Empieza a anochecer. Sin embargo, en el Aula Magna del Centro de servicios del Politécnico de Módena empieza a entrar gente sin parar. Es jueves, 27 de noviembre. Se celebra la quinta edición del Premio Enzo Piccinini. Un evento en memoria del cirujano modenés que murió en mayo de 1999 y que cada año trae a esta ciudad a diversas personalidades del ámbito sanitario, que han dado una contribución significativa no solo desde el punto de vista médico-científico sino también humano.
Entre los presente en la sala hay estudiantes, médicos y muchos amigos de Enzo. Este año el premiado es uno de los principales pioneros en la oncología geriátrica, el profesor Lodovico Balducci, de la Universidad del sur de Florida en Tampa, director del programa de Oncología Geriátrica en el prestigioso Moffitt Cancer Center. Balducci conoció personalmente a Piccinini, cuando este fue a su ciudad para perfeccionar su formación. El propio Enzo hablaba mucho de este maestro de ultramar, del que tanto había aprendido. Para entenderlo, basta con escuchar sus palabras.
El galardonado comenzó su discurso hablando de uno de sus límites: la depresión. Un problema que durante mucho tiempo padeció sin estar diagnosticado y que se reveló como uno de sus grandes baluartes, pues le permitía acercarse mucho a sus pacientes y tomarse tiempo para escucharles. Esta forma de inclinarse ante el otro le llevó, a la larga, a perfeccionar tratamientos más precisos, lo que incluso dio lugar a beneficios económicos para el sistema sanitario.
Recuerda que Enzo era un hombre que arriesgaba mucho en la acción global que supone atender al paciente. Porque, como resulta evidente en la lengua inglesa, no siempre se puede culminar el llamado proceso del curing (curar la enfermedad), pero siempre se puede realizar el proceso de healing (curar al enfermo). Esta última curación siempre es posible, «si se acepta buscar el significado tanto de la vida como de la muerte».
La palabra más recurrente entre las pronunciadas por este profesor es «alegría», casi siempre en referencia a la persona de Enzo. Porque lo que Balducci más admiraba de este joven colega, cuya pertenencia al movimiento de Comunión y Liberación le dejó perplejo sobre todo al principio, era precisamente esa actitud suya ante la vida.
Una alegría que sorprendía una y otra vez en su dedicación sencilla y festiva a su propio equipo en el hospital de Santa Úrsula de Bolonia, que Balducci fue a visitar. Una alegría que, para este profesor, solo puede nacer de una conciencia: que «cada uno de nosotros es una pequeña tesela en el gran mosaico de la historia, pero sin cada tesela ese mosaico no existiría».
Lo repite al terminar: «Hoy vivimos de una manera que no conoce la alegría, mientras que Enzo era capaz de llevarla, transformando así la vida». Algo tan potente que uno puede llegar incluso a cruzar el océano solo por la gratitud de haberse topado con un hombre capaz de entregarse totalmente, a cualquiera que encontrara. Alguien que sigue presente hoy, como la noche de ese jueves de finales de noviembre.
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