años se casaron.

Cuando Frank recibió el diagnóstico de su enfermedad, pensó inmediatamente en don Giussani, que cuando estaba enfermo decía: «¡El Señor es mi fuerza y mi canto!». «Cuando sabes quién eres, que perteneces a Dios, que eres suyo, todo cambia», dice Frank: «Dios es el Señor de mi vida, no el cáncer. Hubo un tiempo en que odiaba mi vida. Ahora entiendo que me ha sido dada para recorrerla, porque lleva hacia el Infinito».

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